El Sanador sostenía que todas las cosas estaban predeterminadas en este mundo, que los dioses habían grabado en libros de piedra cómo se desarrollaría nuestra vida desde el momento en que nacíamos. Yo creía que los dioses habían traído a don Julio a mi vida y me habían enviado a esa misión por alguna razón. Si yo hubiera sabido cuáles serían las terribles consecuencias que tendría mi trato con el especialista en magia negra, habría tratado de evitar ese trágico destino huyendo hacia el bosque y escondiéndome de aquel extraño caballero español que era médico, erudito y agente del rey.
Esa tarde, alrededor del fuego de la cena, recibimos instrucciones adicionales de don Julio. Mateo tocó algunas melodías con la guitarra y bebió vino de un odre mientras don Julio hablaba.
—Debes encaminarte directamente a la ciudad india donde presenciaste el sacrificio. Allí, tendrás que averiguar dónde está el naualli. Por lo que tu tío te dijo, debe de estar en alguna parte de esa región. También te toparás con otros indios magos, sanadores y hechiceros. De ellos puedes recoger información y datos. Queremos saber todo lo relativo a los Caballeros del Jaguar, todo lo que puedas averiguar.
»En ningún momento debes mencionar el nombre de Jaguar. Si lo haces frente a las personas equivocadas, te cortarán el cuello. En lugar de hacer preguntas, que no servirían de mucho y despertarían sospechas, limítate a escuchar. Eres todavía un chiquillo —me dijo—, y los indios hablarán libremente frente a ti, algo que no harían frente a un hombre adulto. Mantén los oídos bien abiertos, la boca cerrada y los pies listos para correr bien lejos a toda velocidad.
»Mateo, tú también necesitarás una falsa identidad —don Julio lo pensó un momento—. Guitarras. Serás un mercader de guitarras. Te conseguiré varias mulas. Uno de mis indios vaqueros será tu ayudante. Lo mandaré llamar en seguida. Cuando me necesites, él me buscará dondequiera que yo esté.
Mateo tañó una serie de acordes irritantes en la guitarra.
—Soy un espadachín y un poeta, no un mercader.
—Harás este trabajo para el rey, en lugar de ser enviado a las Filipinas. Si te ordeno que te pongas un vestido y seas una puta, también deberás hacerlo.
Mateo siguió tocando la guitarra y cantó una antigua balada española.
Ayer yo era el rey de España.
Hoy, ni siquiera de una aldea;
ayer tenía ciudades y castillos,
hoy no tengo ninguno;
ayer tenía criados,
y personas que me atendían;
hoy no hay ni una almena
que pueda llamar mía.
Desgraciada fue la hora
e infortunado el día
en que yo nací y recibí
tan grande heredad,
puesto que la perdería
en un solo día, ¡por completo!
¿Por qué no vienes, Muerte,
y te llevas este maldito cuerpo
que te lo agradecería?
—Sí, como al rey don Rodrigo —dijo don Julio—, la muerte algún día nos reclamará. Antes a algunos que a otros, si el siervo del rey no es obedecido.
Don Julio fue en busca de su petate y yo lo detuve con una pregunta:
—¿Qué hay de mi paga?
—¿Tu paga? Tu paga es no ser ahorcado como ladrón.
—Perdí dinero por culpa de Sancho. Necesitaré dinero para gastos, para comprar información en los mercados.
Don Julio negó con la cabeza.
—Si llevas encima más dinero que lo habitual, despertarás sospechas. Es mejor que sigas siendo pobre. Y escucha mi advertencia: ofrecer dinero en el mercado por información acerca de los Caballeros del Jaguar será una invitación al peligro —me dijo don Julio antes de salir a gritarles de nuevo a los indios que reparaban la pared del templo—, pero basta de saquear las tumbas de los reyes. Puedes correr peligro, pero también recibir una recompensa si tienes éxito, por bajo que sea el rescate de un rey. Y lo que es mejor aún, no te ahorcarán por robar tumbas.
Cuando él se fue, me tumbé en el suelo para escuchar la música de Mateo y verlo beber vino. Sabiendo que su actitud hacia mí era más cordial cuando tenía la panza llena de vino, aguardé hasta que mi odre estuvo vacío antes de hacerle una pregunta que me rondaba por la cabeza desde hacía mucho.
—Don Julio y tú os referisteis a Sancho como una mujer. ¿Cómo puede ser? Si es un hombre.
—Déjame que te cuente, Bastardo, la historia de un hombre que es una mujer —dijo Mateo y punteó una melodía en la guitarra—. Había una mujer llamada Catalina que se convirtió en un hombre llamado Sancho. Ésta es la historia de una monja que se transformó en alférez del ejército…
Una historia sorprendente. Algunas partes me las contó Mateo esa noche; las más profanas, las supe más tarde por mí mismo. Sí, amigos, volvería a encontrarme con aquel hombre llamado Sancho… o aquella mujer llamada Catalina. Y, al igual que yo, desde un calabozo, ella más adelante escribió los hechos que habían dado forma a su vida. Sus memorias serían publicadas después de pasar por la cuidadosa censura del Santo Oficio. Pero yo había oído su verdadera historia de sus labios, y ahora embellezco el relato de Mateo para compartir con vosotros sus verdaderas palabras.
Os invito a compartir conmigo la historia de Catalina de Erauso, soldado, espadachín, tenorio, bandido y bribón… la monja teniente.