Un par de veces más, a lo largo de nuestros viajes, oí hablar de la búsqueda del lépero que había matado al sacerdote de Veracruz, pero ahora la historia había adquirido los rudimentos de un mito. El lépero no sólo había asesinado a muchos hombres, sino que además era un ladrón de caminos y un violador de mujeres. Ahora que habían pasado un par de años y mi miedo de ser descubierto era menor, las historias de los terribles actos del infame bandido Cristo el Bastardo me resultaban casi divertidas. Pero cuanto más grande era la aldea o cuanto más nos acercábamos a una hacienda, más procuraba yo parecer un indio.
Detrás de esos relatos estaba la verdadera historia del asesinato del único padre que yo había conocido. Como había hecho desde que ocurrió ese maldito hecho, todas las noches, cuando rezaba mis oraciones, juraba solemnemente que me vengaría de su asesino. Al igual que los indios, que para su venganza usaban el mismo instrumento que había utilizado el ase sino, yo le clavaría un cuchillo a aquel hombre y se lo retorcería en las entrañas.