Doña Catalina de Erauso nació en la ciudad de San Sebastián, provincia de Guipúzcoa. Sus padres eran el capitán don Miguel de Erauso y doña María Pérez de Galarrage y Arce. Cuando ella tenía la tierna edad de cuatro años, la metieron en un convento de monjas dominicas. Su tía, sor Úrsula Unza y Sarasti, la hermana mayor de su madre, era la priora de ese convento.
Catalina vivió en el convento hasta que cumplió los quince años. Nadie le preguntó si quería ser monja y pasar el resto de su vida encerrada detrás de los muros de piedra que rodeaban el convento. Nadie le preguntó si sentía curiosidad por el mundo que había al otro lado de esas grises paredes. Ella había sido regalada al convento como un cachorrito, poco después de ser destetada.
En el año de su noviciado, cuando debía hacer sus últimos votos, riñó con una de las hermanas, sor Juanita, que se había metido monja después de la muerte de su marido. Había quienes decían, no muy generosamente por cierto, que su marido se había muerto voluntariamente para poder estar lejos de ella. Era una mujer grandota y fuerte. Cuando pasaron a las manos, Catalina tuvo que hacer acopio de toda su fuerza juvenil para defenderse. Y, cuando las fuerzas la abandonaron, Dios puso un pesado candelabro de bronce en su mano. Después, las hermanas acostaron a doña Juanita sobre la cama para ver si recobraba el sentido.
El castigo impuesto a doña Catalina dependía de la suerte corrida por Juanita, y ella se preguntaba qué sería de su persona. La respuesta, como otra orden de Dios, le llegó la víspera de la festividad de San José, cuando la totalidad del convento se levantó a medianoche para rezar sus oraciones. Al llegar al coro, Catalina encontró a su tía arrodillada. Le entregó a Catalina las llaves de su celda y le pidió que fuera a buscarle su breviario. Al entrar en la celda de su tía, advirtió que la llave del portón del convento colgaba de un clavo en la pared.
Con la luz de una lámpara, encontró un par de tijeras, aguja e hilo, algunas monedas de plata que había por allí, las llaves de las puertas del convento y las del portón que había más allá. Catalina abandonó la celda y traspuso esas puertas, que parecían de una prisión, mientras las voces del coro la seguían desde la capilla.
Después de pasar por la última puerta, se quitó el hábito, abrió el portón y salió a una calle que jamás había visto antes. Tenía el corazón en la boca. Por un momento Catalina no pudo moverse. Su deseo más imperioso era dar media vuelta y correr de vuelta al convento. Pero reunió todo su coraje y su curiosidad y echó a andar por la calle oscura y desierta, siguiendo simplemente la dirección de sus pies en lugar de hacerlo con un plan organizado.
A las afueras de la ciudad, Catalina pasó junto a algunas granjas con perros que le ladraban. Después de caminar durante una hora, llegó a un bosquecillo de castaños. Allí permaneció escondida durante tres días, comiendo castañas de los árboles y bebiendo agua de un río cercano, pero sin aventurarse a ir más allá. Recostada sobre su hábito de monja, trazó bien sus planes antes de coger las tijeras y hacerse un traje. Con la tela de lana azul del hábito, Catalina se fabricó unos pantalones de montar que le llegaban hasta la rodilla y una pequeña capa; con una enagua verde, hizo una casaca y unas medias.
A Catalina con frecuencia le preguntaban por qué había elegido convertirse en un hombre. Quizá fue porque durante toda su vida había estado en compañía exclusiva de mujeres y quería experimentar algo diferente. Además, era más fácil para ella disfrazarse de varón a partir de su ropa de monja que hacerlo de mujer.
Tal vez con el atuendo masculino se sentía más cómoda consigo misma de lo que se había sentido jamás. Después de todo, éste no era un mundo para las mujeres, sino para el disfrute de los hombres. Es posible que, para participar de su cuota de placeres de la vida, sintió que necesitaba llevar unos pantalones. Ese día, a la edad de quince años, decidió no volver a usar nunca ropa de mujer. Catalina había encontrado su verdadera personalidad.
Echó a andar de nuevo, todavía sin saber adonde la llevarían sus pies, y caminó de acá para allá, por caminos y junto a aldeas, hasta llegar a la ciudad de Vitoria, a unas veinte leguas de San Sebastián. No tenía más idea de lo que podía hacer en Vitoria que en ningún otro lugar, pero todavía llevaba un puñado de pesos en el bolsillo. Allí, Catalina se dio el gusto de comer a voluntad. Permaneció varios días en la ciudad y entabló amistad con cierto profesor de teología llamado don Francisco de Cerralta.
Don Francisco, creyendo que era un muchachito pícaro, que estaba solo y vagaba por la vida, la acogió como su criado personal. Al descubrir que sabía leer latín, mantuvo a Catalina en sus habitaciones durante muchas horas, trabajando codo a codo con él. Cierta noche la despertó y le dijo que fuera a ayudarlo con un antiguo documento que estaba traduciendo. Cuando ella cogió los pantalones para ponérselos, él la agarró de un brazo y le dijo que no hacía falta que se vistiera, que tenía mucha prisa. También él llevaba puesto un camisón que, al igual que el de ella, le llegaba hasta las rodillas.
Sentada junto a él en un banco, con el manuscrito y velas sobre la mesa que estaba frente a ellos, Catalina de pronto sintió la mano del hombre sobre su muslo. Anteriormente, en varias ocasiones, él había encontrado excusas para palmearle el trasero y dejar la mano sobre él durante un rato. Luego reparó su falta de discreción comprándole ropa nueva.
Ahora, él se inclinó hacia adelante, como para esforzarse en descifrar unas letras algo borradas y, al hacerlo, su mano se deslizó a la rodilla de Catalina y, después, incluso más arriba; le levantó el camisón y le pasó la mano por el muslo desnudo.
—Eres un muchachito bien parecido —le dijo—, y suave como una chiquilla.
A los quince años, Catalina no había estado nunca cerca de un hombre, y lo único que sabía de las personas del sexo masculino eran historias de interminable lujuria y desagrado, contadas por las monjas del convento. Había oído relatos de mujeres que entraban en la celda de otra mujer para estar con ella esa noche, y en más de una ocasión ella misma, acostada en su cama por las noches, deseó que una monja en particular, bastante rolliza, fuera a compartir su cama, pero nunca había oído decir que a un hombre le gustara juguetear con otro hombre. De hecho, probablemente sentía más curiosidad con respecto a lo que él tenía en mente que excitación por su comportamiento.
Mientras él le acariciaba el muslo desnudo con una mano, ella vio que la otra también estaba muy ocupada. Se había levantado el camisón y exhibía su parte viril. De vez en cuando, en el convento, las monjas tenían que cuidar de niños pequeños, así que no se sorprendió al ver aquel pene. Lo sorprendente fue lo voluminoso, rojo y enojado que parecía el de aquel hombre. Él lo cogió con la mano y empezó a menearlo hacia arriba y hacia abajo, como uno haría con la teta de una vaca para ordeñarla.
Entonces agarró la mano de Catalina y la llevó hasta su pene. Con curiosidad, ella se lo apretó y después imitó lo que él había estado haciendo antes. Eso pareció dar gran placer a don Francisco pero, aparte de satisfacer la curiosidad de Catalina, ese acto no le resultó nada estimulante.
Mientras ella le acariciaba el pene, él le levantó a ella el camisón por completo y buscó entre sus piernas para encontrar su miembro viril. Cuando, en vez de eso, encontró una abertura, lanzó una exclamación de sorpresa.
—¡Eres una muchacha!
—Y tú eres un sodomita.
Catalina le propinó un golpe en la nariz. No porque él fuera un perverso que pensaba que ella era un chico al que podía sodomizar, sino porque él la había insultado al llamarla muchacha. Catalina había decidido que ya no era mujer.
Don Francisco, un hombre menudo y enjuto, se levantó del banco y se puso en pie con la nariz ensangrentada.
—¡Llamaré a la guardia para que te arresten!
—Y yo les diré lo que les haces a los chiquillos y que me has violado.
La cara de don Francisco se puso de color violeta y los ojos parecieron salírsele de las órbitas.
—¡Sal de mi casa ahora mismo! ¡Vamos, fuera!
Eran pocas sus pertenencias para meterlas en una bolsa pequeña, así que ella agregó una palmatoria que cogió de la repisa de la chimenea y unas monedas de oro que encontró por la casa.
Le esperaban más aventuras y desventuras, aunque Catalina estaba a punto de embarcarse hacia su búsqueda más importante. Sus pies viajeros la llevarían a Valladolid, donde se encontraba el rey, y entró a trabajar como paje para un secretario real; a Navarra, donde pasó dos años como secretario de un marqués, e incluso de regreso a San Sebastián, donde se encontró cara a cara con su madre, en una iglesia, pero nadie la reconoció. ¿Qué perra de la calle podía recordar a un cachorrito suyo, alejado de ella prácticamente antes del destete?
Catalina descubrió sus verdaderas inclinaciones románticas cuando la esposa del marqués la invitó a su lecho un día que su marido había salido de caza. Aunque el cuerpo de Catalina se había rellenado un poco y se había convertido en un joven fuerte, la esposa del marqués era más corpulenta que ella, al menos más ancha. Sabiendo que ella esperaría ser penetrada, Catalina se había apropiado de un cuerno de marfil en forma de falo que el marqués usaba como pisapapeles y lo utilizó para darle placer a aquella mujer. Muy pronto, Catalina inventó la manera de atarse ese cuerno con una tira de cuero entre el vientre y las piernas para no tener que sostenerlo cuando estaba dentro de la vagina de la mujer.
Qué maravilla los jugos que fluyeron en su alma cuando, sus labios probaron los labios de otra mujer, cuando con su lengua acarició sus pechos. En cuanto a los hombres, ninguno despertaba sus deseos. Y, ¿por qué habrían de hacerlo? ¿Acaso ella no era un hombre? Lo que más lamentaba era no tener barba. Todas las mañanas se raspaba la cara con un cuchillo para estimular el crecimiento del pelo, pero sólo un leve vello oscuro apareció sobre su labio superior, además de un par de pelillos en el mentón.
Dondequiera que fuera Catalina, la gente hablaba del Nuevo Mundo, de las fortunas que se podían hacer allí, de las aventuras que prometía. Hasta que finalmente no pudo resistir la llamada de ese Nuevo Mundo y se propuso conseguir un pasaje.
Consiguió trabajo como grumete en un barco que zarpó hacia Panamá y Cartagena de Indias. Pero menuda sorpresa le esperaba en el barco. Era un lugar repugnante. La comida estaba podrida y el olor era nauseabundo. La mitad de los marineros eran criminales obligados a trabajar en el barco y la otra mitad eran demasiado estúpidos y brutos como para vivir en tierra. En el barco no había mujeres y los marineros mayores consideraban a los muchachos meros objetos sobre los cuales descargar su lascivia.
Como grumete, gozaba de la atención del capitán y, por tanto, los marineros la dejaban en paz. La única vez que uno de ellos la molestó fue cuando un cerdo de la galera le puso la mano en las nalgas, cuando ella fue a buscar la cena del capitán. Catalina le cortó la mano con su daga y el capitán ordenó que lo hicieran pasar por debajo de la quilla del barco, cuando ella le dijo que aquel villano había tratado de incluirla en un motín que estaba preparando. Catalina observó cómo le propinaban ese castigo: le ataron los pies a una soga y lo arrojaron por la borda y, después, lo hicieron pasar por debajo de la quilla con una soga que iba de un lado del barco al otro. El tipo emergió empapado en sangre, con la mitad de la ropa hecha jirones por haberse raspado contra los percebes y otros crustáceos que convierten la madera de la parte de debajo de una embarcación en un lugar tan áspero y afilado como un lecho de piedras.
No fue ninguna sorpresa para ella descubrir que podía extraer la sangre de un hombre con una daga. A Catalina le fascinaban los deportes masculinos realizados con la espada y los duelos. Al comprender que para un hombre la hoja de acero de su espada era literalmente una extensión de la garrancha que llevaba entre las piernas, ella adquirió su propia daga y su propio espadín. Pasaba todo su tiempo libre practicando con la espada y la daga. Siempre había sido una persona de huesos grandes y, al completar su desarrollo, era casi tan alta como la mayoría de los hombres y casi tan musculosa como ellos. Lo poco que le faltaba de fuerza física lo compensaba con un temperamento violento que la hacía abalanzarse sobre un adversario y abatirlo, mientras él empezaba a trazar su plan de ataque.
De gran importancia para ella era que sus pechos no revelaran su origen femenino, pero tuvo la suerte de no tener más que una jovencita. Para asegurarse de que no le crecieran demasiado, se aplicó sobre ellos un emplasto que le vendió un italiano. Le producía mucho dolor, pero así sus pechos nunca crecieron lo suficiente para traicionarla.
Cuando el barco ingresó en aguas de las Indias se separó de la gran flotilla que había zarpado desde Sevilla y fijó su rumbo, junto con otros, hacia Cartagena. Cuando se acercaban a la bahía de Cartagena de Indias se toparon con una escuadra de barcos holandeses y los dispersaron. Llegaron a Cartagena, donde permanecieron durante ocho días para descargar lo que llevaban y cargar mercaderías. Desde allí se dirigieron al norte, hacia Nombre de Dios, en el istmo de Panamá.
Al llegar al istmo, Catalina ya se había cansado de la vida a bordo de un barco y decidió abandonarlo en Nombre de Dios. Para estar segura de que podría presentarse con cierta dignidad, bajó a tierra y les dijo a los guardias que el capitán le había encargado que le comprara algunas cosas. En su bolso llevaba quinientos pesos del capitán y su nuevo jubón de seda.
En Nombre de Dios, unos jugadores de cartas sin escrúpulos que la tomaron por un jovencito que acababa de bajar de un barco le robaron todo su dinero. Cuando resultó evidente que el diablo había repartido las cartas, Catalina desenvainó su espadín y su daga y desangró a los tres bribones. Logró escapar con vida, y una vez más necesitaba conseguir un empleo.
Su reputación de espadachín y el hecho de que supiera leer y escribir le resultaron de gran utilidad a un comerciante, que deseaba que ella protegiera su mercadería y actuara como su agente de ventas en otras ciudades. Catalina abrió una tienda para realizar el trabajo del mercader y las cosas marcharon bien durante un tiempo. En realidad, comenzaba a disfrutar de haberse convertido en alguien respetable, cuando fue insultada en el transcurso de una comedia por un hombre apellidado Reyes, a quien ella hirió tanto que tuvieron que darle diez puntos. Poco después, Catalina volvió a herir a Reyes y mató al amigo de éste. La arrestaron por ese delito. Su jefe trató de sacarla de ese lío, pero, al final, el dinero cambió de manos y él tuvo que enviarla a Lima para alejarla de ese delito de sangre y de la guardia.
Lima era una gran ciudad del Nuevo Mundo, capital del reino del Perú, que abarcaba más de cien ciudades y aldeas españolas. Era una ciudad esplendorosa, sede del virrey, de un arzobispo y de una universidad.
Catalina comenzó a trabajar para un gran comerciante de la ciudad que estaba muy satisfecho con sus servicios. Sin embargo, el comerciante empezó a preocuparse porque en la casa había dos mujeres jóvenes, las hermanas de su esposa, y Catalina cogió la costumbre de juguetear con ellas. Una en particular se había encariñado mucho con ella. Cierto día, el comerciante encontró a Catalina con la cabeza metida debajo de la falda de la muchacha y en ese mismo instante la despidió.
De un día para otro, Catalina se encontró sin techo, sin amigos y sin dinero. Seis compañías de soldados estaban siendo entrenadas para luchar en Chile y ella decidió alistarse en esas compañías y recibió inmediatamente una asignación de casi trescientos pesos.
Los soldados fueron enviados a Concepción, en Chile, un puerto que es conocido como «el noble y leal» y es suficientemente grande como para tener su propio obispo. Allí, para sorpresa de Catalina, encontró a su hermano, Miguel de Erauso. Catalina tenía cuatro hermanos y cuatro hermanas y nunca había conocido a Miguel. Como es natural, ella no le dijo que estaba emparentada con él y, mucho menos, que era su hermana. Cuando él se enteró de que su apellido era también Erauso y de dónde provenía, trabó amistad con ella. Catalina pasó varios años idílicos en Concepción. Los buenos tiempos llegaron abruptamente a su fin, cuando su hermano la pilló visitando a su amante y ambos se enzarzaron en una pelea. Catalina terminó siendo desterrada a Paicabí, un miserable puesto fronterizo que constantemente estaba en guerra con los indios.
En Paicabí no había nada que hacer, salvo comer, beber y pelear. Incluso todos dormían con la armadura puesta. Finalmente, se unió a una fuerza de cinco mil hombres para luchar contra un ejército indio de tamaño mucho mayor. El encuentro se produjo a campo abierto, cerca de Valdivia, una ciudad saqueada por los indios. Lograron cierto dominio y mataron a muchos indios, pero cuando la victoria era casi completa, llegaron refuerzos indios que los obligaron a retroceder. Los indios mataron a muchos de los compañeros de Catalina, incluyendo a su propio teniente, y se alejaron con la bandera de la compañía.
Cuando ella vio que se llevaban la bandera, junto con otros dos soldados de caballería, inició su persecución. Siguieron al que se llevaba la bandera a través de una pared casi sólida de indios, a quienes pisotearon con sus caballos y mataron con sus espadas. Ellos, a su vez, recibieron heridas y a uno de los compañeros de Catalina le clavaron una lanza en el cuello. El hombre cayó, pero los dos que quedaban se abrieron paso hacia el cacique indio que les había robado el estandarte de la compañía. Cuando llegaron ante él, el compañero de Catalina Ríe bajado de su caballo por una docena de indios. Catalina había recibido un fuerte golpe en una pierna, pero se recuperó. Se acercó al cacique por detrás, le lanzó una estocada a la nuca y le arrancó el estandarte. Y, después, dio media vuelta para iniciar su difícil regreso.
Catalina espoleó a su caballo y pisoteó, mató y masacró a más indios de los que podía contar. Recibió tres flechazos en la espalda y un lanzazo en el hombro izquierdo. Cuando logró emerger de entre la multitud de indios, avanzó a galope tendido hacia donde estaban reunidos sus propios hombres. Ellos la vitorearon cuando vieron que traía de vuelta los colores de la compañía. El caballo de Catalina había recibido una herida mortal, pero siguió avanzando como si tuviera alas. Sólo cayó cuando Catarina llegó junto a sus compañeros, y ella cayó con él.
Le curaron bien las heridas y le confirieron el honor de ser ascendida a teniente. Catalina sirvió cinco años más como teniente y tomó parte en muchas más batallas. En una de esas batallas capturó a un cacique indio cristiano llamado Francisco, que le había hecho mucho daño a sus fuerzas y estaba en posesión de un gran botín. Se decía que era uno de los indios más ricos de Chile. Cuando ella lo derribó del caballo, él se le rindió y Catalina lo colgó de la rama del árbol más cercano.
El ahorcamiento impetuoso de aquel indio rico enfureció al gobernador, quien de nuevo la envió a Concepción. En realidad, eso fue un golpe de suerte, pero el destino siempre había logrado arruinarle la vida, convirtiendo en desastre cada buena racha suya.
La caída de su respetabilidad la llevó a frecuentar una casa de juegos con uno de sus compañeros del ejército. Se produjo un pequeño malentendido entre ella y su compañero, quien la acusó de hacer trampas y anunció en voz alta que cada palabra que salía de su boca era mentira. Catalina sacó su daga y se la hundió en el pecho. Las cosas se complicaron aún más cuando el juez local trató de arrestarla allí mismo. Ella desenvainó la espada y lo atacó, y después, cuando una docena de hombres que estaban en la sala de juegos se volvieron contra ella, Catalina retrocedió hacia la puerta, mientras los mantenía alejados con su espada. Una vez fuera, corrió a refugiarse en la catedral.
Al gobernador y a su guardia les estaba prohibido arrestarla en territorio de la Iglesia. Permaneció allí durante seis meses hasta que uno de sus amigos, un teniente llamado Juan de Silva, fue a verla y le pidió que fuera su padrino en un duelo que se llevaría a cabo ese mismo día, cerca de la medianoche. Cuando él le aseguró que no se trataba de una trampa para sacarla de la iglesia, ella aceptó acompañarlo. Como los duelos habían sido prohibidos por el gobernador, usaron máscaras para ocultar su identidad.
Catalina permaneció de pie allí cerca, como solían hacer los padrinos, mientras su amigo se enfrentaba a otro hombre en duelo. Al ver que Juan de Silva estaba siendo derrotado, ella desenvainó su espada y se inmiscuyó en la lucha. Muy pronto el padrino del otro hombre lo hizo también y entonces la punta de la espada de Catalina atravesó el doble grosor del cuero y penetró en la zona izquierda del pecho del hombre, cerca de la tetilla. Cuando él quedó tendido y agonizando, Catalina descubrió, horrorizada, que el hombre al que había herido mortalmente era nada menos que Miguel de Erauso, su hermano.
Catalina abandonó Concepción con un caballo y algunas armas, y se dirigió a Valdivia y Tucumán.
Emprendió viaje hacia la costa, donde sus sufrimientos fueron muchos, primero por la sed y, segundo, por la falta de comida. Se unió a otros dos soldados, desertores ambos. A medida que las leguas se iban desplegando debajo de ellos, pasaron por montañas y desiertos, movidos por el hambre y la desesperación, y sin ver a ningún otro ser humano salvo a algún indio ocasional que huyó ante su presencia. Mataron a uno de los caballos para obtener alimento, pero sólo encontraron piel y huesos en el pobre animal. Aun así, siguieron avanzando, legua tras legua, más de trescientas en total, hasta que se comieron los otros dos caballos y los dos compañeros de Catalina se derrumbaron y nunca más se levantaron. Cuando su último amigo cayó a tierra y empezó a sollozar diciendo que no podía levantarse, ella lo dejó, pero no sin antes quitarle ocho pesos que llevaba en el bolsillo.
Estaba extenuada por la fatiga y el hambre cuando dos jinetes indios la encontraron. Se apiadaron de ella y la llevaron a la estancia ganadera de su ama. La mujer era mestiza, hija de un español y una india. Hizo que Catalina recuperara la salud y comenzó a confiar en ella para que manejara la hacienda. En la región había pocos españoles, y muy pronto la mujer le propuso a Catalina que se casara con su hija.
Catalina había jugueteado un poco con la hija, no más allá de tocarle sus partes pudendas y besarla, pero lo cierto era que la muchacha era tan fea como el mismísimo diablo, y a Catalina le gustaban las mujeres bonitas. Tuvo que aceptar ese matrimonio, pero logró postergarlo por un par de meses. Finalmente, se vio obligada a huir por la noche y se llevó consigo la dote.
Después de otras aventuras, de nuevo fue arrestada por asesinato y, esta vez, su reputación como espadachín, jugador y bribón se había extendido tanto que Catarina supo que pronto sería despachada a su Hacedor.
Buscando una vez más la protección de la Iglesia y mientras el alguacil quería arrastrarla a la horca, Catalina le confesó que, en realidad, era una mujer y que había pasado su vida en un convento.
Después de mucho pensarlo, mandó a dos mujeres ancianas que examinaran a Catalina, quienes confirmaron no sólo su sexo, sino también el hecho de que todavía era virgen.
En lugar de las recriminaciones que ella esperaba por su confesión, la noticia de que el famoso Sancho de Erauso era en realidad una mujer pronto cruzó los mares y llegó a Europa.
Y Catalina volvió a encontrarse una vez más en un barco, esta vez rumbo a España… pero no a una prisión, sino a una audiencia con el rey. Y, después de eso, a Roma, a ver al papa.