CUARENTA Y OCHO

Desde lo más alto de un templo observé cómo nacían y morían diversas generaciones y Tenochtitlán se convertía en una ciudad llena de orgullo. Gracias al matrimonio y a la asistencia militar, mi pueblo se había vuelto poderoso, pero todavía estaba rodeado de imperios más grandes. Y aún éramos escoria bajo el talón del imperio atzcapotzalca, del cual todavía éramos vasallos.

El método de cultivo con canastos había incrementado el tamaño de Tenochtitlán hasta convertirla en una gran ciudad. Por medio del matrimonio y otros incentivos, también habíamos ganado algunas tierras a lo largo del lago.

La sociedad guerrera que yo había creado formó la más extraordinaria fuerza de combate del Único Mundo. A pesar de su reducido tamaño, el ejército de los mexicas era más rápido, más resistente, y sus integrantes eran mejores guerreros que los de cualquier otra tribu.

Los dioses nos habían recompensado, y ahora nosotros les recompensábamos a ellos. Para obtener la sangre necesaria para aplacar a los dioses, nuestros guerreros debían luchar continuamente. Y, como no podíamos guerrear con nuestros vecinos, alquilamos a nuestros guerreros como mercenarios.

El nombre de los mexicas ya era temido, como tenía que ser. Nosotros jamás retrocedíamos en el combate; perseguíamos al enemigo hasta que caía derrotado. Cuando nuestros guerreros marchaban más allá del alcance de nuestras provisiones se comían a los prisioneros para alimentar su fuerza.

También yo había aprendido las lecciones del pasado. Cuando Maxtla, un ambicioso príncipe de Atzcapotzalco, se convirtió en rey después de asesinar a su hermano y a otros rivales, enojó a otras tribus al matar a sus jefes y exigirles más tributos. Le dije a nuestro Venerable Portavoz que necesitaríamos aliados para luchar contra ese poderoso imperio.

Y con Texcoco y Tlacopan como nuestros aliados, libramos la guerra contra los atzcapotzalcas.

Maxtla se creía un gran guerrero, pero jamás había luchado a la manera de los mexicas. Cuando descubrió el poder de nuestro ejército, envió a un emisario para negociar la paz. Mi Venerable Portavoz ofreció una fiesta para pactar el fin de la guerra. En el transcurso de la comida, Maxtla preguntó qué clase de carne era la que estaba comiendo.

—Es un guiso de embajador —le contestó mi Venerable Portavoz—. Nos estamos comiendo al hombre que nos envió con su petición de paz.

Las negociaciones de paz resultaron un fracaso.

Los atzcapotzalcas fueron derrotados y Maxtla huyó del campo de batalla, aun cuando sus hombres seguían luchando. Al verlo huir, sus guerreros tiraron las armas y lo imitaron. Mis guerreros mexicas encontraron a Maxtla escondido en un temazcalli, una choza de barro usada para tomar baños de vapor.

Amontonaron leña alrededor de la choza y lo asaron dentro de ella.

Cuando la guerra terminó, nosotros, los mexicas, éramos la tribu más poderosa del Único Mundo. Todavía estábamos en la primavera de nuestro florecimiento, pero las recompensas del imperio comenzaron pronto a volcarse en Tenochtitlán.

Nunca fuimos un pueblo numeroso, y perdimos muchos hombres jóvenes en la guerra. Jamás podríamos haber controlado un gran imperio con un ejército cuantioso, como lo habían hecho los otros antes de nosotros. En cambio, nos desplegamos, conquistamos y controlamos la situación con un reino del terror.

Derrotamos a muchos enemigos armados, aterrorizamos a sus pueblos y después nos retiramos, dejando atrás a un administrador con una pequeña fuerza de guerreros. La tarea del administrador consistía en poco más que recaudar el tributo anual que determinábamos para la región. Los lugareños podían seguir el estilo de vida que quisieran, siempre y cuando pagaran el tributo. Cuando no era así, o nuestro administrador era desobedecido o atacado, nuestro ejército sometía rápidamente a los rebeldes y los castigaba con severidad.

Tenochtitlán se transformó en la ciudad más grande del Único Mundo. No sólo nuestros ejércitos funcionaban a la perfección, sino que también nuestros mercaderes se convirtieron en viajeros que traían de vuelta a la ciudad los lujos más finos que se podían encontrar en cualquier rincón del Único Mundo. Si nuestros comerciantes eran acosados o asesinados, la venganza era rápida y cruel. Cuando las mujeres de otra ciudad insultaban a nuestros mercaderes, levantándose la falda o exhibiendo sus nalgas desnudas, matábamos a sus habitantes y destruíamos la ciudad.

Ayya, habíamos cumplido nuestro destino. Pero nuestra estrategia tuvo tanto éxito que encontramos muy pocos enemigos con quienes luchar. Como dios de la guerra de mi pueblo, yo sabía que eso no era lo mejor para ellos. Necesitábamos una provisión constante de prisioneros para sacrificarlos y poder cumplir así con el pacto que nos había traído comida y prosperidad.

Encontré una solución en las Guerras de las Flores. Se trataba de guerras amistosas libradas con nuestros propios aliados. Sus mejores guerreros se enzarzaban en batalla con los mejores de los nuestros. Eran muy pocos los intentos de matar. En cambio, el objetivo era capturar guerreros para poder sacrificarlos y, después, honrarlos al hacer que sus captores cocinaran y comieran sus restos.

Pero ni siquiera las Guerras de las Flores pudieron satisfacer nuestra necesidad de sangre. Padecíamos una tremenda sequía en la que el dios de la lluvia se negaba a regar nuestros cultivos, y el dios Sol brillaba con tanta fuerza que las plantaciones y los sembrados se secaban y morían. Cuando el Venerable Portavoz vino a meditar a mi templo en busca de guía, le dije que debía verter un río de sangre para aplacar a los dioses. Ellos nos habían dado un imperio y ahora exigían su recompensa.

Era preciso guerrear incluso contra los amigos para obtener los prisioneros necesarios; ese año, se hicieron más de veinte mil sacrificios. Una fila casi interminable de prisioneros ocupaba la totalidad del camino elevado que cruzaba el lago. En el templo, los sacerdotes encargados de extraer los corazones que todavía latían y arrojarlos al cuenco de Chac-Mool estaban empapados en sangre de la cabeza a los pies. Y un río de sangre bajaba por la escalinata del templo.

La totalidad de la nación mexica disfrutó del festín de la carne de los guerreros derrotados.

Los dioses estaban complacidos. Vinieron las lluvias y el sol brilló en el cielo.

Todo iba bien en el pueblo mexica. Habíamos tardado casi veinte generaciones en conseguirlo, pero finalmente habíamos alcanzado la hegemonía sobre el Único Mundo.

Pero siempre existe un dios al que nunca es posible satisfacer. Quetzalcóatl, la Serpiente Emplumada, no quedaría satisfecho solamente con sangre. Cuando abandonó Tula y navegó por el mar Oriental, juró que volvería a reclamar su reino.

Y aunque muchas personas disfrutaron de la opulencia de los señores del Único Mundo, siempre supieron que algún día Quetzalcóatl regresaría.

Y que el reino que él reclamaría era el que ellos poseían.