CINCUENTA Y CUATRO

Cumplí dieciocho años cuando acompañaba al Sanador a una feria. Una vez más, ésta se celebraba para vender mercaderías llegadas a bordo de un barco, pero esta vez era una feria más pequeña, y la mercadería no procedía de Europa sino de Manila, del otro lado del gran mar Occidental. Todos los años, galeones, castillos flotantes, a veces varios, otras veces sólo un único barco, cruzaban el mar Occidental, de Acapulco a Manila y de vuelta.

A los galeones de Manila les llevaba mucho más tiempo cruzar el océano que a la flota del tesoro que viajaba a España. Fray Antonio me había mostrado los dos mares en un mapamundi. La distancia a Manila era varias veces mayor que la ruta entre Veracruz y Sevilla. Más allá del mar Occidental, que en el mapa del fraile se llamaba mar del Sur, estaban las islas llamadas Filipinas. Desde ese puesto de avanzada del otro lado del mundo con respecto a España, el comercio se hacía con una tierra llamada China, donde hay muchos más chinos, personas de piel amarilla, que granos hay en la arena; hay también una isla de gente pequeña de color marrón, en donde entrenan guerreros llamados samuráis, los hombres más feroces y combativos de la Tierra; y las islas Molucas o de las Especias, cuyas playas no son de arena sino de canela y otras especias, que directamente se pueden meter en cubos a paladas.

El incidente de Veracruz estaba a varios años y muchas leguas de distancia. Me sentí a salvo yendo a la feria y, de hecho, estaba ansioso por encontrarme de nuevo cerca de otros españoles. Durante tres años me había sumergido en la cultura india. Si bien aprendí mucho, todavía había muchas cosas que admiraba y deseaba aprender de mis raíces españolas.

Había crecido algunos centímetros y había engordado unos diez kilos. Era alto y delgado, como siempre lo había sido para mi edad, pero también había rellenado algunos huesos gracias a la buena comida de que disfrutaba con el Sanador. En la Casa de los Pobres, nuestras comidas consistían principalmente en tortillas y fríjoles, pero en el camino, con el Sanador, eran verdaderos festines. A menudo éramos huéspedes de los festivales de las aldeas, y entonces cenábamos pollo, cerdo y pato, así como espléndidos platos indios como el mole, una salsa exquisita hecha con chocolate, chiles, tomates, especias y nueces molidas. Amigos, os aseguro que ningún rey desde Moctezuma ha comido mejor que el Sanador y yo.

Aunque la feria del galeón de Manila no era tan grande como la que se celebraba en Jalapa para la flota del tesoro, porque los barcos del trayecto a Manila eran menos, el cargamento era mucho más exótico. Los galeones de Manila traían sedas, marfil, perlas y otros lujos codiciados por los ricos de Nueva España. Pero lo mejor de todo procedía de las islas de las Especias: pimienta, canela y nuez moscada. El aroma de esas especias era exótico y resultaba tentador para el lépero ladrón que hay en mí. ¿Acaso os preguntáis si mis años con el Sanador no me habían alejado de los malos hábitos que aprendí en las calles de Veracruz? Bueno, digamos que el Sanador me enseñó trucos nuevos… pero yo no olvidé los viejos.

Los productos de Extremo Oriente eran nuevos y extraños, por lo que había muchos motivos para que yo merodeara un poco por todas partes y me maravillara al verlos. Compré una pizca de canela y tanto el Sanador como yo la probamos con la punta de la lengua. Nuestros ojos se encendieron de placer frente a aquel sabor tan raro. ¡Dios mío, cuántos pesos costaría una palada! Me pregunté si el mar que bañaba las islas de las Especias también sabría a especias.

Pero había trabajo que hacer y poco tiempo para soñar despierto. La feria duraba unos pocos días y habíamos viajado de lejos para llegar allí. Teníamos que ganar suficiente dinero en poco tiempo para asegurarnos de que el viaje había merecido la pena. Esos aromas y espectáculos sólo podría disfrutarlos en momentos robados al trabajo.

El Sanador había acudido a la feria a practicar su arte, sus curaciones y su magia, y yo era su ayudante. Cuando el negocio se ralentizaba, para reunir a una buena cantidad de gente, yo me hacía pasar por una persona enferma que me quejaba gritando de dolor y ruido en la cabeza. Cuando se congregaban frente a nosotros suficientes personas, el Sanador murmuraba una serie de conjuros y extraía una víbora de mi oído. Y cuando la multitud veía que yo sanaba milagrosamente, por lo general siempre había alguien entre el público dispuesto a pagar por recibir un tratamiento personal.

Pero el Sanador no cogía a cualquier persona que diera un paso al frente. Sólo aceptaba a los pacientes a los que creía poder ayudar. Y no exigía que le pagaran, a menos que el paciente pudiera hacerlo. Ninguna de sus prácticas llenaba nuestros bolsillos. De todos modos, todos sus pacientes eran indios y los indios rara vez tenían algo más que monedas de cobre en los bolsillos. La mayoría de las veces, el pago se hacía en semillas de cacao o con una pequeña bolsa con maíz.

Al igual que el dios romano Jano, el Sanador tenía dos caras. Las víboras formaban parte de un truco, pero la curación era real.

Yo todavía tenía gran elasticidad en brazos y piernas y, en privado, seguía practicando el arte de contorsionarme, de dislocar mis articulaciones, aunque ya no lo hacía en público, no simulaba ser un lisiado por una limosna. Habría resultado demasiado peligroso, porque el tal Ramón, el hombre que mató a fray Antonio, tal vez conocía esa habilidad mía. Sin embargo, sin darme cuenta, demostré esas habilidades.

Los negocios siempre iban mejor si el Sanador podía ocupar una posición más elevada con respecto a los espectadores. En este caso, había un montículo rocoso que se alzaba alrededor de metro y medio por encima del suelo. La zona estaba rodeada de enormes enredaderas y otro tipo de plantas. Despeje espacio suficiente para permitir que el Sanador y sus pacientes pudieran permanecer de pie.

Durante la función, en la que se había formado un grupo bastante numeroso para ver cómo el Sanador extraía una víbora del oído de una persona, el paciente, nervioso, accidentalmente le dio una patada a la pipa del Sanador que estaba en el suelo y la lanzó hacia las enredaderas que colgaban a un lado del montículo. En seguida corrí a buscarla, me metí entre las enredaderas y me contorsioné como una serpiente para entrar y salir de allí.

Cuando salí con la pipa, noté que un hombre, un español, me miraba fijamente. El atuendo del individuo no era el de un mercader ni el de jefe de una hacienda, sino el de un caballero; no la ropa elegante que, por lo general, suelen usar por la calle, sino la tela y el cuero más grueso que llevan cuando viajan o luchan. El español tenía unas facciones duras y despiadadas y sus labios y sus ojos revelaban crueldad. Mientras él me miraba, otro hombre se le acercó y se quedó junto a él. Estuve a punto de proferir una exclamación en voz alta.

Era Mateo, el pícaro que había puesto en escena la obra de teatro en la feria de Jalapa.

El español de aspecto malvado le dijo algo a Mateo y los dos me miraron con curiosidad. El pícaro no pareció reconocerme. Habían pasado tres años desde la última vez que lo vi, mucho tiempo para un chiquillo pordiosero flaco que, por aquel entonces, tenía quince años. No estaba seguro de si me había reconocido o no. La última vez que lo vi, él había decapitado a un hombre para mí. Quizá esta vez sería mi cabeza la que cortaría.

Temeroso de haberme expuesto, abandoné el «escenario» y simulé observar los puestos de mercaderías exhibidas para la venta. Mateo y el otro español me siguieron con lentitud. Me escondí detrás de unos fardos de lana y seguí caminando muy agachado hasta llegar al final de la fila y, después, hice lo mismo a lo largo de otra hilera de mercancías. Espié por encima y vi que Mateo me buscaba. No vi al otro hombre.

Empecé a correr, siempre agachado, a lo largo de las filas de productos, y entonces vi la oportunidad de escapar corriendo a toda velocidad hacia el denso bosque que se encontraba en el perímetro de la feria. Cuando me incorporé para correr, una mano tosca me agarró por la nuca y me hizo girar.

El español tiró de mí hasta que quedé a escasos centímetros de su cara. Apestaba a sudor y a ajo. Tenía los ojos saltones, como los de los peces. Me puso un cuchillo al cuello y lo apretó contra mí hasta que me quedé de puntillas, mirándolo con los ojos bien abiertos. Me soltó el cuello y me sonrió, aunque sin aflojar la presión de la daga debajo de mi barbilla. En la mano libre tenía un peso.

—¿Quieres que te corte el cuello o prefieres el peso?

Yo ni siquiera podía abrir la boca. Moví los ojos en dirección a la moneda.

Mantuve la vista fija en el peso… una verdadera fortuna. Rara vez había tenido un real de plata en la mano, y el peso valía ocho reales. Un indio podía trabajar toda una semana por menos. A veces los hombres eran asesinados por menos.

—Yo soy Sancho de Erauso —se presentó el español—, tu nuevo amigo.

Sancho no era amigo de nadie, de eso estaba seguro. Era un hombre grandote pero no alto, más bien macizo, y no había piedad en sus ojos ni misericordia en su cara. El pícaro Mateo era culpable de robar, pero tenía aires de caballero. Sancho no tenía pretensiones de ser un caballero… o siquiera un ser humano. Era un asesino, un hombre capaz de compartir con uno una comida y una copa de vino, y después matarlo por el postre.

Entonces llegó Mateo, pero ni en su rostro ni en sus ojos vi señales de que me hubiera reconocido. ¿Realmente no recordaba al muchachito por el que había matado a un hombre? Y, sin embargo, ¿podía ser ésa la razón para que no me reconociera? Tal vez lamentaba haberlo hecho y tenía miedo de que yo declarara que él era el verdadero asesino. Quizá se proponía matarme. O tal vez le resultaba tan difícil distinguir a un indio de un mestizo como un árbol de otro en una selva.

—¿Qué quieres de mí? —el tono con que le hablé a Sancho era de subordinación, el de un indio que le habla a su amo.

Sancho me rodeó los hombros con un brazo y echamos a andar juntos, con Mateo del otro lado. Yo tenía la nariz cerca de la axila de Sancho, y juro que olía peor que una cloaca. ¿Es que no se bañaba nunca? ¿No lavaba la ropa?

—Amigo mío, eres muy afortunado. Yo necesito un pequeño favor. Tú eres un indio pobre y miserable sin ningún futuro, salvo partirte la espalda para los gachupines y morir joven. Por este pequeño favor ganarás tanto dinero que nunca tendrás que volver a trabajar. Basta de robar, de hacer que tu madre y tu hermana se prostituyan. Tendrás dinero, mujeres y no sólo pulque para beber, sino los mejores vinos es-pañoles y ron caribeño.

Aquel hombre era malvado, el diablo y Mictlantecuhtli en una misma persona. Su voz tenía la textura de la seda china; su rostro, el encanto de una serpiente de cascabel sonriendo. Su sinceridad era tan verdadera como el apasionamiento de una puta.

—Tenemos un trabajito para ti, algo que sólo puede hacer un jovencito flaco capaz de retorcer su cuerpo como un saca-corchos. Dentro de unos días viajaremos para llegar al lugar donde deberás llevar a cabo tu tarea. En menos de una semana serás el indio más rico de Nueva España. ¿Qué te parece eso, amigo?

Lo que me parecía era que yo ardería en la hoguera, mientras los perros salvajes mordisqueaban mis cojones. De todos modos, le sonreí a aquel matón. Elevándolo a la categoría de hombre respetable, añadí el honorífico «don» a su nombre.

—Don Sancho, yo soy un indio pobre. Cuando me habla de mucha riqueza, agradezco a todos los santos que me permita servirle.

—No me gusta su aspecto —intervino Mateo—. Hay algo en él que no me gusta nada. Sus ojos… Bueno, no le creo.

Sancho se detuvo, me miró a la cara y buscó complicidad en mis ojos.

—Es lo mejor que hemos encontrado. —Se me acercó más y yo me obligué a no sentirme asqueado por su olor. Él me agarró del cuello y sentí su cuchillo en la entrepierna—. ¿El viejo de las víboras es tu padre?

—Sí, señor.

—Tú puedes correr de prisa, chico, pero el viejo no puede hacerlo. Cada vez que me hagas enfadar, le cortaré uno de los dedos de la mano. Y si huyes, le cortaré la cabeza.

—Debemos viajar hacia el sur, al monte Albán, en el valle de Oaxaca —le dije más tarde al Sanador—. Los españoles me han contratado para hacer un trabajo. Me pagarán bien.

Le conté que Sancho quería que yo recuperara algo que él había perdido. No pude decirle en qué consistía el trabajo porque tampoco yo lo sabía, pero, como era habitual en él, no me preguntó nada. En la actualidad, yo tenía la sensación de que, más que falta de curiosidad, él sabía exactamente lo que estaba sucediendo. Sin duda, algún pájaro había escuchado la conversación y se lo había contado.

Faltaban unas cuantas horas para que la feria cerrara por la noche, y yo pasé ese tiempo merodeando, observando todas aquellas maravillas y tratando de encontrar la manera de escapar de aquella trampa. No había ningún grupo de actores a la vista, así que supuse que se había separado del poeta espadachín o, a esas alturas, estaban ya cumpliendo condena en la cárcel.

Mateo parecía más animado que la primera vez que lo vi. Y su ropa no era tan elegante ni estaba tan bien conservada. Tal vez los últimos años no habían sido generosos con él. Yo no olvidaba que le debía la vida.

Mientras recorría la feria se produjo una conmoción y se congregó un gran grupo de gente. Durante un torneo de tiro con arco, un hombre indio había recibido un flechazo por accidente. El amigo del hombre se arrodilló junto a él y trató de arrancarle la flecha, pero otro se lo impidió.

—Si le sacas así la flecha, le desgarrarás las entrañas y tu amigo morirá desangrado.

El que lo dijo, un español de unos cuarenta años de edad y vestido como un comerciante adinerado, se arrodilló y examinó la herida. Oí que alguien lo llamaba «don Julio», cuando les dijo a varios hombres que lo ayudaran a mover al indio herido.

—Tráiganlo aquí. Y apártense —dijo, dirigiéndose a los que estábamos reunidos allí cerca.

Siempre fascinado por la medicina, ayudé a don Julio y a los otros dos a llevar al herido detrás de los puestos de los comerciantes para sacarlo de la vista y del camino de la gente.

Don Julio se arrodilló y examinó la herida causada por la flecha.

—¿En qué posición estabas cuando recibiste el impacto? —don Julio hablaba español con un leve acento, y comprendí que probablemente era portugués. Muchos portugueses habían venido al Nuevo Mundo después de que el rey español heredó el trono de aquel país.

—Estaba de pie.

—¿Estabas bien erguido o, quizá, un poco inclinado?

Él se quejó.

—Tal vez un poco agachado.

—Estírenle las piernas —nos dijo.

Cuando las piernas del hombre estuvieron bien derechas, nos pidió que hiciéramos lo mismo con la parte superior de su cuerpo. Cuando lo tuvimos en la posición que más se parecía a aquella en la que estaba cuando se le clavó la flecha, don Julio lo examinó con mucha atención y tanteó la zona en la que la flecha se hundía.

El amigo del hombre dijo con impaciencia:

—Sáquesela antes de que muera —habló con el español rudo de los indios rurales.

—Tiene que quitársela en la misma línea en que entró —intervine—. De lo contrario le producirá una herida más grande.

Extraer la flecha por el mismo camino en que había entrado reduciría la posibilidad de desgarrar más tejidos. El hombre ya tenía una herida que probablemente lo mataría, aunque se le extrajera la flecha con muchísimo cuidado. Aumentar el tamaño de la herida reduciría sus posibilidades de supervivencia.

Don Julio me miró. Sin darme cuenta, había hablado con mi español pulido en lugar de pronunciar mal las palabras deliberadamente, como había hecho con Sancho.

Él me arrojó medio real.

—Corre a una tienda y consígueme un trozo de algodón blanco bien limpio.

Volví en seguida con lo que me pedía y no le ofrecí la vuelta.

Una vez hubo extraído la flecha, don Julio vendó la herida abierta, cortando trozos de la tela para que quedara bien cubierta.

—Este hombre no puede caminar y tampoco montar una mula —le dijo al amigo del indio—. Debe permanecer acostado hasta que la hemorragia cese. —Llevó a un aparte al amigo del indio—. Tiene pocas posibilidades de sobrevivir, pero sólo si no lo mueves. No se le puede mover durante al menos una semana.

Vi que el amigo intercambiaba unas miradas con otro hombre. Ninguno de los dos parecían ser indios granjeros. Tenían, más bien, el aspecto de léperos, tal vez hombres contratados de las calles por los comerciantes para que acarrearan la mercadería hacia y desde la feria. Las probabilidades de que se quedaran allí hasta que el hombre pudiera viajar no eran muchas. Tan pronto terminara la feria, lanzarían los dados para ver quién se quedaría con sus botas y su ropa, le aplastarían el cráneo y lo arrastrarían a los bosques para que los animales salvajes dieran cuenta de él.

Cuando el gentío que rodeaba al hombre se fue dispersando, oí que un individuo miraba hacia don Julio y le susurraba a otro con desdén: «Converso».

Yo conocía esa palabra por las conversaciones con fray Antonio. Un converso era un judío que había preferido convertirse al cristianismo en lugar de abandonar España o Portugal. En algunas ocasiones la conversión había tenido lugar varias generaciones antes, pero la mancha en la sangre permanecía igual.

El hecho de que aquel médico rico, que es lo que supuse que era, también tuviera sangre impura, como es natural, hizo que lo apreciara mucho más.

Abandoné la feria y caminé hacia un montículo que en una época había sido el pequeño templo de un puesto militar de avanzada o para un encuentro de comerciantes. Me quedé allí sentado durante un rato, sumido en mis pensamientos con respecto a la situación en que me encontraba con Sancho y Mateo. No me preocupaba tanto mi persona como la perspectiva de que algún mal cayera sobre el Sanador. Desde luego, yo había mentido cuando le había dicho a Sancho que el Sanador era mi padre pero, en cierto sentido, había algo de verdad en ello, puesto que yo consideraba padre tanto al Sanador como a fray Antonio.

No tenía ninguna ilusión con respecto a cuál sería mi recompensa una vez completada la tarea para Sancho. Tanto el Sanador como yo seríamos asesinados. Ay, no era una situación nada agradable. El Sanador se movía con mucha lentitud y no iría a ninguna parte sin su perro y su borrico. Mi único recurso era esperar la oportunidad de hundir un cuchillo en la barriga gorda de Sancho y confiar en que Mateo no le hiciera daño al Sanador, aunque me cortara a mí la cabeza.

Vi escritura ideográfica azteca grabada en piedra en un costado del muro de las ruinas y me aparté un poco para leerla. Yo había aprendido a leer escritura ideográfica azteca a través del Sanador, quien me mostró trozos de papel con escritos hechos antes de la conquista. Me contó que el imperio centrado en Tenochtitlán requería una gran cantidad de papel para su ejército, comerciantes, administración gubernamental, y que cientos de miles de hojas de papel en blanco eran recibidas todos los años como tributo de los estados vasallos.

También el fraile se había interesado en la escritura ideográfica azteca y en el papel. Se entusiasmó mucho en una ocasión cuando otro fraile le mostró un trozo. El papel se fabricaba remojando la corteza de ciertas higueras en agua hasta que la fibra se separaba de la pulpa. La fibra se golpeaba entonces contra una superficie plana, se doblaba después con una sustancia pegajosa en el medio, se aplastaba nuevamente y después se alisaba y se secaba. Al papel de buena calidad se le esparcía una sustancia blanquecina por encima.

Los españoles llamaban códice a un legajo de esos papeles encuadernados; códice es una palabra latina que se emplea para designar una clase de libro. Sólo algunos códices indios habían sobrevivido el celo fanático de los sacerdotes cristianos, me dijo Fray Antonio. Los dibujos ideográficos estaban hechos en vivos colores —rojo, verde, azul y amarillo— y, después de ver algunas páginas que pertenecían al Sanador, sólo puedo imaginar que los códices salvados de los estragos de los sacerdotes deben de ser trabajos de gran belleza.

En sí misma, la escritura azteca era no alfabética; la escritura ideográfica se parecía mucho a la utilizada por los egipcios. Una serie de grafías debían ser leídas juntas para revelar el mensaje o la historia. Algunos objetos estaban representados por una miniatura del objeto, pero la mayor parte de las situaciones requerían algo más complejo: un cielo negro y un ojo cerrado era la noche, una figura envuelta en vendas era un símbolo de la muerte, la vista estaba expresada por un ojo dibujado lejos del observador.

La escritura ideográfica, o pictografía, de la pared situada cerca de la feria mostraba a un guerrero azteca con atuendo de combate tirando de los pelos de otro guerrero perteneciente a otra ciudad: la batalla estaba en pleno apogeo. Un rey o un noble azteca a quien no pude identificar, aunque sabía que cada Venerable Portavoz tenía un símbolo, hablaba. Eso estaba representado por un pequeño rollo de papiro que salía de su boca. Yo también lo había visto dibujado como una lengua en movimiento. Después de que él hubo hablado, los aztecas se marcharon, lo cual se expresaba mediante huellas que se dirigían a un templo situado en la cima de una montaña. El templo ardía, y eso indicaba que la tribu a la que pertenecía ese templo había sido conquistada.

Mientras leía el relato en voz alta en español, que era el lenguaje en el que yo pensaba, me sorprendió advertir otra presencia por el rabillo del ojo. Don Julio se encontraba de pie cerca y me observaba.

—¿Sabes leer el lenguaje de signos de los aztecas?

El orgullo me soltó la lengua:

—Un poco. La inscripción es un alarde… y una advertencia. Probablemente la pusieron aquí los aztecas para impresionar a los mercaderes viajeros de otras tribus y describirles lo que les sucede a las ciudades que no pagan su tributo.

—Excelente. Yo también sé leer esa escritura, pero es un arte que prácticamente ha desaparecido. —Sacudió la cabeza—. Santo Dios, la historia, el conocimiento que se perdió cuando los frailes lo quemaron todo. La biblioteca de Texcoco poseía tesoros literarios reunidos por el gran rey Netzhualcoyotl. Era el equivalente en el Nuevo Mundo de la gran biblioteca de Alejandría. Y fue destruida.

—Mi nombre azteca es Netzhualcoyotl.

—Un nombre honorable, aunque te designa como un coyote hambriento. Tu homónimo no fue sólo un rey, sino un poeta y un compositor de canciones. Pero, al igual que muchos reyes, él también tenía vicios humanos. El deseo imperioso que sentía de poseer a la esposa de uno de sus nobles lo hizo enviarlo a la batalla con la orden secreta impartida a sus capitanes de que se aseguraran de que el hombre acabara muerto.

—Ah, el crimen que el comendador de Ocaña trató de cometer contra Peribáñez.

—¿Conoces la comedia de Lope?

—Bueno… un sacerdote me la contó hace tiempo.

—¿Un sacerdote interesado no sólo en un drama sino en una obra pasional? Tengo que conocer a ese hombre. ¿Cuál es tu nombre español?

—Sancho —dije sin vacilar.

—Sancho, ¿qué sientes tú, como indio, con respecto al hecho de que los españoles hayan venido aquí y la cultura y los monumentos de los indios hayan sido destruidos o abandonados?

Me llamó indio. Eso hizo que me sintiera de nuevo cómodo al hablar con él.

—El dios español era más poderoso que el dios de los aztecas.

—¿Todos los dioses aztecas están ya muertos?

—No, hay muchos dioses aztecas. Algunos fueron subyugados, pero otros sencillamente se ocultaron para esperar a recuperar su fuerza —dije, imitando lo que el Sanador me había explicado.

—¿Y qué harán cuando recuperen su fuerza? ¿Echar a los españoles de Nueva España?

—Ésa será otra gran batalla, como las guerras de las Revelaciones, en las que el fuego, la muerte y la hambruna asola-ron la Tierra.

—¿Quién te ha contado eso?

—Los sacerdotes en la iglesia. Todo el mundo sabe que algún día se librará una gran guerra entre el bien y el mal, y que sólo los buenos sobrevivirán.

Don Julio rió por lo bajo y caminó por entre las ruinas. Yo lo seguí. Sabía que debía evitar estar con los gachupines, pero aquel hombre tenía una profundidad de conocimientos y una sabiduría parecida a la que yo había intuido en el Sanador y en fray Antonio.

Hacía años que no estaba rodeado de personas con el conocimiento de tipo europeo que el fraile poseía. Del mismo modo que el fraile, ese hombre era un erudito. El deseo de lucirme con mis propios conocimientos me hizo hervir de entusiasmo.

—Además de la Biblia —dije—, también se dice que los Caballeros del Jaguar echarán a los españoles de esta tierra.

—¿Dónde oíste eso?

Percibí en su voz una inflexión que de pronto me hizo ser cauteloso. Pero él se limitó a sonreír cuando lo miré con una pregunta en los ojos.

—¿Dónde has oído eso? —volvió a preguntar.

Yo me encogí de hombros.

—No lo recuerdo. En el mercado, supongo. Los indios siempre hablan de esos temas. Pero es algo inocuo.

Don Julio gesticuló hacia las ruinas.

—Deberías sentirte muy orgulloso de tus antepasados.

Mira los monumentos que dejaron. Y hay muchos más como éste y muchos otros que son tan grandes como ciudades.

—Los sacerdotes dicen que no deberíamos sentirnos orgullosos; que nuestros antepasados eran salvajes que sacrificaron a miles de personas e incluso se comieron a algunas. Ellos dicen que deberíamos sentirnos agradecidos de que la Iglesia haya detenido esa blasfemia.

Murmuró unas palabras, como si estuviera de acuerdo con los sacerdotes, pero yo tuve la impresión de que sólo se trataba de esa suerte de respeto que todos le brindan a la Iglesia, aunque estén en desacuerdo con ella.

Por un momento, antes de que él hablara, caminamos por entre las ruinas.

—Los aztecas sí practicaban ritos salvajes, y para eso no hay excusa alguna. Pero, quizá, nos mirarían a nosotros, los europeos, y a nuestras guerras mutuas y contra los infieles, nuestra crueldad y violencia, y nos preguntarían si estábamos dispuestos a arrojar la primera piedra. Pero al margen de la manera en que nosotros juzgamos sus actos, no cabe ninguna duda de que ellos construyeron un civilización poderosa y dejaron atrás monumentos que, como los de los faraones, sobrevivirán a las arenas del tiempo. Ellos sabían más acerca del movimiento de los astros y los planetas de lo que sabemos hoy, y tenían un calendario mucho más exacto que el nuestro.

»Tus antepasados eran maestros constructores. A lo largo de la costa este, habitaba una nación de personas que extraían goma de los árboles por la época en que Cristo nació. Eran los antepasados de los aztecas, los toltecas y otros pueblos indígenas. Dejaron muchos monumentos para la posteridad. Al igual que los aztecas, tallaron de forma intrincada la piedra de sus monumentos. Pero ¿con qué lo hicieron? No tenían herramientas de hierro, ni siquiera de bronce. ¿Cómo grabaron la piedra?

»Al igual que los aztecas, eran pueblos sin carros ni bestias de carga. Sin embargo, transportaron enormes bloques de piedra que pesaban tanto como cientos de hombres; piedras tan pesadas que ningún carro ni grupo de caballos de la cristiandad podría arrastrarlas. Y las transportaron a grandes distancias, subiendo montañas y descendiendo del otro lado, cruzando ríos y lagos, a muchas leguas del origen de esas piedras. ¿Cómo? Pues sin duda ese secreto fue revelado en los miles de libros quemados por los frailes.

—Tal vez había un Arquímedes entre ellos —dije. Fray Antonio me había hablado de los logros de los indios que construían pirámides que violaban los cielos, y los comparó con Arquímedes—. Quizá por aquella época había un hombre que, si hubiese tenido una vara suficientemente larga y un lugar en el que apoyarse, podría haber levantado el mundo. Omnis homo naturaliter scire desiderat.

—Por naturaleza, el hombre tiende a saber más y más —dijo don Julio, traduciendo la frase en latín. Dejó de caminar y me miró fijamente. En su mirada había un destello de humor—. Lees la escritura ideográfica, hablas griego antiguo, citas frases en latín y tienes conocimientos de literatura española. Hablas español sin acento indio. Hace un momento empecé a hablar en náhuatl y tú me respondiste en esa misma lengua sin siquiera pensarlo. Eres más alto y más delgado que la mayoría de los indios. Esas habilidades tuyas me resultan tan misteriosas como la manera en que estos enormes bloques de piedra fueron transportados por encima de las montañas.

Maldije mi estúpido impulso de lucirme con mis conocimientos o, para ser más exacto, los conocimientos de fray Antonio. Lo cierto era que había conseguido que aquel hombre se hiciera preguntas sobre mi persona. ¡Ay de mí! Habían pasado tres años desde los asesinatos y desde que se inició la cacería, y esa visita a la feria había hecho que todo volviera a mi mente.

Huí de aquel hombre llamado don Julio y no miré atrás.