CINCUENTA Y SEIS

El Sanador y yo acampamos lejos de los demás. Pero no estábamos solos en la ladera de la colina. Un mercader de la feria había acampado a cierta distancia de nosotros, con su peculiar mercadería: cuatro prostitutas. Las había alquilado en la feria y volvía a Oaxaca con ellas. Oí que Sancho le decía a aquel hombre que usaría a una de sus putas.

Mientras yo estaba arrodillado frente a nuestra fogata preparando el almuerzo para nosotros dos, vi que Mateo y Sancho caminaban hacia un enorme templo-pirámide, el más grande de la ciudad. La pirámide resplandecía con reflejos dorados bajo la luz del sol. Examinaron cuidadosamente un lado de la estructura. Yo no vi ninguna puerta en el lugar donde se encontraban. Me llegó el sonido de sus voces, pero no entendí lo que decían. Por sus gestos, tuve la impresión de que estaban en desacuerdo con respecto a cómo entrar en el templo. Y alcancé a distinguir las palabras «polvo negro».

Miré al Sanador, que estaba recostado tranquilamente contra un árbol, fumando en pipa. Tenía los ojos entrecerrados y su cara era tan impasible como la de un estanque en un día sin viento. Me sentí mal por haberlo engañado, pero no había tenido más remedio que hacerlo. Desde nuestra llegada al monte Albán, el «simple trabajito» que los españoles tenían preparado para mí estaba tomando forma en mi mente.

Por lo visto, los dos solucionaron las diferencias que tenían con respecto al templo. Mateo me indicó por señas que los acompañara y yo troté hacia allí.

Sancho señaló el lugar que habían estado examinando. El relieve de la pared mostraba a un dios emergiendo de las fauces de un jaguar sagrado.

—Detrás de esa pared hay un túnel sellado. Lo abrimos una vez en otro lugar, pero se produjo un derrumbamiento cuando volvimos a sellarlo. Ahora vamos a crear otra abertura. El túnel conduce a la tumba de un rey zapoteca que murió por la época en que Pilatos crucificó a Cristo. En su tumba se encuentra su máscara mortuoria y una parte de un peto. El objeto es de oro macizo y tiene gemas y perlas incrustadas.

Sancho hizo una pausa para que yo asimilara esa información. Yo ya había adivinado que era un ladrón de tumbas.

—¿Por qué no la cogiste la última vez que entraste? —pregunté.

—Ah, amigo, eres un hombre inteligente. —Sancho me rodeó los hombros con un brazo y me abrazó. Confieso que me costó bastante reprimir una arcada—. Deberíamos haberla cogido, pero hubo una traición. Enviamos a alguien abajo, un hombre un poco más grandote que tú, pero nunca regresó.

Mi mirada pasó de Sancho a Mateo.

—¿Qué quieres decir con eso de que nunca regresó? ¿Existe otra salida?

Sancho negó con la cabeza.

—Entonces, el hombre todavía está ahí abajo —dije.

—Sí, ésa es la traición. A él le gustaba tanto mi tesoro, que decidió quedarse ahí abajo, abrazándolo. Entonces una parte de los soldados del virrey se presentaron…

—Y vosotros lo sellasteis dentro y huisteis para evitar que otros lo descubrieran.

Sancho sonrió.

—¿Cuánto tiempo hace de eso? —pregunté.

Sancho fingió esforzarse en contar el tiempo transcurrido.

—Treinta días.

Ahora me tocaba a mí asentir y sonreír.

—Ya, entiendo.

Santa María, madre de Dios, ¡estaba en las manos de un loco!

—Me encontré con mi buen amigo Mateo en la feria y me aseguré de su asistencia, porque él sabe utilizar el polvo negro. Y él te localizó a ti. Necesitamos a alguien lo suficientemente flaco como para pasar a través del túnel y las maderas, porque hay rincones muy escarpados. El resto —Sancho levantó las dos manos en un gesto que indicaba que la conversación llegaba a su fin— ya lo sabes.

El resto era que ellos iban a abrir un boquete en el túnel y me iban a mandar a mí adentro. Si conseguía llegar al tesoro, como parte de mi recompensa, me cortarían el cuello. Si Sancho era interrumpido una vez más por los soldados del virrey, yo quedaría atrapado en el túnel y moriría allí. Peor aún, temí por el Sanador. Una vez que Sancho obtuviera lo que quería, no dejaría con vida a un testigo como el anciano. Y el Sanador era demasiado viejo y lento como para escapar. De lo contrario, yo ya habría huido hacia la selva.

Sancho me leyó el pensamiento.

—Muchacho, no te preocupes por lo sucedido en el pasado. Habrá suficiente oro para todos nosotros. Cuando recibas tu parte, podrás comprar tu propia hacienda.

Tal vez, si yo hubiera tenido menos educación callejera en Veracruz, escuchando a las personas que mienten cada vez que sus labios se mueven, podría haberle creído. Pero fui criado hombro con hombro con léperos que tratarían de abrirse camino al cielo con mentiras. Y Sancho era el mismísimo diablo.

—Entraré en el boquete y sacaré el tesoro con una condición: que mi padre se vaya ahora mismo —dije.

Sancho me agarró por el cuello, me sacudió y me apoyó su daga en las entrañas.

—No hay condiciones. Derramaré tus entrañas en la tierra en este mismo momento si tratas de engañarme.

—Hazlo y nunca verás tu tesoro —repliqué, con más coraje del que sentía.

—Déjalo tranquilo, Sancho —intervino Mateo con voz serena. Pero él nunca estaba sereno a menos que hablara muy en serio. Sentí que Sancho se tensaba por la furia y que la punta de su daga se me clavaba en un costado.

—Lo necesitamos a él, no a su padre. El viejo es un estorbo.

—Si lo dejo marchar, informará a las autoridades.

—¿Mientras nosotros tenemos a su hijo? No me parece probable. Además, el chico tiene coraje y no es estúpido. Y no cree que vayas a recompensarlo por sus esfuerzos.

Sancho me soltó. Yo di un paso atrás, mientras él miraba hacia el cielo en busca de una confirmación a su honestidad y sinceridad.

—Sobre la tumba de mi santa madre y también de mi padre mártir, juro que te recompensaré si sacas la máscara de oro.

¿Debía creer a ese hombre? Era fácil saber cuándo mentía: cada vez que movía los labios.

—Recibirás lo que te mereces —dijo Mateo—. Créeme.

Me arrodillé junto al Sanador. Él siguió mirando hacia adelante y fumando su pipa.

—Tienes que marcharte ahora mismo. —Yo quería que él se fuera antes de que Sancho cambiara de opinión—. Ve a Oaxaca y espérame. Yo estaré allí dentro de un par de días.

—¿Por qué no nos vamos juntos?

—Porque tengo que hacer algo aquí, para los portadores de espuelas.

Él sacudió la cabeza.

—Viajaremos juntos. Eres mi ayudante. Mis viejos ojos necesitan que tú les muestres el camino. Yo te esperaré aquí hasta que hayas terminado tu trabajo.

Tus viejos ojos tienen una visión tan aguda como la de una águila, y tu mente es tan afilada como el colmillo de una serpiente, pensé.

—No puedes confiar en ese español —me dijo—, el que tiene ojos de pescado. Si tiene intención de hacerte daño, yo lo hechizaré. La daga con que te apunte se le clavará en su propio corazón.

—La magia azteca no tiene efecto sobre los portadores de espuelas —repuse en voz baja—. Por eso ellos pudieron destruir nuestros templos y esclavizar a nuestros pueblos.

Antes de que pudiera expresar más objeciones, le pedí algo que estaba seguro me daría.

—Tú has sido un padre para mí y te amo como si lo fueras realmente. Lo que te pido es que honres ese amor haciéndome este favor. Ve a Oaxaca y espérame allí. Si no lo haces, estarás poniendo en peligro mi vida.

Él no se iría para protegerse a sí mismo, pero sí para protegerme a mí.

Escolté al Sanador, a su burro y a su perro hasta el sendero que conducía a Oaxaca. Esperé a que él hubiera desaparecido en el horizonte antes de regresar al campamento. Quería estar seguro de que ninguno de los mestizos lo seguía. Barajé la posibilidad de escapar, pero sabía bien que, si lo hacía, Sancho iría tras el Sanador. Yo sólo tenía dieciocho años en este mundo, pero era viejo en términos de la traición de los hombres.

Sancho, Mateo y los mestizos estaban reunidos cuando regresé.

—Espéranos allí —me ordenó Sancho.

Yo me puse en cuclillas y los observé mientras simulaba estar ocupado trazando un símbolo azteca en la tierra. Mientras Sancho hablaba, de vez en cuando Mateo miraba hacia el templo. Oí que Sancho decía que no importaba si era de día o de noche, pero Mateo dijo que llevaría toda una noche prepararse.

—Entonces yo disfrutaré de una de las putas que están acampadas abajo, en la ladera —dijo Sancho.

Los hombres se separaron y Sancho me llamó.

—Necesitaremos tus servicios por la mañana, chico. ¿Puedo confiar en que no huirás esta noche?

—Señor, puede confiar en mí tanto como en su propia y santa madre —le aseguré, planeando ya mi fuga mientras el muy tonto dormía.

Una soga voló sobre mí y me oprimió con fuerza. Uno de los mestizos estaba en el otro extremo de la soga.

Sancho sacudió la cabeza con fingido pesar.

—Muchacho, mi madre era una bruja llena de trucos engañosos, y eso es lo mejor que puedo decir de ella.

Sancho me ató las manos y los pies. Sus mestizos me llevaron a su carpa y me dejaron caer al suelo. Me quedé allí tendido durante un par de horas, tratando de mover las articulaciones para librarme de las sogas, pero Sancho me había atado demasiado bien.

Al anochecer, él entró en la carpa.

—He hecho los arreglos necesarios para que una de las putas me visite, pero esta noche me siento cansado. Quiero jugar con ella, pero no meterle el pene. ¿Comprendes?

Asentí, pero no tenía la menor idea de a qué se refería. Si él estaba demasiado cansado, ¿para qué pagarle a una puta sus favores?

—Si tu pene no se convierte en una garrancha, te puedo conseguir una poción que le conferirá poder.

Me propinó una patada. Y luego otra y otra más. Decirle a un portador de espuelas que su pene no era largo y duro como una espada era una insólita —e inoportuna— declaración por mi parte.

—Cuando vuelva con la mujer, te explicaré lo que debes hacer. Te lo diré solamente una vez. Después te desataré y saldrás de la carpa. Si intentas huir, no sólo mis mestizos te cortarán la cabeza, sino que yo mismo le seguiré la pista al viejo y le cortaré la suya. Escucha con atención cuál será tu deber para con la mujer. Si no sigues mis instrucciones, te rebanaré el pene.

¡Ojalá! ¡Quiera Dios que algún día yo pueda hacerle sentir mis espuelas a este inmundo buey!

Sancho me había dicho que yo debía esconderme debajo de una manta, cerca de la cama, cuando él volviera con la mujer. Vinieron entre muchas risas y cantos, los dos muy borrachos. Sancho la hizo entrar en la carpa y los dos se tambaleaban, casi sin poder tenerse en pie. En la carpa estaba oscuro, sólo había una vela encendida, que prácticamente no llegó a disipar la oscuridad, pero incluso con esa escasa luz pude ver que no era una puta joven, sino una con edad suficiente para ser mi madre. Me pareció que era mestiza y no una india pura.

Tan pronto Sancho la introdujo en la carpa, comenzó a desvestirla. Entre risitas, ella trató de quitarle la ropa a él, pero Sancho le apartó las manos. La desvistió por completo y la besó y la tocó en muchos lugares. A mí no me pareció nada cansado. Confié en que la excitación le hubiera conferido algo de poder a su pene y que, así, no me necesitara.

Él la hizo darse la vuelta y la arrojó sobre la cama boca abajo, con los pies en el suelo y las nalgas arqueadas hacia arriba.

Entonces me hizo señas. Yo lancé un gruñido de disgusto, pero, consciente de que me enfrentaba a un loco, en silencio me deslicé de debajo de la cama.

Cuando él la sujetó y empezó a besarla, yo obedecí sus instrucciones.

Introduje mi pene en su tipili.

Sancho comenzó a respirar fuerte y a jadear, simulando hacerle ahuilnema a la mujer, mientras yo salía y entraba de su cuerpo.

¡Dios mío!