CINCO

Ésa fue mi vida desde que era un bebé y gateaba sobre la tierra hasta que me convertí en un jovencito que corría en esa misma tierra, con la piel ni marrón ni blanca, ni español ni indio, mal recibido en todas partes salvo en la choza de mi madre y en la pequeña iglesia de piedra de fray Antonio.

La choza de mi madre recibía bien asimismo a don Francisco. Él venía todos los sábados por la tarde, mientras su esposa y sus hijas visitaban a la señora de una hacienda cercana.

A mí siempre me mandaban fuera de la choza. Ningún niño de la aldea quería jugar conmigo, así que yo me dedicaba a explorar los márgenes del río, pescaba e inventaba compañeros de juegos imaginarios. Una vez volví a la choza para buscar la lanza para pescar, que había olvidado, y oí ruidos extraños procedentes del rincón oculto por una cortina donde se encontraba el petate de mi madre, donde ella dormía. Espié por entre la cortina de caña y vi a mi madre tumbada de espaldas, desnuda. Don Francisco estaba arrodillado sobre ella, haciendo ruidos húmedos con la boca sobre uno de los pechos de mi madre. Su trasero peludo relucía hacia mí y su garrancha y sus cojones se mecían hacia adelante y hacia atrás como los de un toro a punto de montar una vaca.

Asustado, huí de la choza y corrí hacia el río.

Solía pasar casi todos los días con fray Antonio. En realidad, recibí más amor y afecto del fraile que de Miaha. Si bien Miaha por lo general me trataba con bondad, nunca sentí entre nosotros ese vínculo cálido y apasionado que percibía entre otros chicos y sus madres. En el fondo, siempre sentí que mi sangre mezclada hacía que ella se avergonzara de mí frente a su gente. En una ocasión le expresé este sentimiento mío al fraile, y él me dijo que no era por mi sangre.

—Miaha está orgullosa de que la gente crea que tu padre es don Francisco. Es la vanidad femenina la que le impide demostrarte su amor. Ella miró el río en una ocasión, vio su propio reflejo y se enamoró de él.

Los dos nos echamos a reír al compararla con el vanidoso Narciso. Algunos dicen que él cayó al estanque y se ahogó.

El fraile me enseñó a leer casi tan pronto como aprendí a caminar. La mayoría de los grandes clásicos estaban escritos en latín y griego antiguo, por lo que él me enseñó los dos idiomas. Las lecciones siempre venían con repetidas advertencias: yo no debía decirle a nadie, español o indio, que sabía esas cosas. Las lecciones siempre se impartían en la privacidad de su cuarto. Fray Antonio era un santo con respecto a todo, salvo en lo referente a mi educación. Estaba decidido a convertirme en una persona instruida a pesar de mi sangre mestiza, y cuando yo no entendía algo con la rapidez suficiente, él me amenazaba con apresurar mi aprendizaje con una vara, pero, en realidad, nunca me pegó.

Ese aprendizaje no sólo estaba prohibido para un mestizo; los españoles rara vez eran personas instruidas, a menos que estuvieran destinadas al sacerdocio. El fraile me contó que doña Amelia apenas sabía escribir su nombre.

Lo cierto es que el fraile, arriesgando su propia vida, me había educado «más allá de mis posibilidades», como él mismo dijo. Gracias al fraile y a sus libros conocí otros mundos. Mientras otros muchachos ayudaban a sus padres en el campo en cuanto aprendían a caminar, yo me sentaba en el diminuto cuarto del fraile, ubicado al fondo de la pequeña iglesia, y leía la Odisea de Hornero y la Eneida de Virgilio.

Todos debían trabajar en la hacienda. Si yo hubiera sido indio, me habría reunido con los demás en el campo. Pero el fraile me eligió como su ayudante. Mis recuerdos más antiguos eran de barrer la iglesia con una escoba de varillas, una cabeza más alta que yo, y limpiar el polvo de la pequeña colección de libros encuadernados en cuero y códices de la escritura, clásicos, anales antiguos y libros de medicina.

Además de velar por las almas de todos nosotros en las haciendas de ese valle, el fraile era la fuente principal de asesoramiento médico. Los españoles viajaban desde muy lejos en busca de su atención médica, «por pobre e ignorante que fuera», dijo él con sinceridad. Los indios tenían sus propios chamanes y sus hechiceras para combatir las enfermedades. En nuestra pequeña aldea había una curandera a la que se podía recurrir para que echara una maldición sobre un enemigo o alejara los demonios que causaban las enfermedades.

A una edad temprana comencé a acompañar al fraile como su criado en sus misiones médicas con aquellos que estaban demasiado enfermos para acudir a la iglesia. Al principio yo sólo hacía la limpieza, pero pronto pude estar junto a él para alcanzarle las medicinas y el instrumental médico mientras trabajaba con sus pacientes. Lo observaba mezclar sus elixires y, más adelante, estuve en condiciones de realizar esas mismas mezclas. Aprendí a arreglar huesos rotos, a escarbar en busca de una bala de mosquete, a suturar una herida y a restaurar los humores del cuerpo por medio de sangrías, aunque siempre en calidad de ayudante.

Llegué a dominar estas artes por la época en que me creció pelo debajo de los brazos y entre las piernas. Don Francisco nunca se enteró de mis habilidades hasta que yo casi tenía doce años y cometí la equivocación de revelar lo que había aprendido.

Ese incidente habría de desencadenar una sucesión de acontecimientos que me cambiaron la vida. Como sucedió tantas otras veces, los cambios vinieron a mí no con la tranquilidad de un río perezoso, sino con los estallidos volcánicos de esas montañas que los indios llaman montañas de fuego.

Ocurrió durante el examen de un mayordomo de la hacienda, que se quejaba de un dolor abdominal. Yo no había visto antes a ese español, pero por otros sabía que era el nuevo administrador de la hacienda más grande del valle. Pertenecía a don Eduardo de la Cerda, un hacendado al que tampoco había visto nunca.

Don Eduardo de la Cerda era un gachupín, un portador de espuelas, llamado así porque había nacido en la mismísima España. Don Francisco, aunque con pura sangre española, había nacido en Nueva España. Bajo el rígido código social, don Francisco, con toda su sangre pura y su extensa hacienda propia, era legalmente un criollo, debido a su lugar de nacimiento. Los criollos estaban por debajo de los gachupines en la escala social.

Pero, amigos, para los indios y los de sangre mezclada, no existía ninguna diferencia entre un gachupín y un criollo. Las espuelas de ambos extraían sangre por igual.

Cierto día, el fraile fue llamado a la casa principal para atender al mayordomo, Enrique Gómez, que estaba de visita en casa de don Francisco cuando sufrió una indisposición tras el almuerzo del mediodía. Yo acompañé al fraile como su criado, llevando la bolsa de cuero en la que él guardaba su instrumental médico y algunos frascos con pociones.

Cuando llegamos, el mayordomo yacía en un jergón. Me miró fijamente cuando el fraile lo examinó. Por alguna razón, mis facciones habían atraído su curiosidad. Era casi como si, a pesar de su dolor, me hubiera reconocido. Fue una experiencia inusual para mí. Los españoles nunca se fijaban en los sirvientes, en especial si se trataba de mestizos.

—Nuestro huésped hace muecas de dolor cuando usted le aprieta el estómago —le dijo don Francisco a fray Antonio—. Sin duda se ha distendido un músculo del abdomen, probablemente por acostarse con demasiadas de las doncellas indias de don Eduardo.

—Nunca son demasiadas, don Francisco —repuso el mayordomo—, pero sí tal vez demasiado recias y con las piernas demasiado apretadas. Algunas de las mujeres de su aldea son más difíciles de montar que un jaguar.

Por el aliento del hombre, me di cuenta de que su contenido estomacal bullía por haber comido tantos chiles y especias. Los españoles habían adoptado la cocina india, pero sus estómagos no siempre estaban conformes con eso. Lo que él necesitaba era una poción hecha con leche de cabra y raíz de jalapa para que le limpiara las entrañas.

—Es un dolor de estómago causado por el almuerzo del mediodía —intervine—, no por un músculo.

Por la expresión de furia que apareció en la cara de don Francisco, me di cuenta de mi error. Yo no sólo había refutado su diagnóstico sino que además había insultado la comida que se preparaba en su casa, acusándolo literalmente de envenenar a su invitado.

Fray Antonio quedó boquiabierto.

Don Francisco me soltó un bofetón.

—Sal fuera y aguarda.

Con la cara dolorida, salí y me senté en la tierra para esperar la inevitable paliza.

Pocos minutos después, don Francisco, el mayordomo y fray Antonio salieron también. Me miraron y parecieron discutir entre ellos en voz muy baja. Yo no pude oír lo que decían, pero me di cuenta de que el mayordomo decía algo acerca de mí. Esas palabras parecieron crear desconcierto en don Francisco y consternación en el fraile.

Nunca antes había visto al fraile asustado. Pero ese día, la aprensión le deformaba las facciones.

Finalmente, don Francisco me indicó por señas que me acercara. Yo era alto para mi edad, pero también delgado.

—Mírame, muchacho —dijo el mayordomo.

El hombre me agarró la mandíbula y giró mi cara de un lado al otro como si buscara una marca especial. La piel de su mano era más oscura que la de mi cara, porque muchos españoles pura sangre tenían la piel aceitunada, pero el color de la piel significaba menos que el color de la sangre.

—¿Ve lo que quiero decir? —Dijo, dirigiéndose a don Francisco—. La misma nariz, las mismas orejas… obsérvele el perfil.

—No —repuso el fraile—, yo conozco bien a ese hombre, y el parecido entre él y este muchacho es superficial. Entiendo de estas cosas; debe confiar en mi palabra.

Cualquiera que fuera el significado de las palabras del fraile, por la expresión de don Francisco, era obvio que no le creía.

—Ve para allá —me indicó don Francisco, señalando el poste de un corral.

Yo obedecí y me senté en la tierra mientras los tres hombres mantenían otra conversación animada sin apartar la vista de mí.

Finalmente, los tres volvieron a entrar en la casa. Don Francisco regresó al momento con una cuerda de cuero crudo y un látigo para mulas.

Me ató a un poste y me dio la peor zurra de mi vida.

—Nunca más debes hablar en presencia de un español, a menos que te digan que lo hagas. ¿Acaso has olvidado cuál es tu lugar? Eres un mestizo. Nunca debes olvidar que tienes sangre impura y que los de tu clase son personas perezosas y estúpidas. Tu misión en la vida es servir a la gente de honor y calidad.

Me miró fijamente y después me movió la cara de un lado a otro, como lo había hecho el mayordomo. Y lanzó una imprecación particularmente malévola.

—Veo el parecido —dijo—. La muy perra se acostó con él.

Me hizo a un lado, tomó el látigo y corrió por las lajas hacia la aldea, al otro lado del río.

Los alaridos de mi madre se oyeron en toda la aldea. Más tarde, cuando yo volví a nuestra choza, la encontré acurrucada en un rincón. Tenía sangre en la cara, que le manaba de la boca y la nariz, y uno de los ojos ya se le estaba cerrando por la hinchazón.

—¡Mestizo! —me gritó ella y me golpeó.

Yo retrocedí, asustado. Recibir una paliza de otros ya era suficientemente malo, pero que mi propia madre blasfemara contra mi sangre mezclada me resultó intolerable. Salí corriendo de la choza hacia una roca que colgaba sobre el río. Me senté allí y lloré, más dolido por las palabras de mi madre que por la zurra que me había propinado don Francisco.

Más tarde, el fraile se sentó junto a mí.

—Lo lamento —dijo, y me entregó un trozo de caña de azúcar para que la chupara—. Nunca debes olvidar tu lugar en el mundo. Hoy revelaste conocimientos médicos. Si ellos supieran que lees libros… me estremezco al pensar lo que don Francisco podría haberte hecho.

—¿Por qué don Francisco y el otro hombre me miraron de esa forma tan rara? ¿Qué quiso decir cuando afirmó que mi madre se había acostado con otra persona?

—Cristo, hay cosas que no sabes acerca de tu nacimiento, que nunca podrás saber. Revelártelas equivaldría a ponerte en peligro. —Se negó a contarme nada más, pero me abrazó—. Tu único pecado es haber nacido —dijo.

La medicina del fraile no era la única que se practicaba en la hacienda. Los habitantes de la aldea y sus hechiceros tenían sus propios remedios. Yo conocía las plantas de hoja ancha que había en pocos lugares a lo largo del río y que tenían un poder espiritual de curación para las heridas. Acongojado porque mi madre había recibido un castigo por lo que yo había hecho, arranqué un puñado, las empapé en agua y las llevé a nuestra choza. Una vez allí, se las puse a mi madre sobre las heridas y los golpes.

Ella me lo agradeció.

—Cristo, sé lo difícil que es todo para ti. Algún día te serán reveladas muchas cosas y entonces entenderás por qué fue necesario guardar el secreto.

Eso fue todo lo que dijo.

Más tarde, cuando el fraile seguía con don Francisco y el mayordomo, me escabullí dentro de la habitación del fraile y preparé una mezcla de polvo de sus pociones y se las apliqué después a mi madre en la cara para aliviar el dolor. Yo sabía que la hechicera de la aldea utilizaba una poción de hierbas de la jungla para hacer dormir a las personas, porque creía que los buenos espíritus ingresaban en el cuerpo durante el sueño y luchaban contra la enfermedad. Yo también creía en el poder curativo del sueño, así que fui a verla para obtener esas hierbas e inducir así sueño en mi madre.