CUARENTA Y SEIS

Desde el nido donde reposaba mi corazón, en lo alto de un tótem, observé cómo mi pueblo crecía en fortaleza y en número. Después de que habían nacido y habían muerto varias generaciones de mi pueblo, ya no éramos conocidos como un pequeño rebaño de híbridos, sino como una tribu con nombre y todo.

Los mexicas éramos todavía una tribu sin tierra, pero ahora teníamos suficiente fuerza como para obtener mujeres y comida de tribus más débiles. Teníamos fama de pendencieros, crueles, infieles a nuestra palabra; ladrones de mujeres y carnívoros.

Nuestra reputación nos reportó más tributos que nuestras armas, porque seguíamos siendo una tribu pequeña. Ahora éramos cuatro mil fogatas, con cuatro clanes diferentes, y contábamos con mil guerreros. No era un número demasiado grande en una tierra donde había reyes poderosos que podían enviar a luchar a un número cien veces mayor de soldados, pero estábamos creciendo.

Yo, Huitzilopochtli, era llevado en un tótem a la cabecera de la tribu, cuando ésta se trasladaba o cuando sus guerreros entraban en batalla. La Elegida, una sacerdotisa-bruja, llevaba el nido de plumas oculto en un colorido nido de plumas de mayor tamaño. Detrás de ella iban cuatro sacerdotes que transportaban tótems de cada uno de los cuatro clanes. Todos los demás tótems eran inferiores al mío.

Debido a nuestra reputación de feroces guerreros, fuimos invitados a unirnos en la lucha con otros. Las tribus del norte, de las cuales nosotros éramos la más pequeña, habían sido contratadas por el rey tolteca para hacerle la guerra a sus enemigos. Para los toltecas, nosotros éramos unos bárbaros y unos incultos, cuya única virtud era librar sus batallas… y morir por ellos.

En sus días de conquista y expansión, los toltecas eran guerreros poderosos, pero ahora vivían de los cientos de miles de personas que les pagaban tributo o trabajaban como esclavos en sus campos. Se habían vuelto blandos y gordos. En lugar de arriesgar sus vidas, contrataban a los bárbaros del norte para que lucharan por ellos.

La guerra a la que acudimos a pelear fue iniciada por Huemac, Mano Grande, el rey tolteca, porque otra tribu no podía satisfacer su exigencia de que le enviaran una mujer con nalgas de cuatro manos de ancho. La tribu le llevó una mujer, pero Huemac no quedó satisfecho con el tamaño de sus posaderas y les declaró la guerra. Se decía que la tribu tenía los mejores talladores de jade del Único Mundo, y que el trasero de la mujer era una excusa para esclavizar a los talladores y robarles la tierra.

La tierra de los enemigos estaba en Anáhuac, el Corazón mismo del Único Mundo. Nosotros recibiríamos una parte de la tierra después de matar al pueblo que la ocupaba.

Los mexicas marchamos orgullosamente detrás de las tribus más numerosas, comandadas por el rey tolteca, a Tula, donde nos uniríamos con su ejército en la guerra contra los talladores de jade.

Tula no era una ciudad, sino un paraíso en la Tierra. Fue construida después de que los dioses sacaron al pueblo de Teotihuacán. Con esa gran ciudad abandonada por los mortales, Tula se convirtió en la reina de las ciudades del Único Mundo. Aunque su rey gobernaba Anáhuac, el Corazón del Único Mundo, el fabuloso valle que nosotros, los mexicas, todavía no conocíamos, Tula no estaba en el valle. Se encontraba fuera de él, hacia el norte, en el sendero de las tribus que, durante diez generaciones, habían avanzado hacia el sur para escapar de los dioses furiosos que estaban convirtiendo la región del norte en un desierto sin vida.

Los dioses toltecas de Tula eran los más ricos y poderosos del Único Mundo. Erigieron Tula para emular Teotihuacán, pero también poblaron la ciudad con fabulosos palacios, tan majestuosos como los templos y los jardines frondosos que adornaban sus calles.

Se decía que toda la riqueza del Único Mundo iba a parar a Tula. Del tributo pagado por aquellos conquistados o asustados por el poder de las lanzas de Tula provenía una porción de todo lo hecho o cultivado por el otro Pueblo Asentado. Los campesinos vivían en la ciudad, rodeados de más lujo que el sumo sacerdote de nuestra tribu.

Tula era una ciudad tan hermosa que Quetzalcóatl, la Serpiente Emplumada, abandonó Teotihuacán para habitar en ella. Y de Tula partió un día Quetzalcóatl, avergonzado por haber conocido a su hermana, y con la promesa de regresar para reclamar el reino.

La Canción de Quetzalcóatl, recitada incluso por nuestros cuentistas bárbaros, habla de las maravillas de Tula, un paraíso en la Tierra donde el algodón es de colores vivos —rojo y amarillo, verde y azul celeste—, y la tierra es como un cuerno de la abundancia con alimentos y frutas capaces de alimentar a gigantes: mangos y melones del tamaño de la cabeza de un hombre, mazorcas de maíz tan gruesas que un hombre grande no podría rodearlas con los brazos, semillas de cacao tan abundantes que sólo era preciso agacharse y recogerlas del suelo.

A diferencia de los mexicas, que no tenían talento excepto para la guerra, los toltecas de Tula eran la maravilla del Único Mundo: escribas, joyeros, cinceladores, carpinteros, albañiles, alfareros, hiladores, tejedores y mineros.

Ésta es la primera gran ciudad que mi pueblo y yo hemos visto personalmente. Hemos oído hablar de otras ciudades, no tan grandes como Tula, pero fabulosas por derecho propio. Una estaba cerca del mar del Este, allí donde el Pueblo del Sol Naciente había vivido. Los habitantes de ese pueblo eran gigantes de piedra procedentes de las estrellas. Cuando volvieron a las estrellas, dejaron atrás inmensas estatuas de ellos mismos tan grandes como templos.

Ayya ouiya! Nosotros, los mexicas, todavía no habíamos encontrado nuestro lugar bajo el dios del Sol. Yo sabía que era nuestro destino tener algún día una ciudad que haría avergonzar a Tula. Pero, por el momento, cuando vimos Tula por primera vez, creíamos estar mirando el Paraíso de Oriente.

Mientras nuestra tribu marchaba por la gran ciudad, incluso yo, su dios de la guerra, quedé impresionado por los palacios y los grandes templos que honraban a la Serpiente Emplumada y a otros dioses. Nunca habíamos visto nada parecido a la magnificencia de Tula, edificios con muros altos y enjoyados y personas con exuberantes atavíos y alhajas.

Tampoco ellos habían visto nunca a los mexicas.

Mientras nosotros, pobres nómadas del norte, avanzábamos con todas nuestras pertenencias a las espaldas y nuestros hijos pequeños en brazos, la gente de Tula reía a carcajadas. Nos llamaron crueles bárbaros y se burlaron de nuestras pieles de animales.

Lo recordé en otra ocasión.

Después de pasar por la ciudad, el ejército del rey tolteca marchó detrás de nosotros. Era un ejército orgulloso y colorido. Los guerreros comunes llevaban un escudo acolchado de algodón, sandalias de piel de venado y cascos de madera pintados de vivos colores. Pero, ayyo, para los ricos y los nobles, las capas eran de coloridas plumas de aves, el tocado tenía un adorno de oro o plata, sobre el peto de algodón acolchado había láminas de plata. El ejército marchaba con gran disciplina al ritmo de los tambores y el sonido de los caparazones. Sus armas no eran los bastos garrotes que nosotros, los bárbaros, llevábamos, sino delgadas jabalinas y espadas de obsidiana. Pero sólo los bárbaros tenían arcos y flechas; las tribus civilizadas consideraban que esas armas eran demasiado difíciles de usar.

Un ejército orgulloso y colorido. Pero no un ejército aguerrido.

Los toltecas avanzaban en la retaguardia porque nos empujaban a nosotros, los bárbaros, al frente de batalla, donde muchos hombres morían o quedaban heridos. Cuando la lucha llegaba a la retaguardia, los nobles toltecas, que deberían haber conducido a sus propios hombres a la batalla, enviaban primero a sus soldados rasos. Los nobles sólo participaban en la lucha después de que la casi totalidad de los soldados enemigos estaban heridos o cansados.

Mi tótem fue conducido en alto hacia la batalla. Nuestros guerreros, con sus pieles de animales y sus toscas armas, eran los mejores soldados, pero la superioridad numérica del enemigo era evidente y no recibimos ninguna ayuda por parte de nuestros amos toltecas. Hubo una gran matanza de bárbaros, pues oleada tras oleada, nuestros enemigos fueron cayendo sobre nosotros, y otra línea de soldados fue ocupando el lugar de cada línea que diezmábamos. Finalmente, el enemigo comenzó a debilitarse. Y en ese momento, el ejército tolteca, con sus integrantes descansados y bien alimentados, apareció junto a nosotros para completar la derrota.

Ayyo. Mis mexicas permanecieron en el campo de batalla, salpicados con la sangre del enemigo, y observaron cómo los toltecas nos robaban la victoria.

Cuando todo terminó, teníamos unos pocos prisioneros para sacrificar y ninguna mujer capturada para dar a luz nuevos guerreros que reemplazaran a nuestros camaradas caídos en combate.

Los dioses no se sentirían complacidos con nuestro magro sacrificio. Tampoco estarían satisfechos con la ofrenda de los toltecas. Los codiciosos toltecas sólo sacrificaban a unos pocos prisioneros, los heridos que de todos modos morirían. A los soldados rasos los conservaban como esclavos, y a los nobles, para poder cobrar un rescate.

El rey tolteca nos «recompensaba» con mantas de mala calidad, maíz rancio y lanzas dobladas. Antes de la batalla se nos había dicho que obtendríamos una parte de las tierras del valle de Anáhuac que habían sido requisadas al enemigo, pero el rey y sus nobles se apropiaron de toda la tierra fértil, y a nosotros nos dieron la ladera de una montaña, una tierra demasiado rocosa para cultivar en ella suficiente maíz para llenar nuestros estómagos.

El Corazón del Único Mundo era un enorme valle verde con cinco lagos. La tierra era suave y húmeda. El maíz, los fríjoles y las calabazas crecían como si los mismos dioses hubieran plantado allí su semilla. Nosotros, los mexicas, y otros bárbaros observamos ese valle fértil desde nuestras rocas intestadas de serpientes de cascabel. Y también miramos hacia Tula, situada al otro lado del valle.

—Convoca un consejo del Pueblo de los Perros —le ordené a mi sumo sacerdote—. Debemos vengar la traición de los toltecas, porque de lo contrario ellos nos tratarán como a perros apaleados.

Una docena de tribus nómadas habían venido del norte para luchar con el rey tolteca y reclamar su parte del botín. Nos reunimos con ellos y caímos sobre Tula. Allí no había mercenarios alquilados para enfrentarse a nosotros. Los guerreros de Tula se habían vuelto gordos y perezosos. Matamos a muchos, y nos llevamos a muchos otros como prisioneros para inmolarlos en la piedra del sacrificio. Nuestra venganza fue despiadada; asolamos y quemamos la ciudad.

Cuando la horda de bárbaros abandonó Tula, la ciudad ya no existía. Dentro de algunas generaciones, los vientos y las enredaderas la cubrirían y, en un futuro, Tula sólo sería una leyenda.

Cuando llegó el momento de dividir el botín de tierra y los prisioneros, nosotros, los mexicas, descubrimos que nuestros aliados bárbaros no eran más honorables que los toltecas.

Las otras tribus alegaron que nosotros no merecíamos una porción significativa del botín, porque nuestra tribu era pequeña y había contribuido poco a la victoria. Mi tótem había sido llevado al fragor de la batalla y yo sabía que lo que decían de nuestros guerreros no era cierto. Pero yo había previsto la traición.

Cuando el consejo de tribus nos acusó de que habíamos hecho poco para conseguir la victoria, nuestro Venerable Portavoz, que les transmitía mis palabras a los mexicas y a otros, llamó a varios guerreros que transportaban bolsas.

Los guerreros se acercaron y volcaron el contenido de las bolsas sobre la tierra, frente a los demás miembros del consejo.

—Esto es una prueba de nuestra contribución a la victoria.

Sabiendo que habría traición, le había dicho al Venerable Portavoz que ordenara cortar una oreja de cada enemigo que mataban y cada prisionero que capturaban.

En el suelo había dos mil orejas sanguinolentas.