Esa noche, mientras estábamos acostados entre nuestras mantas, le dije al Sanador:
—Gracias a este disfraz he logrado engañar no sólo al español y a los vaqueros, sino también al cacique y a los ancianos, que pasaron horas cerca de mí.
—No has engañado al cacique ni a los ancianos: ellos saben que eres mestizo.
Quedé estupefacto.
—¿Y por qué no se lo han dicho al español?
—Porque su enemigo es también tu enemigo —respondió el Sanador—. Al hijo del cacique lo obligaron a trabajar en un hoyo que los españoles hicieron en la tierra para robar plata. Esos hoyos están al norte, en la tierra del Mictlán, el lugar sombrío adonde van los muertos. La plata se encuentra en las montañas como un don a su dios Mictlantecuhtli, el dios del más allá. El hecho de que se hagan hoyos para robar la riqueza de Mictlantecuhtli enfurece a ese dios, quien entonces hace que los túneles se derrumben. Muchos indios mueren allí, algunos por los derrumbes y otros por el hambre y los castigos que se les aplican. El hijo del cacique pasó del dolor al Lugar de Sombras mientras trabajaba en uno de esos hoyos.
»Hace poco, los españoles volvieron a esta pequeña aldea y se llevaron hombres. Todos son hijos, nietos o sobrinos de los ancianos. A los hombres jóvenes se los obliga a construir un túnel a través de una montaña para desaguar el lago que rodea Tenochtitlán, la ciudad que los españoles llamaron México. Mictlantecuhtli nuevamente está furioso por esta violación, y muchos indios han muerto mientras practicaban el túnel a través de esa montaña.
—Pero ofrecían una recompensa —dije—. Diez pesos es mucho dinero, probablemente más de lo que el cacique o cualquier otra persona de la aldea vea junto en algún momento.
—El oro que tienen los españoles ha sido robado de Huitzilopochtli, el dios sol, que lo excreta para Mictlantecuhtli. Los habitantes de la aldea no quieren ese oro. Estos dioses son vengativos y se cobran la vida de muchos indios. El cacique y los ancianos quieren que sus hijos vivan y que los españoles dejen de obligarlos a enfurecer a los dioses.
En Veracruz, cualquier indio o mestizo, sirviente o persona de la calle, me habría cortado el cuello y habría entregado mi cuerpo para recibir una recompensa de diez pesos. Me habrían delatado a los españoles sólo con la esperanza de recibir una pequeña recompensa. Aprendí algo de los indios de Nueva España: los indios domesticados, criados como animales de trabajo en las haciendas y en las ciudades, eran diferentes de aquellos que no habían sido corrompidos por los conquistadores. Todavía había indios que se mantenían fieles a los antiguos estilos de vida y para quienes el honor era más importante que el oro.
Le hice, entonces, la pregunta más importante:
—¿Cómo se ha dado cuenta el cacique de que no soy indio? ¿Por el color de mi piel? ¿De mi pelo? ¿Por mis facciones? ¿Mostré acaso algún trozo de piel clara?
—Por tu olor.
Me incorporé.
—¿Mi olor? —Estaba indignado. Aquella mañana me había lavado en el agua de un arroyo. Y luego, por la tarde, tanto el Sanador como yo habíamos usado el temazcalli del cacique, su choza de vapor. Si bien los españoles no se bañaban tanto como los indios, yo me bañaba más que un español.
—¿Cómo pudo darse cuenta por mi olor? ¿Acaso no huelen igual todas las personas?
La única respuesta del Sanador fue una especie de gorjeo.
—Tengo que saberlo —insistí—. ¿Qué debo hacer para estar seguro de que huelo como un indio? No tengo acceso a un temazcalli todos los días. ¿Hay algún jabón especial que debería usar?
Él se golpeó el pecho.
—El vapor y el jabón no pueden quitar lo que tienes en el corazón. Cuando transites por el camino de tus antepasados indios, entonces serás un indio.
Antes de abandonar la aldea, el Sanador trató a otras personas por distintas enfermedades. Del mismo modo que fray Antonio era quien «atendía» a los pobres de Veracruz, el Sanador era también un hombre con experiencia en la medicina práctica, aunque el fraile no habría reconocido sus métodos.
Una mujer trajo a su pequeño hijo para que fuera examinado por un problema estomacal. El Sanador sostuvo al pequeño sobre un abrevadero y estudió su reflejo en el agua. Gorjeó un poco y después le recetó una semilla pulverizada de aguacate con plátanos machos crudos y aplastados, y jugo de maguey sin fermentar.
Examinó con su espejo ahumado a un hombre que tenía una tos persistente. El hombre, en los huesos y sintiéndose obviamente mal, describió dolores en el pecho, el abdomen y la espalda. El Sanador le recetó pulque y miel.
Me sorprendió que no extrajera víboras de ninguna de aquellas dos personas.
—Tú me dijiste que toda enfermedad está causada por la invasión en el cuerpo de espíritus malignos que adoptan la forma de víboras y se contonean alrededor del cuerpo. ¿Por qué no extrajiste hoy esas víboras malignas del bebé y del hombre?
—No todas las enfermedades pueden ser curadas de ese modo. La mujer cuyo esposo muerto la ha estado forzando a tener relaciones con él por las noches cree que su fantasma la está atacando. Cuando ve salir la víbora, comprende que el fantasma ha desaparecido. El hombre sufre aires, espíritus malignos del aire, que se han introducido en su cuerpo. Las víboras son muy pequeñas y hay demasiadas como para chuparlas. Están por todo su cuerpo. Morirá pronto.
Eso me impresionó.
—¿También la criatura morirá?
—No, no. El bebé sólo padece del estómago. Habría desperdiciado una víbora si la hubiera usado con una criatura que no entendería que, así, el mal había sido extraído de su cuerpo.
Yo sabía que las víboras no eran espíritus malignos que salían del cuerpo, sino que estaban almacenadas en un canasto que el Sanador transportaba a todas partes en su burro. Lo que él parecía estar diciéndome era que lo que él extraía de la cabeza de la gente eran los malos pensamientos. Que, en sí mismos, los pensamientos eran enfermedades.
Aunque yo había asistido al fraile en la amputación de la pierna de una prostituta y en muchos otros tratamientos médicos de menor importancia, los malos pensamientos me resultaban una enfermedad bien extraña. Sin embargo, esa técnica del Sanador parecía surtir efecto. Cada persona a quien él le había extraído la víbora sonreía y, después, parecía notablemente más feliz.
La mujer que sufría abusos por parte de su marido nos trajo tortas de maíz y miel para desayunar e informó al Sanador de que había dormido muy bien la noche anterior, algo que no le había sucedido desde hacía meses. Si la mujer hubiera acudido al consultorio de un médico español, quejándose de un fantasma, él la habría mandado a ver a un sacerdote para que la exorcizara. A su vez, el sacerdote habría usado oraciones y una cruz para obligar al diablo a abandonarla, y, quizá, habría solicitado la ayuda de la Inquisición para averiguar si la mujer era una bruja.
¿Qué método era más humano? ¿Cuál era más eficaz?
Comenzaba a entender lo que el Sanador quiso decir cuando afirmó que los españoles habían conquistado la carne de los indios, pero no su espíritu.