Cuando desperté por la mañana, el Sanador ya no estaba en su manta. Fui al arroyo a lavarme y lo vi en un pequeño claro entre los árboles. Estaba rodeado de aves, una de las cuales estaba posada en su hombro y comía de su mano.
Más tarde, cuando nos dirigíamos a la siguiente aldea, él me dijo que había recibido conocimientos acerca de mi persona.
—Moriste una vez —me dijo—, y volverás a morir antes de que sepas tu nombre.
Yo no tenía ni idea de cuál era el significado de esa profecía, y él no quiso decirme más.
El Sanador comenzó a guiarme en el aprendizaje de la forma de vida de los aztecas mientras viajábamos de una aldea a otra.
La forma de vida de los aztecas significaba honrar la propia familia, el clan, la tribu y los dioses. A los pequeños se los instruía con severidad desde el nacimiento, con respecto a la forma en que debían actuar, vivir y tratar a los demás.
El cordón umbilical de una criatura del sexo masculino era entregado a un guerrero, quien lo enterraba en un campo de batalla, y eso aseguraba que, al crecer, el muchacho sería un fuerte guerrero. El cordón umbilical de un bebé del sexo femenino era enterrado debajo de la casa, para mantenerla siempre cerca de su hogar.
—Cuando nace una criatura azteca, el padre llama a un adivino para que lea el camino de esa criatura en la vida —me explicó el Sanador—. El signo del día en que nace la afectará durante toda la vida. Hay buenos signos que conllevan felicidad, salud y hasta dinero, y malos signos que traen fracaso y enfermedad.
—¿Cómo se determinan esos caminos?
—Es preciso consultar el Tonalámatl, o Libro del destino, que determina los días buenos y los malos. Hay que indagar los signos del día y la semana del nacimiento, y otros eventos que lo rodearon. Un signo de nacimiento favorable trae recompensas en la vida… pero sólo si se lleva esa existencia de acuerdo con el signo. Una vida mala hará que un signo de nacimiento bueno se vuelva malo.
Me hizo preguntas acerca del día y la hora de mi nacimiento. Al menos eso lo sabía, junto con el hecho de que el fraile había insinuado que acontecimientos ominosos rodeaban mi nacimiento. Por lo oído en la calle, también sabía algo acerca de días buenos y días malos. Los días del calendario azteca estaban numerados y tenían nombres. Uno cocodrilo, que significaba la primera vez que en el calendario aparecía un día cocodrilo, era considerado un día fortuito para nacer. Cinco Cóatl, serpiente, era un día malo. Yo sólo estaba familiarizado con el carácter de unos pocos signos acerca de los cuales había oído hablar a la gente de la calle, pero sabía que existían días llamados ciervo, conejo, agua, viento y otras cosas.
El Sanador desapareció en la selva durante dos horas. A su regreso, comimos lo que yo había preparado sobre nuestra fogata de campamento. Durante su ausencia, yo había predicho el futuro de una india embarazada que había tenido dos hijas y estaba desesperada por tener un varón. Después de examinar las cenizas del fuego en que ella había preparado la comida y de murmurar algunas palabras en latín a una bandada de pájaros, le dije que sin duda tendría un hijo varón. La mujer, agradecida, me regaló un pato que yo asé para nuestra comida.
No me animé a confesarle al Sanador que yo estaba adivinando el futuro de la gente.
Lo escuché mientras atacaba el pato con gran entusiasmo.
Él habló en tono solemne:
—Cada uno de nosotros tiene su destino decidido por los dioses. Para algunos hay signos claros de buena fortuna, mientras que a otros les espera el dolor y la desdicha. —Sacudió la cabeza—. Tú entras en la categoría del Destino Sombrío, el destino que los dioses han dejado incompleto. Tu día es el Cuatro y tu signo, Ollin, el movimiento. Los dioses no determinan el destino de los nacidos bajo este signo, porque el movimiento es variable y cambia de dirección constantemente. Está bajo el control de Xolotl, el mellizo malévolo de la Serpiente Emplumada. En ciertas épocas del año se ve el lado oscuro de Xolotl brillando en el cielo nocturno, mientras que el lado claro de la estrella brilla por la mañana.
Por la descripción supuse que Xolotl era el lucero de la tarde, la manifestación nocturna de Venus, lo opuesto al lucero del alba. Xolotl, un monstruo con cabeza de perro, era otro personaje muy representado en las mascaradas.
—Se dice que los que nacen bajo el signo del movimiento cambian frecuentemente su camino en la vida y a menudo se convierten en pillos o en cuentistas.
Eso sí llamó mi atención.
—Precisamente porque son tan fluidos pueden cambiar de forma. El lado más oscuro de los nacidos en el signo del movimiento se debe a que cambian de aspecto y pueden adoptar diferentes formas, incluso formas de animales.
—¿Por qué se lo considera el lado oscuro? —pregunté.
—Porque hay personas malvadas que hacen mucho daño bajo el disfraz de animales o en forma de otra persona.
El Sanador también me dijo que yo necesitaba un nombre azteca.
Me saqué de la boca los huesos del pato que estaba royendo y me limpié la grasa que tenía en la barbilla.
—¿Cuál debería ser mi nombre azteca?
—Nezahualcóyotl.
Reconocí el nombre. Junto a Moctezuma, era el más famoso rey indio. Corrían muchas historias sobre Nezahualcóyotl, el rey de Texcoco. Era famoso por sus poemas y su sabiduría. Pero, por el brillo divertido que vi en los ojos del Sanador cuando me concedió ese nombre, comprendí que yo no estaba siendo honrado por mi sabiduría ni por mi talento literario.
El nombre significaba «Coyote Hambriento».
A lo largo del camino, el Sanador me mostró las plantas, los árboles y los arbustos que eran útiles en el arte de curar, así como los caminos de la selva y de la jungla, y los animales y las personas que los habitan.
—Antes de la llegada de los españoles, los oradores reverendos, como nosotros llamábamos a nuestros emperadores aztecas, no sólo tenían un gran zoológico de animales y de serpientes, sino también vastos jardines en los que crecían miles de plantas que eran utilizadas por los sanadores. La potencia y los poderes curativos de la planta se determinaban empleándolos con criminales y prisioneros que iban a ser sacrificados.
Los grandes jardines y los libros médicos sufrieron la misma suerte que la mayor parte del conocimiento azteca: los sacerdotes que siguieron a los conquistadores los destruyeron. ¿Qué había dicho el fraile acerca de la ignorancia? Que temían aquello que no entendían y lo destruían.
El Sanador me mostró las plantas que se usaban para curar heridas y úlceras, para las ampollas de las quemaduras, para reducir la hinchazón, curar las enfermedades de la piel y los problemas de ojos, bajar la fiebre, serenar el estómago, calmar el corazón cuando está demasiado activo y estimularlo cuando está demasiado quieto. La jalapa se usaba para mover el intestino; una planta llamada «orina de tigre», para facilitar la micción.
Los médicos aztecas cosían las heridas con cabello humano. Ponían los huesos rotos en su lugar con trozos de madera y colocaban goma del ocozotl con resina y plumas sobre la madera.
Ni siquiera los peces eran ajenos a la influencia de las hierbas aztecas. Los indios solían moler una planta llamada barbasco y luego la arrojaban a los ríos y a los lagos. Esa hierba atontaba a los peces y los obligaba a salir a la superficie, donde los indios los pescaban.
A los muchachos se les enseñaba que debían mantener los dientes limpios para evitar las caries; para lavarlos se utilizaba sal y carbón en polvo, aplicado con un instrumento de madera.
Vi un ejemplo sorprendente de los remedios aztecas para los dientes en una aldea, en la que otro sanador viajero se detuvo al mismo tiempo que nosotros. Su especialidad era extraer los dientes que dolían… de manera indolora. Aplicaba a los dientes una sustancia que instantáneamente los adormecía. Y, horas después, el diente en cuestión se caía.
Le pregunté al Sanador qué había empleado para obtener un resultado tan sorprendente.
—El veneno de una serpiente de cascabel —respondió.
El Sanador me dijo que no todos los productos que se obtenían de las plantas servían para curar. La veintiunilla, por ejemplo, causaba la muerte en exactamente veintiún días. Las personas a las que se les administraba la planta desarrollaban una sed insaciable por bebidas fuertes como el pulque y el vino de cactus, y las bebían hasta morir.
—Algunas malvadas rameras aztecas hacían que los hombres bebieran macacotal, una infusión hecha de una serpiente. Ayyo, esos hombres participaban de ahuilnema con seis o siete mujeres, una tras otra, y momentos después están listos para ahuilnema con más mujeres. Eso seguía y seguía, y el hombre no podía controlar su urgencia y les daba todo lo que tenía a las prostitutas, hasta que la vida lo abandonaba y la carne le colgaba de los huesos.
Tener fuerzas para satisfacer a tantas mujeres. ¡Muy macho! Qué manera de morir, ¿no os parece, amigos?
Otro afrodisíaco indio era «la rosa de las brujas». Las curanderas empleaban palabras mágicas para hacer que las rosas se abrieran antes de que llegara su estación. Después, esas rosas eran vendidas a hombres con una finalidad perversa: la seducción de mujeres. La rosa se escondía debajo de la almohada de la mujer. Cuando ella inhalaba su fragancia, quedaba embriagada de amor hacia la persona que había puesto la rosa allí y pronunciaba su nombre.
Le pregunté acerca de las drogas que nos robaban la mente. Su expresión no cambió, pero cuando algo le divertía, en sus ojos aparecía un brillo especial y él emitía una risita entre dientes que se parecía a un gorjeo. Eso mismo hizo cuando me habló del yoyotli, el polvo que hacía que las personas se sintieran tan felices y dóciles que acudían muy contentas a la piedra del sacrificio, donde un sacerdote las aguardaba para arrancarles el corazón con un cuchillo de obsidiana.
—Los tejedores de flores son los hechiceros que ponen nuestra mente en contacto con los dioses —dijo el Sanador. El peyotl, de los brotes de los cactus que crecen sólo en el Lugar de los Muertos, los desiertos del norte; y las semillas marrones del ololiuhqui, una planta trepadora que se adhiere a otras plantas, se usaban para «llevar a la gente hasta los dioses», que, según entendí, significaba que la persona entraba en un estado onírico. Por las cosas confusas que decía y las visiones que esa persona experimentaba, un sanador era capaz de determinar la enfermedad que padecía esa persona.
El teunanacatl, un hongo negro y amargo, fue llamado «carne de los dioses». Servido de vez en cuando con miel en las fiestas, también lo llevaba a uno hasta los dioses, pero las alucinaciones eran menores que las creadas por el peyotl.
—Algunas personas ríen histéricamente, otras imaginan que son perseguidas por serpientes o que sus vientres están llenos de gusanos que se los están comiendo vivos. Otros vuelan hacia los dioses.
Había una planta que se podía fumar y que el Sanador llamaba «maleza coyote».
—Hace que quien la fuma se sienta tranquilo, y alivia los dolores profundos. —Una leve sonrisa en la cara del Sanador me insinuó que parte del tabaco que él fumaba era de la variedad maleza coyote.
La sustancia más poderosa era el teopatli, el ungüento divino. El Sanador habló de él en tono reverente. A las semillas de ciertas plantas «se agregan las cenizas quemadas de arañas, escorpiones, ciempiés y otros insectos dañinos, petum para que la carne no sienta dolor y ololiuhqui para levantar el ánimo». Aplicado sobre la piel, volvía a la persona invencible, como si frente a ella se levantara un escudo invisible.
—Los más grandes guerreros de los aztecas eran los Caballeros Jaguar y los Caballeros Águila; se dice que las armas de sus enemigos no podían cortarlos cuando se habían aplicado en la piel el ungüento teopatli.
A medida que transcurrían los meses y pasábamos de una pequeña aldea a otra, no volví a encontrar a ningún otro jinete que me buscara. Muy pronto, gran parte de ese miedo había desaparecido y no hizo falta continuar con el tratamiento para hincharme la nariz. El sol me oscureció mucho la piel, por lo que necesitaba poco tinte. Pero, como medida de seguridad, el Sanador me dio una «lastimadura» que debía aplicarme sobre la mejilla, un trozo pequeño y negro de corteza adherido con savia.
Nos mantuvimos alejados de aldeas más grandes y ciudades, mientras yo aprendía a pensar y a actuar como un indio.
Incluso más que los españoles, los indios se gobernaban por la superstición y el capricho de sus dioses. Todo lo que hacían o experimentaban, desde el sol en el cielo y la tierra bajo sus pies, dar a luz o ir al mercado a vender mazorcas de maíz, siempre involucraba un poder espiritual. La enfermedad era fruto, casi siempre, de espíritus malignos, malos aires que lo tocaban a uno o que uno respiraba. Y el remedio era eliminar los espíritus con la ayuda de la magia y las hierbas de un sanador.
Los sacerdotes españoles luchaban contra las supersticiones de los indios y trataban de reemplazarlas con ritos cristianos. Descubrí que la mayoría de las costumbres indias eran inocuas, o en el caso de los remedios médicos herbáceos, resultaban extraordinariamente beneficiosas. De vez en cuando, me sorprendía.
En nuestros viajes a lugares poco visitados por extranjeros, alcanzamos una aldea en la que una anciana había sido lapidada justo antes de nuestra llegada. Su cuerpo, y una serie de piedras ensangrentadas, diseminadas por todas partes, estaban inmóviles sobre el suelo cuando entramos con el burro.
Le pregunté al Sanador qué gran crimen había cometido aquella anciana.
—Ella no murió por sus pecados, sino por los pecados de todos los lugareños. Todos los años se elige a la mujer de más edad de la aldea para que escuche las confesiones de todas las personas que viven en ella. Después, esa mujer es lapidada hasta morir para expiar así los pecados de toda la aldea.
Ayya ouiya!
Los dioses estaban tan involucrados en la muerte como lo estaban en la vida. Tal como había un mundo cristiano de muerte, los aztecas tenían sus lugares donde residían los espíritus de los muertos, tanto un infierno como un paraíso celestial. Lo que le sucedía al alma de una persona dependía no de la conducta de esa persona en vida, sino de la manera en que moría.
La Casa del Sol era un paraíso celestial situado al este del mundo azteca. Los guerreros muertos en combate, las personas que eran sacrificadas y las mujeres que morían en el parto compartían el honor de residir en ese lugar maravilloso después de la muerte. La Casa del Sol estaba repleta de hermosos jardines, un clima perfecto y los manjares más exquisitos. Era el Jardín del Edén, el Jardín de Alá, el paraíso.
Los guerreros que allí moraban pasaban su tiempo en batallas incruentas. Pero todas las mañanas se reunían en un vasto ejército sobre una infinita planicie que se extendía hasta el horizonte. Aguardaban a que el sol se elevara en el este. Cuando aparecía el primer resplandor de luz, los guerreros lo saludaban golpeando las lanzas contra los escudos; después, escoltaban al sol en su viaje por el cielo.
Al cabo de cuatro años, los guerreros, las víctimas de sacrificios y las mujeres muertas al dar a luz iban al Lugar Oscuro, el lugar de los muertos, el Mictlán.
Este infierno, al norte del mundo azteca, era un lugar de desiertos abrasadores y vientos capaces de congelar a una persona. El señor de Mictlán era Mictlantecuhtli, un dios que llevaba una máscara de calavera y una capa de huesos humanos. Para llegar a Mictlán, el alma debía viajar a través de ocho infiernos antes de arribar al noveno, donde vivían Mictlantecuhtli y su diosa reina.
En cada uno de los viajes había todos los peligros a los que Ulises tuvo que enfrentarse y los truculentos horrores del infierno de Dante. Los muertos debían cruzar primero un río ancho y veloz. Para esta tarea hacía falta un perro rojo o amarillo. Después de esto, debían pasar entre dos montañas situadas muy cerca la una de la otra. Las tareas se hacían cada vez más difíciles: ascender por una montaña de afiladas obsidianas, una región de vientos helados, capaces de separar la carne del hueso; lugares donde los estandartes azotaban a los caminantes, donde las flechas atravesaban a los desprevenidos, y las bestias salvajes desgarraban los pechos para comer corazones humanos. En el octavo círculo, los muertos tenían que trepar por salientes angostos junto a despeñaderos.
Después de cuatro años de tribulaciones y tormentos, los muertos llegaban al noveno infierno, un lugar ubicado en lo más profundo de las entrañas de la Tierra. En este reino del señor Mictlantecuhtli y su reina, la esencia de los muertos —lo que los cristianos llaman alma— se quemaba para obtener así la paz eterna.
Bueno, yo preferiría el cielo cristiano más que el Mictlán. Hasta los léperos ladrones y asesinos llegan allí, siempre y cuando se arrepientan al final.
La preparación para el viaje después de la muerte también dependía de la manera en que se había muerto.
—Los que morían en una batalla y durante el parto eran quemados en una pira —me explicó el Sanador—. Esto libera al espíritu para su viaje al Cielo del Este. Los que deben viajar al reino del Señor de los Muertos, Mictlantecuhtli, son sepultados bajo tierra. Eso les permite iniciar su viaje por los infiernos.
Al margen de cuál sería su destino, a los muertos se los vestía con su mejor atuendo ceremonial y se los proveía de comida y bebida para el viaje. Un trozo de jade o algún otro objeto valioso colocado en la boca del muerto era dinero para comprar lo que necesitaría en el más allá. Hasta a los pobres se les ponía comida y agua para ayudarlos en ese largo viaje.
Los que podían pagarlo hacían el viaje a la Casa del Sol o más allá, con un compañero, un perro rojo o amarillo.
Cuando el Sanador me dijo eso, miré al perro amarillo que nunca se separaba de su lado, ni de día ni de noche.
Los reyes y los nobles hacían el viaje rodeados de la riqueza y el esplendor de que habían disfrutado en vida. Se construían algunas tumbas que se llenaban con comida, chocolate y esposas y esclavas sacrificadas. En lugar de un simple trozo de jade, un tesoro terrenal, en la tumba se colocaba oro, plata y piedras preciosas. Los muertos famosos se colocaban sentados en una silla con sus armas y su peto dorado o eran transportados en una litera.
Las costumbres funerarias de esas personas no diferían demasiado de las que el fraile me dijo que existían entre los antiguos egipcios.
—Debido a la existencia de las pirámides, de los ritos fúnebres y del hecho de que algunos aztecas eran varones circuncidados a la manera de los semitas, algunos eruditos creían que, originariamente, los aztecas pertenecían a Tierra Santa, tal vez a una tribu perdida de Israel.
Los poetas aztecas comparaban la vida humana con el destino de una flor, que brota de la tierra y se eleva, crece hacia el cielo, florece y luego es devorada nuevamente por la tierra. «En tus ojos, nuestras almas son apenas jirones de humo o nubes que suben de la tierra», cantaban.
Y eran fatalistas con respecto a la muerte. No perdonaba a nadie, rico ni pobre, bueno o malo. El Sanador me cantó una canción entre las llamas de una fogata de campamento:
Hasta el jade se despedazará,
hasta el oro se desmigará.
Hasta las plumas del quetzal se desgarrarán.
No vivimos para siempre en esta tierra:
sólo perduramos un instante.
—¿Creían en la vida después de la muerte? —le pregunté al Sanador—. ¿Cómo enseñan los frailes acerca de la religión cristiana?
¿Hacia dónde vamos, ay, adónde vamos?
¿Estaremos muertos allá o todavía viviremos?
¿Habrá una nueva existencia en ese lugar?
¿Volveremos a sentir la dicha del Dador de la Vida?
—Tu pregunta —dijo él—, se verá contestada por una tercera canción.
¿Por casualidad viviremos una segunda vez?
Tu corazón lo sabe.
Sólo una vez hemos nacido a la vida.