Junto con el aprendizaje del estilo de vida azteca, lentamente fui empapándome de los métodos del Sanador: no sólo en lo relativo al arte de curar heridas y enfermedades sino, mucho más importante para mí, en la técnica de extraer una víbora «Malévola» de la cabeza de una persona. Yo no soportaba meterme en la boca una de las víboras del Sanador cuando hacía el truco, así que practicaba con una ramita.
Pronto tuve ocasión de poner en práctica mi «magia» de la manera más deliciosa.
El Sanador se había ido a meditar con los pájaros y yo estaba en la choza que nos había proporcionado el cacique de la aldea. Aburrido y con mucho tiempo libre —una combinación peligrosa para cualquier joven—, me había puesto la colorida manta de plumas del Sanador y un tocado que me cubría casi toda la cara. Estaba practicando el truco de la víbora cuando el cacique local entró en la choza.
—Gran Hechicero —dijo—, estuve esperando tu llegada.
Tengo problemas con mi nueva esposa. Es muy joven y a este anciano le resulta muy difícil tratar con ella.
El fraile siempre decía que yo tenía un diablo en mi interior. Al oír esas palabras de labios del anciano, ese diablo que moraba en mí se despertó y tomó el control de la situación. No pude resistir la tentación de tratar de averiguar exactamente cuáles eran los problemas que el anciano tenía con su joven esposa.
—Necesito que vengas ahora a mi choza y la examines. Algún espíritu maligno ha entrado en su tipili y mi tepuli no logra penetrarla.
Bueno, yo había visto al Sanador tratar problemas sexuales muchas veces. Sería tarea fácil para mí. Murmurando alguna tontería y con un gesto de la mano, lo obligué a salir de la choza. Cuando él hubo salido, cogí una de las víboras favoritas del Sanador. La sola idea de utilizar una víbora me resultaba repulsiva, pero él esperaría que lo hiciera.
La vivienda del cacique era la más grande de la aldea. Si bien la mayoría de las chozas del poblado tenían una o dos habitaciones, la de él tenía cuatro.
Ayya. La esposa del anciano me sorprendió gratamente: era una mujer joven y muy bonita, apenas mayor que yo. Estaba a punto para el ahuilnema, aunque el que tratara de penetrarla fuera un viejo pene.
El cacique me explicó el problema.
—Está demasiado cerrada. Yo no logro introducir mi tepuli. Mi tepuli es muy duro —me aseguró, e hinchó el pecho con orgullo—, ése no es el problema. Y ella no es demasiado pequeña. Puedo abrirle el tipili con la mano y meterle tres dedos. Pero cuando intento hacer lo mismo con mi tepuli, la abertura no es suficiente.
—Son los aires —me dijo la mujer, utilizando el término español—. Yo estaba lavando ropa en la margen del río y aspiré un espíritu maligno. Cuando mi marido trata de meterme su tepuli, no entra, ni siquiera si yo trato de ayudarlo con la mano, porque el espíritu me cierra el tipili.
Con voz apagada, farfullé algunas incoherencias.
Ella habló con voz impasible, pero en sus ojos había mucha vida. Y esos ojos examinaban con mucha atención la escasa parte de mi cara que se veía por las aberturas del tocado del Sanador. Sin duda lo que ella quería era saber mi edad, algo que los ojos de su marido en ningún momento lograron.
Oí que otros hombres hablaban fuera; eran los ancianos de la aldea, que se congregaban para observar la magia. Le pedí al cacique que saliera y les dijera que no les estaba permitido entrar, y musité las instrucciones de modo que ni yo mismo entendí las palabras que empleé.
Sin él en la habitación, me dirigí a la muchacha.
—¿Por qué no tienes ahuilnema con tu marido? —le pregunté con voz normal—. Y no me digas que es por culpa de espíritus malignos.
—¿Qué clase de sanador eres tú? Siempre son hombres viejos.
—Soy de una nueva clase. Tengo conocimientos no sólo de la medicina de los indios, sino también de la de los españoles. Dime por qué no permites que tu marido tenga ahuilnema contigo.
Ella tosió.
—Cuando me casé, me prometió que recibiría muchos regalos. Es el hombre más rico de la zona, pero no me da ningún regalo. Cada vez que me entrega un pollo para que lo desplume y se lo cocine, él cree que es un regalo.
Una auténtica mujer. El demonio desaparecería si ella recibía lo que deseaba. Pero ¡ay de mí!, yo me había presentado como el Sanador y el cacique estaba familiarizado con sus procedimientos. Ni ella ni los ancianos de la aldea quedarían satisfechos a menos que yo le extrajera una víbora a la muchacha. La pequeña víbora verde y resbalosa se movía en mi bolsillo. Cuando la toqué, tuve la seguridad de que también habría mierda en mi bolsillo. No existía ninguna posibilidad de que yo me metiera esa porquería en la boca.
Obedeciendo mis instrucciones, el cacique entró solo.
—Los ancianos de la aldea desean ver cómo extraes ese espíritu maligno.
Puse uno de los talismanes del Sanador frente a mis labios y le hablé con la voz ronca que simulaba tener.
—Los ancianos no pueden entrar. El espíritu maligno debe ser extraído de tu esposa.
—Sí, sí, ellos quieren…
—De su tipili.
—¡Aaaah! —Él jadeó, tuvo arcadas y comenzó a toser. Por un momento pensé que iba a caerse muerto allí mismo. Su salud era muy importante para mí. Si moría, probablemente yo no saldría con vida de la aldea.
Sentí un gran alivio cuando él empezó a respirar bien de nuevo.
—El demonio se aloja en su tipili, y yo debo extraerlo de allí. Soy médico, por lo que es correcto y respetuoso que yo realice esa tarea. Por supuesto, si tú no deseas tener nunca ahuilnema con tu esposa…
—No sé, no sé —dijo—, tal vez si lo intento de nuevo…
—Ayya! Si lo haces, ¡el demonio se meterá en tu tepuli!
—¡No!
—Sí. Hasta que el demonio sea extraído, ella no puede compartir el lecho contigo. Ni siquiera cocinar para ti. Podría meterse en tu boca a través de la comida.
—Ayya ouiya! Tengo que comer. Sácaselo.
—Tú puedes quedarte —dije—, pero debes darte la vuelta y mirar la pared.
—¿Mirar la pared? ¿Por qué tengo que…?
—Porque el demonio buscará otro orificio por el cual entrar cuando yo lo haya sacado. Puede meterse en tu boca, en tu nariz, en tu… —dije y me palmeé el trasero.
El cacique gruñó.
—También debes repetir todo el rato el canto que te indicaré. Es la única manera de evitar que el demonio te persiga. Repite estas palabras una y otra vez: «Rosa rosa est esto, rosa rosa est esto».
Me volví para examinar a su esposa mientras él me daba la espalda y, literalmente, repetía sin cesar eso de «una rosa es una rosa es una rosa».
Le pedí a la joven esposa que se acostara sobre una manta y se quitara la falda. Debajo no llevaba nada. Podría decirse que todas mis experiencias con las mujeres las había tenido a oscuras, pero las dos jovencitas del río me habían instruido bien acerca de los tesoros que es posible encontrar en el cuerpo de una hembra.
Puse mi mano sobre el montecillo de vello oscuro y lentamente fui moviéndola hasta que quedó entre sus piernas. Cuando mi mano siguió bajando, las piernas de ella se abrieron. En seguida me excité y mi pene comenzó a pulsar enloquecidamente. Su tipili se abrió como un botón de oro al sol cuando mi mano se lo tocó. Dejé que mis dedos entraran y rodearan esa abertura mojada y cálida. Encontré entonces su «teta de bruja» y empecé a acariciársela con suavidad.
Ella comenzó a fluir con el movimiento de mi mano, y sus caderas ascendían y bajaban. Ayya! El único demonio que había en el tipili de aquella joven era el descuido de que era objeto por tener que acostarse con un viejo.
Oí que el cacique comenzaba a flaquear en su recitación.
—Debes mantener alejados a los espíritus. Sigue cantando.
Él retomó en seguida su letanía.
Miré entonces a la joven. Ella me miraba con ojos que me dijeron que le gustaba muchísimo lo que yo le hacía. Me incliné para meter la «teta de bruja» en mi boca, pero ella me detuvo.
—Quiero tu pene —me susurró, utilizando la palabra española. Sus ojos eran tan voluptuosos y sensuales como su tipili mojado e hirviente. Tal vez no estaba abierta para el viejo cacique, pero tuve la sensación de que más de un muchachito de la aldea había disfrutado de sus favores.
Lo cierto es que, si bien yo era un contador de historias —sí, también un mentiroso, si insistís—, reconozco sinceramente que había tenido poca experiencia previa en hacer lo que los indios llamaban ahuilnema. La gran oportunidad que tuve en la feria se frustró cuando mi garrancha se excitó demasiado de prisa. Ahora, a pesar de que corría el peligro de ser pillado in fraganti —y no solamente desollado, sino probablemente desollado y asado con lentitud—, mi pene pulsaba salvajemente y me decía que deseaba explorar nuevos estímulos, más allá de lo que había experimentado con mi propia mano.
La mano de ella se dirigió a mis pantalones y desató la cuerda que los sostenía. Me los bajó, cogió mi pene con la mano y lo llevó hacia su tipili.
La pulsación era tan feroz que creí que mi pene iba a explotar.
Comencé a montarla y… y… ¡mierda!
El jugo que Flor Serpiente necesitaba para su poción de amor salió disparado de mi pene. Por un momento tuve una serie de convulsiones. El jugo saltó hacia afuera y fue a parar sobre el estómago de la joven.
Ella miró su estómago violado y, luego, mis ojos. Susurró algo en náhuatl. Yo no reconocí la palabra, pero su significado era evidente.
Avergonzado, me aparté de ella y me subí los pantalones.
—Rosas rosas rosas… ¿puedo parar ya? —preguntó el cacique, agotado.
Yo extraje la viscosa víbora de mi bolsillo y le dije que se diera media vuelta.
—El demonio se ha ido —anuncié, y arrojé la víbora al fuego—, pero hay otro problema. El demonio entró en tu esposa porque ella estaba débil por no ser feliz. Cuando se siente feliz, el demonio no puede penetrarla. Cada vez que desees tener ahuilnema con tu esposa, debes darle un real de plata. Si lo haces, el demonio no volverá.
El cacique se apretó el corazón con la mano y en la cara de la muchacha se dibujó una gran sonrisa cuando yo salía de la choza.
Volví rápidamente a la choza donde nos alojábamos para quitarme el tocado y la capa antes de que volviera el Sanador.
Fray Antonio me había dicho que un gran rey llamado Salomón había tenido la sabiduría de ordenar que un bebé fuera partido en dos con el fin de determinar cuál de las dos mujeres que alegaban ser su madre era la verdadera. Sentí que mi solución al problema del cacique y su esposa había tenido la misma clase de sabiduría que la de ese rey del antiguo Israel.
Pero ¡ay de mí!, mi actuación como amante había sido un fracaso. Había perdido el honor. Sí, amigos, el honor. Aprendía el estilo de vida de los aztecas, pero era todavía un español. Al menos, la mitad de un español; y una vez más mi pene me había avergonzado.
Utilizando la lógica de Platón, determiné que el problema radicaba en mi inexperiencia. Sabía, por mis días en las calles, que los jovencitos entrenan su pene. Yo debía practicar más con mi mano para asegurarme de que mi garrancha estuviera lista la próxima vez que se presentara la oportunidad.