Pasé la noche atado al árbol, con una manta que me dieron para aliviar el frío. Mi ansiedad y la limitación de mi postura convirtieron esa noche en una noche de agonía y preocupación. Sabía cómo enfrentarme a los Sanchos de este mundo. Pero aquel misterioso jefe de los soldados no era alguien con quien quisiera tratar. Al día siguiente, antes de la comida del mediodía, vendrían hombres de Oaxaca para reparar el templo.
Las furiosas imprecaciones de don Julio llegaron hasta mis oídos, mientras estaba sentado como un perro atado a un árbol, con aquel collar alrededor del cuello. Su veneno iba dirigido contra el ausente Sancho por haber dañado aquel antiguo monumento. Sin embargo, pasó por alto el hecho de que había sido precisamente su propio hombre, Mateo, quien había practicado el boquete en la pared. Les dijo a los indios que hicieran las reparaciones con una argamasa hecha con paja y tierra, similar al adobe usado para construir casas. No le hacía ninguna gracia estropear un magnífico monumento de piedra con una imitación de adobe, y maldijo y se lamentó de que el arte de las construcciones en piedra hubiera desaparecido. Ese sellado provisional tendría que bastar hasta que pudieran traerse de la ciudad de México indios con habilidad para trabajar la piedra.
Don Julio y Mateo se sentaron conmigo debajo del árbol y se dispusieron a almorzar.
—Quítale la soga —ordenó don Julio—. Si huye, mátalo.
Comí tasajo y tortillas a la sombra del árbol y escuché a don Julio. En la feria había metido la pata porque había hablado demasiado. Esta vez seleccionaría mejor mis mentiras.
—¿Cuál es tu nombre, tu verdadero nombre? —preguntó.
—Cristo.
—¿Y tu apellido?
—No tengo apellido.
—¿Dónde naciste?
Inventé el nombre de una aldea.
—Queda cerca de Teotihuacán.
Él siguió preguntándome acerca de mis padres y de mi educación.
—Ay de mí. Mi padre y mi madre murieron a causa de la peste cuando yo era un muchacho. Crecí en la casa de mi tío, que era un hombre muy culto. Él me enseñó a leer y a escribir antes de morir. Y ahora estoy solo en el mundo.
—¿Qué me dices de ese falso sanador? Les dijiste a Mateo y a Sancho que era tu padre.
Casi gemí en voz alta. Tenía que hacer que mis mentiras resultasen coherentes.
—Él es otro tío mío. Yo lo llamo padre.
—Cuando él habló en la feria del galeón de Manila, tú dijiste que los Caballeros del Jaguar echarían a los españoles de Nueva España. ¿Quién te ha dicho eso?
Antes de que yo tuviera tiempo de contestar, le dijo a Mateo:
—Desenvaina la espada. Si miente, córtale una mano.
Eh, otra persona que espera que mienta y que quiere liquidarme. ¿Qué les pasa a estos gachupines, que siempre quieren cortar en pedacitos a la gente?
—Ofendí a un mago indio que diagnostica enfermedades o predice otras cuestiones lanzando huesos. Me burlé de él cuando hacía una demostración de su magia. Cuando estaba a punto de irme, alguien que no vi bien predijo que me matarían cuando los Caballeros del Jaguar se despertaran.
—¿Eso es lo único que sabes de los Caballeros del Jaguar?
Vacilé sólo el tiempo suficiente para que Mateo desenvainara su espada. Me apresuré a continuar mi relato porque había visto lo que aquel hombre era capaz de hacer con ella.
—Presencié algo terrible. —Le hablé de la noche en que, accidentalmente, presencié una ceremonia de sacrificio.
—Interesante —murmuró don Julio. Le costaba contener el entusiasmo. Le dijo a Mateo— creo que este muchacho cayó justo en el nido de los fanáticos que estamos buscando.
—Ese mago debió de asustar mucho al chico para que él creyera que estaba siendo atacado por un hombre jaguar.
—¿Qué es un hombre jaguar? —pregunté.
—Un hombre que adopta la forma de un jaguar. En Europa hay muchas leyendas acerca de hombres lobo, hombres que se convierten en lobos. Entre los indios existe la creencia de que ciertas personas poseen la habilidad de transformarse en jaguares. En la zona de Veracruz, donde el Pueblo de la Goma floreció hace muchos siglos, en muchas estatuas hay grabados que representan a hombres jaguar.
—En la actualidad, son los naualli los que pueden cambiar —dije.
—¿Dónde has oído esa palabra? —preguntó don Julio.
—De boca del Sanador, mi tío. Él también es un mago poderoso, pero no practica la magia negra. Dice que el cambio se opera cuando un naualli bebe un elixir como el ungüento divino.
—¿Qué sabe tu tío de ese naualli?
—A él no le gusta. Mi tío es un gran sanador, famoso y muy bien recibido en todas las aldeas indias. Me contó que, salvo para ir a ferias y festivales, el naualli permanece en pequeñas aldeas en la zona que hay entre Puebla y Cuicatlán. La ciudad donde el sacrificio tuvo lugar queda a sólo un día de camino de allí. Al naualli se lo conoce como especialista en magia negra. Puede formular maleficios mortales. O hechizar una daga para que, cuando uno se la entrega a un enemigo, lo apuñale. Por supuesto, yo no creo en nada de eso —me apresuré a añadir.
Don Julio siguió haciéndome muchas preguntas, empezando de nuevo con cuándo fue la primera vez que vi al naualli y repasando todo lo que vi desde que presencié la batalla simulada entre los caballeros indios hasta el corte en la cara del naualli.
Cuando me sonsacó toda la información, don Julio me sonrió.
—Tienes una memoria prodigiosa. Sin duda, ése es el secreto de tu habilidad con las lenguas y con las cuestiones eruditas, a pesar de que nunca has ido a la escuela. Por supuesto, eres un mestizo, no un indio.
Miré de reojo a Mateo, cuya mirada, como siempre, no revelaba nada.
—Un mestizo, pero puedes imitar la actitud y la forma de hablar de un indio. —Don Julio se acarició la barba—. Y un español. Si hubieras ido vestido como un español la vez que te hablé entre las ruinas, no habría dudado de que habías nacido en Sevilla o en Cádiz. Mateo, podrías haber utilizado a este jovencito en tu grupo de teatro antes de que el virrey los enviara a Filipinas.
Mateo se estremeció visiblemente al oír la mención de esas islas tan temidas. Ahora entendí la autoridad que don Julio tenía sobre el pícaro. Los españoles que causaban problemas no eran enviados a las minas del norte, sino que se los despachaba a un lugar igualmente temido, una tierra que los españoles de Nueva España carentes de humor llamaban El Infierno. El viaje a través del mar Occidental, de un par de meses de duración, era tan terrible que sólo la mitad de los prisioneros de un galeón sobrevivían. Después de desembarcar, la mitad de los supervivientes del viaje morían en los primeros meses a causa de las fiebres, las serpientes y una peste aún peor que la de las junglas de la costa de Veracruz y Yucatán.
La soga que se ceñía al cuello de mi amigo Mateo era el destierro a ese infierno español ubicado al otro lado de los grandes océanos. Él y sus actores realmente debían de ser muy malos para merecer ese destino. ¿Y las mujeres? ¿Les estaban bailando la deshonesta zarabanda a los cocodrilos de Filipinas? ¿Ahora, qué era lo que la actriz dejaba entrar en su tienda por la noche?
—Sólo su generosidad y su buen talante impidió que yo me reuniera con mis amigos, don Julio. Gracias a su inteligencia, su talento y su sabiduría, reconoció que yo era tan inocente como un sacerdote recién ordenado —dijo Mateo, sin rastro de sarcasmo.
—Sí, claro, tan inocente como los dos mestizos ladrones, de tumbas que colgaremos en el patíbulo… y éste, cuya suerte todavía no está decidida.
Le sonreí humildemente a don Julio.
—Mi bondadoso y anciano tío está medio ciego y prácticamente desvalido. Debo cuidar de él o morirá.
—Tu tío, si es que realmente es tu tío, es un impostor y un fraude que ha engañado a un montón de personas desde Guadalajara a Mérida. También tú eres un mentiroso incorregible y un ladrón. Incluso con una soga alrededor de tu cuello, te atreviste a mentirme con respecto al hecho de que la máscara del tesoro estaba en un lugar de fácil acceso. Si yo hubiera aceptado tu historia, habrías vuelto a entrar en la tumba para recuperarla. ¿Acaso lo niegas?
—Don Julio —gemí—, usted es un príncipe entre…
—Cállate mientras decido cuál será tu castigo.
—Creo que este pequeño bribón debería recibir cien azotes —propuso Mateo—. Eso le enseñará a respetar la ley del rey.
—¿Y cuántos azotes te enseñarían a ti a respetar la ley? —preguntó don Julio.
Mateo simuló estar examinando un rasguño en su bota.
Don Julio maldijo a los que trabajaban en la pared del templo y se acercó a ellos gritándoles que sus antepasados se revolverían en sus tumbas si vieran la chapuza que estaban haciendo.
—¿De modo que cien azotes, eh, amigo? Gracias —le dije a Mateo, dirigiéndole una mirada feroz.
—Yo no soy tu amigo, pequeño perro callejero. —Me mostró la punta de su espada—. Vuelve a llamarme así y te cortaré una oreja.
¡Dios mío! Todavía perduraba el deseo de cortarme en pedacitos.
—Perdone, don Mateo. Tal vez le diga a don Julio que me pidió que escondiera el tesoro para que usted pudiera ir a re-cogerlo más tarde.
Mateo me miró fijamente durante un momento. Y pensé que mis orejas estaban perdidas. Su cara se convulsionó y, de pronto, estalló en carcajadas. Me palmeó el hombro con tanta fuerza que me tambaleé hacia un costado.
—Bastardo, eres un hombre con mi mismo corazón negro. Sólo a un verdadero pillo se le habría ocurrido una mentira tan atroz. No cabe duda de que terminarás mal. Eh, pero podrás contar un montón de historias antes de que te ahorquen.
—Vosotros dos terminaréis confesándoos a un cura cuando tengáis una soga al cuello. —Don Julio había regresado de amenazar a los indios con el castigo eterno si no mejoraban su trabajo—. Pero, mientras tanto, tengo una misión para ambos.
Mateo parecía alicaído.
—Pero usted dijo…
—Te dije que una trasgresión muy grave contra el rey se podría impedir si pescábamos al bandido de Sancho. ¿Acaso la vez encadenada?
—Bueno, salvamos un gran tesoro para el rey.
—Yo salvé un gran tesoro para el rey. Se te dijo que no utilizaras el polvo negro.
—Pero Sancho insistió…
—Tendrías que haberte negado. Ocasionaste grandes desperfectos en un templo que había permanecido intacto desde que Julio César habló con la Esfinge. Mi mente desconfiada me dice que usaste el polvo negro para entrar rápidamente en el templo, antes de que yo llegara con mis soldados.
Don Julio no era tonto. Y yo no me había equivocado al evaluar a Mateo. Al igual que Guzmán, Mateo era incapaz de resistir la tentación de apoderarse de un tesoro. Todos los picaros compartían la misma debilidad fatal: el alma de bribón.
Mateo parecía ofendido.
—Don Julio, por mi honor…
—Un juramento nada convincente. Escuchadme; como un sacerdote, yo os garantizaré el perdón por vuestros pecados, pero, a diferencia de un sacerdote, también puedo manteneros fuera de la cárcel… si me obedecéis y cumplís con la misión que os asignaré. Estos Caballeros del Jaguar, como se llaman a sí mismos, son bien conocidos por el virrey. Es un grupo pequeño pero violento de indios decidido a matar a todos los españoles y tomar el control del país.
—Déme cien hombres y yo le traeré las cabezas de todos ellos —dijo Mateo.
—No podrías hacerlo ni con mil. Nunca los encontrarías. Esos caballeros no se dejan ver. De día son simples granjeros indios o peones de haciendas. Por la noche forman un culto asesino cuya finalidad es matar a españoles y a los indios que no se oponen al dominio de los españoles.
—¿Han matado a españoles? —preguntó Mateo.
—Por lo menos diez, quizá más.
—¡No lo sabía! —exclamó Mateo.
—El virrey no da a conocer esa información para evitar que a la gente le entre el pánico y que se difunda la fama del culto. Todavía tenemos que enfrentarnos a grupos diseminados, pero es preciso erradicarlos por completo. Con el liderazgo apropiado, una revuelta por parte de los indios podría extenderse como un incendio descontrolado. Este naualli, a pesar de su edad, puede ser ese líder. Y entonces tendríamos una revuelta total, otra guerra contra los mixtecas.
—Entonces, asemos los pies de ese especialista en magia negra sobre una hoguera hasta que nos dé los nombres de sus caballeros —propuso Mateo.
—Amigo, qué español eres en tu forma de pensar —dijo don Julio—. Eso es exactamente lo que los conquistadores le hicieron a Cuitláhuac, el sucesor de Moctezuma, después de la caída de Tenochtitlán. Lo torturaron para averiguar dónde habían escondido el oro. No tuvo éxito después de la conquista y tendría incluso menos efecto hoy. Éstos no son guerreros indios comunes y corrientes, sino fanáticos. Tú —continuó don Julio, señalando a Mateo—, estoy seguro de que estás familiarizado con la historia del viejo y la montaña. Pero a pesar de tu vasto abanico de conocimientos —me sonrió—, quizá no conozcas este relato.
—Nunca he oído hablar de un viejo y una montaña —dije.
—Hace cientos de años, los ejércitos cristianos fueron a Tierra Santa para liberarla de los infieles. Durante una de esas cruzadas, el líder de una secta musulmana, Rashid ad-Din, envió a sus seguidores a asesinar a sus enemigos árabes y a los líderes cristianos. Tenía una fortaleza en la montaña, por lo que lo llamaremos el Viejo de la Montaña.
»Nuestro pueblo llamó Asesinos a sus seguidores, sin saber que eran los árabes quienes, con este término, se referían a ellos mismos como “fumadores de hachís”. Marco Polo, un viajero veneciano, se enteró de que los Asesinos utilizaban sustancias alucinógenas antes de cometer sus malvados crímenes. Mientras la mente de esos hombres era esclava de estas drogas, los Asesinos creían que habían viajado al Jardín del Paraíso de Alá. Entonces se lanzaban a matar a sus enemigos, aun a sabiendas de que serían hechos prisioneros y luego los matarían. Pero ellos creían que, después de muertos, por haber completado su misión de asesinato, regresarían al paraíso.
»Los aztecas eran aún más expertos en el uso de drogas que controlan la mente. Uno de los Caballeros del Jaguar a quien logramos apresar había tomado drogas antes de su crimen. Incluso sometido a las torturas más severas y prolongadas, fue poco lo que les reveló a los hombres del virrey. Lo cierto era que su mente estaba tan alterada por las drogas que ya no distinguía la diferencia entre su existencia real y un lugar que él llamó la Casa del Sol.
—La Casa del Sol es el cielo más allá de las aguas orientales —dije—. Cuando un guerrero azteca muere en combate, en lugar de ir al infierno, su espíritu va a ese paraíso.
Mateo golpeó su espada contra una de sus botas.
—Este naualli puede ser el Viejo de la Montaña para esos indios.
—Exactamente —dijo don Julio.
—Y usted quiere que me lleve a este diablillo ladrón —Mateo blandió la espada hacia mí— y encuentre a ese especialista en magia negra y obtenga la verdad de él.
—Más o menos. Quiero que lo pilles con las manos en la masa para que podamos ahorcarlo.
—Comprendo. Pero, por supuesto, como caballero español, no entiendo el lenguaje ni las costumbres de ese pueblo. Debería enviar a este jovencito en busca de ese naualli. Cuando lo encuentre, puede venir a avisarme. Yo aguardaré su mensaje en su casa de la Ciudad de México…
Mateo se frenó al ver que don Julio sacudía la cabeza.
—Creo que sería mejor que estuvieras cerca cuando el muchachito haga salir a los Jaguares a la superficie. Así podrías protegerlo. Además, como tú mismo has dicho, es un perro callejero y un mentiroso que debe ser vigilado.
Mateo me sonrió, pero sus ojos no sonreían. ¡Ay de mí! ¡De nuevo me culpa a mí!
Aquel hombre era un lobo con ropa de pícaro. Algún día le diría un secreto, pero ése no era el momento. Pero, amigos, a vosotros sí os contaré el secreto. ¿Os acordáis de cómo me llamó? Bastardo. Él había oído ese nombre años antes en la feria de la flota del tesoro. Sí, él sabía que yo era la misma persona por la que él había decapitado a un hombre.