La puerta que la poción preparada por la tejedora de flores abrió en mi mente me llevó a un lugar y a un tiempo distante. A la época en que yo era el líder de los aztecas.
Mientras permanecía acostado, agonizando, vi el camino que mi pueblo llamado mexica debía seguir.
Yo soy Huitzilopochtli y el pueblo llamado mexica es mi tribu.
Llegamos desde el norte, donde la tierra era caliente y seca y el viento nos llenaba la boca de polvo. Allí la comida era escasa, y nos dirigimos al sur porque habíamos oído hablar de valles verdes tan llenos de maíz que los brazos de un hombre no lograban rodear una sola mazorca. En el norte, debíamos luchar a brazo partido con la tierra para cultivar un maíz tan esmirriado que ni siquiera servía para nutrir a una cucaracha. Hace muchos años, el dios de la lluvia se negó a regar nuestras tierras, y nuestro pueblo sufrió hambre hasta que encontró el camino del cazador. Ahora cazamos con arcos animales que no logran esquivar nuestras flechas.
Nosotros, los mexicas, somos una tribu pequeña de apenas doscientas fogatas para cocinar. Como no tenemos una tierra que nos alimente, peregrinamos en busca de un hogar, al sur de campos verdes y generosos, y establecemos contacto con los pueblos que ya están asentados allí. Toda la tierra buena ya es propiedad de alguien, y nuestra tribu no es suficientemente grande como para obligar a otras a abandonar sus campos.
Nos movemos constantemente en busca de refugio. No tenemos bestias de carga, salvo nosotros. Todo lo que poseemos lo llevamos a la espalda. Antes de la primera luz ya estamos levantados y caminamos hasta que el dios Sol ha caído. Cada hombre debe salir con su arco, sus flechas y su cuchillo y matar animales para la única comida que hacemos. Nuestros hijos mueren de hambre en brazos de sus madres. Nuestros guerreros están tan débiles por el hambre y el cansancio que un hombre solo no puede llevar de vuelta a un venado, si los dioses le son favorables y logra matar a uno.
En todos los lugares adonde vamos encontramos odio hacia nosotros. Necesitamos tener un lugar con sol y agua, pero hay gente en nuestro camino y nos obliga a marcharnos, cuando encontramos un sitio donde poder descansar y cultivar maíz.
Los Pueblos Asentados nos llaman chichimecas, el Pueblo de los Perros, se burlan de nuestro comportamiento y nos califican de bárbaros porque usamos pieles de animales en lugar de algodón, cazamos en lugar de cultivar la tierra, comemos carne cruda en vez de cocinarla sobre el fuego. Ellos no entienden que lo que hacemos es fruto de nuestra necesidad de supervivencia. La sangre nos da fuerza.
El norte es un lugar para los muertos, el lugar sombrío temido por los del sur, y ellos nos temen por considerarnos bárbaros hambrientos que proceden precisamente de allí. Alegan que tratamos de quitarles la tierra, que somos ladrones de esposas y nos apoderamos de sus mujeres cuando ellas lavan la ropa en las márgenes del río y nos las llevamos como si fueran nuestras. Ayya, somos una tribu perdida. Son tantos los que murieron por enfermedades, hambre y guerra, que debemos engrosar nuestras filas. Las mujeres sanas de los Pueblos Asentados pueden damos hijos capaces de sobrevivir hasta que encontremos nuestro hogar.
Solamente pedimos un lugar con sol y agua para poder cultivar nuestro alimento. No somos tontos. No buscamos el Cielo del Este. Se dice que en el sur hay montañas que a veces rugen y llenan el cielo y la tierra de humo y de fuego; ríos de agua que caen de los cielos y bajan por las montañas para destruir todo a su paso, dioses que sacuden la tierra y abren grietas en el suelo que devoran aldeas enteras, y vientos que aúllan con la ferocidad de los lobos. Pero que es también una tierra donde los alimentos crecen con facilidad, donde abundan los peces, las aves de corral y los ciervos, un lugar donde es posible sobrevivir y prosperar.
Para nosotros, todo tiene vida: las rocas, el viento, los volcanes, la propia tierra. Todo está controlado por espíritus y dioses. Vivimos temiendo la furia de los dioses y tratando de apaciguarlos. Ellos nos han expulsado del norte. Algunos dicen que es Mictlantecuhtlí quien lo hace, porque necesita nuestras tierras del norte, ya que el Lugar Oscuro está ya repleto de muertos. Pero yo creo que hemos hecho algo para ofender a los dioses. Somos un pueblo pobre y les ofrecemos pocos sacrificios.
Estoy allí, tendido, agonizando.
Nos expulsaron de una aldea de los Pueblos Asentados porque creían que queríamos quitarles sus mujeres y su comida. Una de sus lanzas encontró mi pecho en la batalla.
Huyendo de sus guerreros, que estaban mucho más sanos que nosotros y nos superaban en número, subimos a la ladera de una colina, donde les resultaría difícil atacarnos. Yo soy el sumo sacerdote, el mago, el rey y el más grande guerrero de la tribu. Sin mí, la tribu no sobrevivirá. Y, aunque estoy tendido y agonizo, alcanzo a oír que, allá abajo, los vencedores sacrifican a los prisioneros mexicas que han capturado. Los guerreros inmolados y los que cayeron en el campo de batalla irán al Cielo del Este, una tierra repleta de la miel de la vida, así que mi preocupación son los supervivientes.
Aunque nuestros enemigos nos superan, y mucho, en número, no pudieron destruirnos del todo, porque nosotros tenemos dos cosas que a ellos les faltan: flechas y desesperación. Para ellos, el arco y la flecha eran nuevos. Ellos lucharon sólo con lanzas y espadas con filo de obsidiana. Con suficiente comida y más guerreros, nosotros seríamos invencibles.
El Pueblo Asentado que, allí abajo, celebraba su victoria estaba en lo cierto. Nosotros queríamos apoderarnos de sus campos de maíz maduro y de sus hermosas mujeres. Necesitamos la comida para nutrirnos y las mujeres para que nos den hijos. Hemos perdido muchos guerreros y necesitamos reabastecernos.
Mientras yo, Huitzilopochtli, jefe y sacerdote de mi tribu, estaba tendido y agonizando, rodeado de sacerdotes y jefes de menor rango, vi cómo un colibrí chupaba el néctar de una flor. Y ese colibrí me miró y me dijo:
—Huitzilopochtli, tu tribu sufre porque ha ofendido a los dioses. Tú pides comida, refugio y victoria sobre tus enemigos, pero no ofreces nada a cambio. También los dioses necesitan comida, y su alimento es el néctar del hombre. Los Pueblos Asentados están usando la sangre de los mexicas para ganar el favor de los dioses. Si quieres que tu pueblo sobreviva, debes ofrecernos sangre.
Nosotros, los del norte, ignorábamos las necesidades de los dioses. No sabíamos que exigían sangre para conceder sus favores. No sabíamos cuál era el pacto entre el hombre y dios:
Alimenta al dios Sol con sangre y esa sangre brillará en la tierra.
Alimenta al dios de la Lluvia con sangre y esa sangre regará los cultivos.
Supe entonces cuál era el destino de mi pueblo y también el mío. Mi misión sería sacar a mi pueblo de la tierra yerma y conducirlo a su destino, a pesar de mis heridas mortales. El sumo sacerdote Tenoch, en su lecho de muerte, profetizó que nuestro destino se haría realidad en un lugar donde el águila luchaba con una serpiente encima de un nopal. Hasta que encontráramos ese lugar, seríamos nómadas.
Les hice señas a los sacerdotes y a los jefes de que acercaran la cabeza para que yo pudiera instruirlos.
—Debemos regresar y atacar al Pueblo Asentado. En la oscuridad, antes del amanecer, cuando estén borrachos y exhaustos por la celebración, caeremos sobre ellos y nos vengaremos.
—No tenemos fuerzas suficientes —dijo un jefe.
—Los sorprenderemos. Nuestra desesperación será nuestra fuerza. Debemos atacar y coger prisioneros. Hemos ofendido a los dioses porque no les hemos ofrecido sangre. Para poder ser fuertes debemos capturar muchos prisioneros y sacrificarlos. Sólo entonces los dioses nos recompensarán.
Yo no les permitiría vacilar. Si luchábamos, tendríamos una oportunidad.
—Debemos hacer un ofrecimiento a los dioses esta misma noche para asegurarnos la victoria de mañana. Hoy cogeremos dos prisioneros, una mujer y su bebé. Sacrificadlos. Arrancadles el corazón cuando todavía esté latente. Y dejad que su sangre empape la tierra como tributo a los dioses. Después, cortad sus cuerpos en trozos. Cada uno de nuestros guerreros más fuertes probará esa carne.
Les dije que mi cuerpo se moría pero que yo seguiría con ellos, porque mi espíritu no moriría, sino que pasaría por una transfiguración para poder convertirse en un dios.
—Los dioses me han revelado el verdadero significado de mi nombre. Huitzilopochtli quiere decir Mago Colibrí. En el futuro, os hablaré con la voz de un colibrí.
Los mexicas no tenían un dios tribal. Yo sería ese dios, un vengativo dios de la guerra y el sacrificio.
—El corazón está allí donde mora el espíritu —le dije al sacerdote, mi hijo, que usaría el tocado de sumo sacerdote cuando yo muriera—, y se da a conocer por sus latidos rítmicos. Ahora, antes de que Mictlantecuhtli me tome y me lleve al Lugar Oscuro, coge tu cuchillo de obsidiana y ábreme el pecho. Arráncame el corazón y ofrece mi sangre y mi carne a nuestros guerreros.
Y pasé a darle instrucciones, tal como el colibrí lo había hecho conmigo: que mi corazón debía ser colocado en un nido hecho de plumas de colibrí, que mi espíritu moraría en ese nido de plumas, y que no se debía tomar ninguna decisión importante para la tribu sin consultarme antes.
—Yo le hablaré al sumo sacerdote y, a través de él, al resto de la tribu.
Esa noche, con mi corazón transportado en lo alto de un tótem, mis guerreros lucharon con el Pueblo Asentado y capturaron a muchos prisioneros para ofrecerlos en sacrificio a los dioses, y a mujeres para que nos dieran hijos.
Nos replegamos a la cima de nuestra colina y les extrajimos los corazones a los guerreros. Alimentamos a los dioses con su sangre y yo le di a mi pueblo otra orden, que le confié a mi hijo, el sumo sacerdote:
—La sangre pertenece a los dioses, pero la carne de los guerreros pertenece a los hombres de la tribu que los capturaron. Preparad una fiesta para celebrar la victoria y la muerte de los guerreros y alimentad a vuestras familias y a vuestros amigos con su carne.
Así se inició el pacto de sangre entre los mexicas y los dioses. A cambio de esa sangre, los dioses nos ofrecieron victoria y alimento para nutrir nuestros cuerpos.
Sólo había una manera de obtener mucha sangre…
La guerra.