CUARENTA Y NUEVE

Abandonamos Teotihuacán, dejamos atrás el sueño y yo volví a ser el criado de un mago itinerante. Pasé un año con el Sanador, y, después, otro. Tras mi experiencia con la poción de la tejedora de flores, seguí aprendiendo el camino de los indios, los dialectos, los matices en su forma de caminar, de hablar y hasta de pensar. Y llegó el día en que el Sanador me dijo el cumplido que yo tanto esperaba:

—Ya no hueles como un hombre blanco —declaró.

Además de conocer la historia de mis antepasados indios, me gané el respeto de ellos. La historia de los aztecas era muy sangrienta pero, además de la guerra, los indios hicieron descubrimientos astrológicos, perfeccionaron el calendario, publicaron innumerables libros en escritura ideográfica parecida a los jeroglíficos del Egipto de los faraones, y realizaron sorprendentes descubrimientos en el terreno de la salud y de la medicina. Se decía que Tenochtitlán era una ciudad limpia y de olor fresco, en la que los residuos eran transportados en embarcaciones para ser usados como fertilizante. Los jardines flotantes que echaron raíces y formaron islas creadas por los hombres y templos más imponentes que ningún otro en la Tierra eran verdaderas obras de ingeniería.

Ciertamente, algunas prácticas de los aztecas no eran precisamente dignas de admiración. Así por ejemplo, el pacto de sangre era cruel y bárbaro. Pero no era más brutal que las prácticas del imperio más grande y respetado de la historia: el Imperio romano. Ni siquiera la gran ceremonia sacrificial azteca, en la que veinte mil personas fueron asesinadas, ensombrece el salvajismo y la crueldad de las arenas romanas. Las arenas no eran sólo lugares donde miles de gladiadores luchaban contra la muerte, sino también donde miles de inocentes cristianos y otros disidentes fueron asesinados por guerreros profesionales o despedazados por animales salvajes… todo para diversión de la multitud.

Los aztecas no eran más odiados por los estados indios a los que ellos les exigían tributos de lo que lo eran los romanos por los pueblos que ellos habían sojuzgado. El fraile me contó que los romanos habían crucificado a diez mil judíos juntos, cuando se rebelaron contra la tiranía de Roma y el pago de tributos a esa ciudad. Ciudades enteras fueron diezmadas.

Incluso en mi época, ¿cuántos miles de personas fueron sacrificadas por algún misterioso pacto de sangre que la Inquisición tenía con Dios? ¿Acaso ser quemado vivo en la hoguera es menos bárbaro que el hecho de que le claven a uno un puñal en el pecho y le arranquen el corazón?

Ayya, no sería yo el primero en arrojar una piedra a mis antepasados aztecas.

Aún había más acerca de la historia de los aztecas, el regreso de Quetzalcóatl y el ataque por parte de dioses montados en grandes animales, pero eso debe esperar para otro momento. Existía una costumbre de mis antepasados indios que me resultó incluso más repugnante que arrancar corazones que todavía latían. Con frecuencia, los sacerdotes aztecas se practicaban un corte en el pene para no poder mantener relaciones con mujeres. Y si, a pesar de ese corte, las tenían, su jugo viril se derramaba en el suelo. Muchos guerreros se cortaban un trozo de piel de la punta del pene y ofrecían esa piel en sacrificio.

¿Pensáis que se trató tan sólo de un sueño? ¿El cuento de Huitzilopochtli y la sangre, que yo haya caminado con los dioses? Es posible, pero de ese «sueño» yo llevo en la piel una marca que me dejaron los dioses: la piel de la punta de mi pene fue cortada. Yo me había sometido al sacrificio de un guerrero azteca.

Del Sanador aprendí muchas más cosas aparte del estilo de vida y las leyendas de los indios. Además de las cuestiones prácticas sobre las plantas y los animales de Nueva España, información que yo podía utilizar si alguna vez me veía obligado a sobrevivir con lo que encontrara en la tierra, su forma de ser serena me enseñó cómo tratar a la gente. Fray Antonio había tenido que enfrentarse a personas con las que disentía, con frecuencia personas dominadas por sus pasiones. El Sanador era un hombre astuto y artero. ¿Acaso no había conseguido sacarle dos reales a un ladrón, a un maestro de la mentira? La manera en que engañó a un ladrón con un simple truco con una víbora me permitió entender cómo la codicia puede hacer caer en la trampa a un criminal. Más adelante, yo usaría ese mismo truco. Él solía llamarlo «la trampa de la víbora».

En una aldea en la que nos habíamos detenido para curar enfermedades de los lugareños, alguien le robó al Sanador una pipa muy preciada, la que alimentaba el estómago de Chac-Mool. Sólo un estúpido le robaría a un hechicero. El Sanador poseía esa pipa desde mucho antes de que yo naciera. Por la serena intensidad de su mirada, me di cuenta de que aquella pérdida lo había perturbado más de lo que sus facciones impasibles revelaban.

Me dijo que, para pescar al ladrón, usaría la trampa de la víbora.

—¿Qué es la trampa de la víbora? —le pregunté.

—Se necesitan dos huevos y un aro. El aro se sujeta perpendicularmente a un trozo de madera. Cerca de la cueva de una víbora, se pone un huevo a cada lado del aro. Cuando la víbora ve el huevo, se traga el primero. Las víboras, como la gente, son codiciosas y, en lugar de robar sólo un huevo, tan pronto el primero baja un poco por su gaznate, se desliza por el aro y se traga el segundo huevo. Y entonces queda atrapada porque no puede avanzar ni retroceder, ya que no podrá deslizarse por el aro hasta que digiera los dos huevos.

—Pero no puedes hacer que un hombre pase por un aro para coger un huevo.

Él gorjeó.

—Por un huevo, no, pero quizá sí para coger tabaco para fumar en la pipa que robó.

El Sanador dejó una bolsa con tabaco en el campamento en donde habían robado la pipa. Y diseminó un poco de polvo rojo de chile debajo de algunas de las hojas de tabaco.

—El ladrón ya ha pasado la cabeza por el aro. Lo hizo cuando se deslizó furtivamente en nuestro campamento para robarme la pipa. Ahora veremos si, en lugar de retroceder y salir del aro, coge el tabaco.

Abandonamos el campamento y nos dirigimos a la choza del cacique, donde se habían reunido los que necesitaban los servicios del Sanador. Al cabo de una hora regresé al campamento con el pretexto de buscar algo allí. El tabaco ya no estaba. Corrí e informé de ello al Sanador.

Acto seguido, el cacique ordenó que cada persona de la aldea saliera a la calle y levantara las manos.

Un hombre tenía polvo rojo en las manos. Encontramos la pipa debajo de su jergón de paja, en su choza.

Dejamos el castigo del ladrón a cargo de los habitantes del lugar. Y yo aprendí otra lección del estilo de vida de los aztecas, cuando el Sanador me explicó en qué consistiría ese castigo.

—Nuestra gente cree que un crimen debe ser castigado con el mismo instrumento con que ese crimen fue cometido. Si un hombre asesina a otro con un cuchillo, el asesino debe ser apuñalado con un cuchillo, a ser posible con el mismo; eso permite que el mal que el asesino le traspasó al cuchillo vuelva al propio asesino.

El robo de tabaco presentaba una elección menos clara del castigo que el asesinato. Me pregunté cuál sería el castigo ideado por el cacique y los ancianos de la aldea.

Se reunieron en círculo, mientras bebían pulque… y, desde luego, fumaban tabaco.

Finalmente llegaron a una conclusión.

Ataron al ladrón a un árbol y le cubrieron la cabeza con una bolsa. A la bolsa se le practicó un pequeño orificio y, uno por uno, todos los hombres de la aldea se acercaron a la bolsa y, con sus pipas encendidas, echaron humo por el orificio.

Al principio, oí que el ladrón tosía. Después, la tos se convirtió en una angustiosa tos seca. Cuando comenzó a sonar como un matraqueo de muerte, me alejé y me dirigí a nuestro campamento.