CUATRO

Podéis llamarme Cristo.

Nací en la aldea de Aguetza, en el vasto valle de México. Mis antepasados aztecas construyeron templos en el valle para complacer a los dioses del sol, la luna y la lluvia, pero después los dioses de los indios fueron dominados por Cortés y sus conquistadores; la tierra y los indios que la poblaban fueron divididos en grandes haciendas, dominios feudales de propiedad de los nobles españoles. Formada por varios cientos de chozas de ladrillos de barro y paja cocidos al sol, la aldea de Aguetza y todos sus habitantes pertenecían a la hacienda de don Francisco Pérez Montero de Ibarra.

La pequeña iglesia de piedra estaba situada cerca de la margen del río, a un lado de la aldea. Del otro lado del río se encontraban las tiendas, los corrales y la gran casa de la hacienda. La casa estaba construida como una fortaleza, con un muro alto y grueso, cañoneras y una inmensa puerta con goznes de hierro. En su interior, una pared junto a la puerta ostentaba un escudo de armas.

En nuestra época se decía que el sol nunca se ponía sobre el Imperio español, pues éste domina no sólo Europa, sino que se extiende alrededor del mundo, abarca la casi totalidad del Nuevo Mundo, las Filipinas, la tierra de los hindúes y África. Nueva España, con sus vastas riquezas en plata y tierras, es uno de los tesoros del imperio.

Por lo general, los españoles siempre se referían a todos los indios de Nueva España como «aztecas», aunque en realidad eran muchas las tribus indias: tarascos, otomíes, totonacas, zapotecas, mayas y otras, a menudo cada una con su propio idioma.

Crecí hablando tanto náhuatl como la lengua azteca, y también español.

Como he mencionado antes, por mis venas corría sangre de españoles y de aztecas. Debido a esa mezcla, se me llamó mestizo, una palabra que significaba que yo no era español ni tampoco indio. Fray Antonio, el cura de la aldea que tuvo mucho que ver con mi crianza y educación, dijo que un mestizo nacía en un lugar limítrofe entre el cielo y el infierno, donde habitan aquellos cuyas almas están privadas de la dicha del cielo. Si bien el fraile rara vez se equivocaba, en este caso había juzgado mal la maldición de los mestizos. Más que un limbo, era en cualquier caso una especie de infierno.

La iglesia del fraile estaba construida en el lugar donde una vez hubo un pequeño templo dedicado a Huitzilopochtli, el poderoso dios tribal de la guerra de los aztecas. Después de la conquista, el templo fue destruido y sus piedras se usaron para erigir un templo cristiano en ese mismo lugar. A partir de entonces, los indios cantaron alabanzas al Salvador de los cristianos en lugar de a los dioses aztecas.

La hacienda era un pequeño reino en sí mismo. Los indios que trabajaban la tierra cultivaban maíz, fríjoles, calabazas y otros alimentos, y criaban caballos, ganado, ovejas y cerdos. Los talleres fabricaban casi todo lo que se usaba en la hacienda, desde las herraduras para los caballos y los arados para labrar la tierra hasta los bastos carros con ruedas de madera empleados para transportar la cosecha. Sólo los muebles finos, la vajilla y la ropa blanca usada por el hacendado don Francisco procedían del exterior de la hacienda.

Yo compartía la choza con mi madre, Miaha. Su nombre cristiano era María, por la Santa Madre de Dios. Su nombre azteca, Miahauxiuitl significaba Flor de Maíz Turquesa en lengua náhuatl. Salvo en presencia del sacerdote de la aldea, siempre la llamaban por su nombre náhuatl.

Fue la primera madre que conocí. Yo la llamaba Miaha, que era el nombre que ella prefería.

Era del dominio público que don Francisco se acostaba con Miaha, y todos creían que yo era hijo suyo. Los bastardos nacidos de indias que habían tenido relaciones sexuales con españoles no eran bien vistos por ninguna de las dos razas. Para los españoles, yo era sólo un número más en su plantel de animales de tiro. Cuando don Francisco me miraba, no veía a un hijo, sino una propiedad más. No me demostraba más afecto que el que le prodigaba al ganado que pastaba en sus campos.

No aceptado por los españoles ni por los indios, hasta los muchachos me despreciaban como compañero de juegos, y muy pronto aprendí que mis manos y mis pies sólo existían para defender mi sangre mezclada.

Tampoco la casa principal de la hacienda era un santuario para mí. José, el hijo de don Francisco, tenía un año más que yo; sus hijas mellizas, Maribel e Isabela, dos años más. A ninguno de ellos les estaba permitido jugar conmigo, aunque sí podían pegarme cuanto quisieran.

Doña Amelia me odiaba sobremanera. Para ella, yo era la mismísima encamación del pecado: la prueba viviente de que su marido, don Francisco, había metido su garrancha entre las piernas de una india.

Éste era el mundo en el que crecí: español e indio por sangre, pero no aceptado por ninguna de las dos castas, y maldecido por un secreto que algún día haría temblar los cimientos de una gran casa de Nueva España.

«¿Cuál es ese secreto, Cristóbal? ¡Dínoslo!» Ayyo, las palabras del jefe de la mazmorra aparecen en mi papel como negros fantasmas.

Paciencia, señor capitán, paciencia. Muy pronto conocerá el secreto de mi nacimiento y de otros tesoros. Revelaré esos secretos en palabras que los ciegos podrán ver y los sordos podrán oír, pero en este momento mi mente está demasiado débil por el hambre y la privación para poder hacerlo. Tendrá que esperar a que yo haya recuperado la fuerza después de una comida decente y agua dulce…

Llegó el día en que vi con mis propios ojos cómo una persona como yo, que llevaba sangre impura, era tratada cuando se rebelaba. Tenía unos once años cuando, al salir de la choza que compartía con mi madre, llevando mi lanza para pescar, oí ruido de cascos de caballos y gritos:

—¡Ándale! ¡Ándale! ¡Apúrate!

Dos hombres a caballo obligaban a caminar a un hombre por delante de ellos a fuerza de latigazos. Corriendo y tambaleándose, con el aliento de los caballos en la nuca y sus poderosos cascos martilleándole los talones, el hombre vino hacia mí por el sendero de la aldea.

Los jinetes eran soldados de don Francisco, españoles que con sus mosquetes protegían la hacienda de bandidos y utilizaban sus látigos para obligar a los indios a trabajar las tierras.

—¡Ándale, mestizo!

Era un mestizo como yo. Vestido como un labriego, tenía la piel más clara y era más alto que un indio, lo cual delataba la mezcla de sangre española e india que corría por sus venas. Yo era el único mestizo en la hacienda y el hombre me era totalmente desconocido. Sabía que había otros mestizos en el valle; cada tanto, alguno de ellos pasaba por la hacienda con los carros tirados por burros que traían las provisiones y se llevaban las pieles y las cosechas de maíz y de fríjoles.

Un jinete que avanzaba junto al mestizo lo azotó salvajemente. El hombre se tambaleó y cayó al suelo. Tenía la camisa rota y ensangrentada y su espalda era un amasijo de latigazos sangrantes.

El otro soldado cargó con una lanza y se la clavó en el costado al hombre, que trabajosamente se puso en pie y se dirigió hacia nosotros por el sendero de la aldea dando tumbos. De nuevo perdió pie y los jinetes volvieron a pegarle con el látigo y la lanza.

—¿Quién es ese hombre? —le pregunté a mi madre cuando ella se acercó a mí.

—Un esclavo de las minas —respondió—. Un mestizo que se ha escapado de una de las minas de plata del norte. Vino a ver a algunos de los que trabajaban en el campo para pedirles comida y ellos llamaron a los soldados. Las minas pagan una recompensa por los fugitivos.

—¿Por qué le pegan?

Era una pregunta estúpida que no requería respuesta. Era como preguntar por qué le dan latigazos a un buey para que tire de un arado. Los mestizos y los indios eran animales de tiro. Tenían prohibido abandonar las haciendas y eran propiedad de sus amos españoles. Cuando se fugaban, eran castigados como cualquier otro animal que desobedecía a su amo. De hecho, las leyes del rey protegían a los indios de ser condenados a morir mediante castigos, pero no había ninguna protección para los mestizos.

Cuando el hombre se acercó más, vi que tenía la cara desfigurada por la sangre.

—Tiene la cara marcada —señalé.

—Los dueños de las minas marcan a sus esclavos —me explicó Miaha—. Cuando se los vende o se los transfiere a otras minas se les añaden más marcas. Este hombre ha sido marcado por muchos amos.

Yo había oído hablar de esta práctica de boca del fraile. Él me había contado que, cuando la Corona les dio a los conquistadores la concesión de sus tierras, también les dio permiso para tener indios con quienes pagar los tributos. Muchos de estos primeros pobladores marcaron a sus indios. Algunos incluso les marcaron con fuego sus iniciales en la frente para asegurarse de que no desaparecieran. El rey finalmente prohibió que se marcara a los indios encargados de las encomiendas y esa costumbre sólo se utilizó con los condenados a trabajos forzados y los criminales que trabajaban en las temidas minas de plata.

De los indios que habían salido de sus chozas oí la palabra «casta» pronunciada como un insulto, un insulto dirigido tanto a mí como a los esclavos de las minas. Cuando miré hacia el grupo, uno de los hombres capturó mi mirada y escupió sobre la tierra.

—¡Imbécil! —gritó mi madre, enojada.

El hombre se fundió con el grupo para evitar la ira de mi madre. Si bien los habitantes de la aldea pueden haber considerado mi sangre impura como repugnante, mi madre, en cambio, era india pura. Más importante aún, ellos no querían enemistarse con ella porque se sabía que, de vez en cuando, don Francisco se acostaba con ella. Mi propia posición como el supuesto bastardo de un noble no me sirvió de nada; no existía ningún vínculo de sangre reconocido por don Francisco ni por ninguna otra persona.

Los indios también creían en el mito de la sangre pura. Pero yo representaba más que sangre impura para ellos. Un mestizo era un recordatorio viviente de la violación de sus mujeres y de la devastación de sus tierras.

Yo era apenas un chiquillo y me partía el corazón crecer rodeado de desprecio.

A medida que el hombre era empujado como ganado hacia nosotros, pude ver mejor cómo el dolor le desfiguraba el rostro. En una ocasión había visto a los hombres de la aldea matar a garrotazos a un ciervo herido. En los ojos de aquel hombre vi la misma angustia salvaje.

No sé por qué su mirada atormentada se fundió con la mía. Tal vez porque él veía su propia sangre impura en mi piel más clara y mis facciones. O quizá yo era la única persona cuyo rostro expresaba espanto y horror.

Ni Thaca! —me gritó—. ¡Nosotros también somos humanos!

Me arrancó la lanza para pescar de las manos. Pensé que iba a darse media vuelta y luchar contra los soldados con ella. En cambio, se la clavó en el estómago y cayó sobre ella. Aire y sangre burbujearon de su boca y de la herida mientras él se retorcía en la tierra.

Mi madre me llevó a un lado cuando los soldados desmontaron. Uno de ellos azotó al hombre, lo maldijo y lo mandó al infierno por impedirles cobrar la recompensa.

El otro desenvainó la espada y se subió encima del hombre, que estaba tendido en el suelo.

—Su cabeza, todavía podemos conseguir algo por su cabeza y por su cara marcada. El dueño de la mina la clavará sobre un poste como advertencia para otros fugitivos.

Y le cortó el cuello a aquel hombre agonizante.