Escapé por la parte de atrás del edificio, salté de tejado en tejado y después por un callejón. Detrás de mí, una serie de hombres gritaba y me perseguía, haciendo sonar una alarma. Detecté furia en sus voces, y con razón. El fraile era amado universalmente, mientras que yo era un lépero ordinario, y todo el mundo odiaba a los léperos. Eran seres capaces de vender a su propia madre a los marineros de un barco por algunos granos de cacao.
Veracruz no era una ciudad grande como México, que, según el fraile, era la ciudad más grande del Nuevo Mundo. La ciudad crecía y se encogía con la llegada de la flota del tesoro, y su población normal era de sólo algunos miles de almas. Ahora yo salía de un callejón y entraba en el corazón de la ciudad, no lejos de la plaza principal, donde vivían nuestros ciudadanos más adinerados. Necesitaba salir de allí, pero estaba muy lejos de los suburbios, y donde me encontraba seria fácilmente localizado.
Por la calle vi un gran carruaje que esperaba frente a una mansión. Los cocheros estaban a un lado, lanzando monedas a una taza situada a tres metros y medio de distancia, y los dos le daban la espalda al vehículo y a mí.
Crucé la calle corriendo y busqué un lugar para esconderme debajo del carruaje. Entonces oí voces y el pánico me llevó a abrir la puerta y a deslizarme dentro. Sobre dos bancos con almohadones había unas colchas de piel. El hueco de debajo de los asientos, usado para almacenar cosas, estaba vacío. Aparté una colcha, que llegaba a cubrir el piso del carruaje, y me metí debajo del asiento. Me puse de costado y dejé que la colcha cayera nuevamente al piso. Había encontrado un escondite.
Las voces del exterior se desdibujaron. Sentí algo debajo de mí y descubrí dos libros. Aparté un poco la colcha de piel para tener algo de luz y poder leer así los títulos.
Eran aburridos libros religiosos. Reconocí uno como un libro que el fraile tenía de sus días como cura de aldea, pero algo acerca del tamaño del libro me llamó la atención. El ejemplar del fraile era mucho más grueso. Al abrir el libro descubrí que, debajo del título y de un par de páginas de doctrina religiosa, había un segundo título: La picara Justina. Era la historia de una picara que traiciona a sus amantes, tal como un pícaro lo hace con sus amos.
Camino de la feria, Juan le había dicho a fray Antonio, con respecto a ese mismo libro, que se había enterado de la llegada de ejemplares en la flota del tesoro y que habían pasado de contrabando sin que los inspectores del Santo Oficio los descubrieran. Dijo que era el retrato escandaloso de una mujer deshonesta que se acostaba con hombres y los embaucaba.
El segundo libro, también disfrazado de texto religioso, era una obra de teatro llamada El burlador de Sevilla, de Tirso de Molina. Los frailes la habían analizado algunos meses antes. Fray Antonio la había calificado de «disparatada». Su protagonista, un pillo, era un saqueador de mujeres llamado don Juan, que las seducía, las convertía en sus amantes y después las abandonaba. Igual que con La picara Justina, la obra acerca de don Juan estaba en la lista de los libros prohibidos por la Inquisición.
Era evidente que el contrabandista de la flota del tesoro había vendido estos dos libros indecentes como obras religiosas. Si la Inquisición llegaba a ponerle las manos encima al vendedor o al comprador se encontrarían en un grave problema. No sólo se trataba de libros introducidos de contrabando, sino que las falsas cubiertas representaban una grave blasfemia.
Desde la casa alguien llamó a los criados y a los cocheros. Sus pisadas se fueron desvaneciendo cuando entraron en ella.
¿Debía bajar del carruaje y echar a correr? Pero ¿hacia dónde?, me pregunté. No fui yo el que respondió a esas preguntas. La puerta del carruaje se abrió y alguien subió. Me eché hacia atrás todo cuanto pude, conteniendo la respiración.
Por una rendija que dejaba la colcha vi el borde de un vestido y unos zapatos y, así, supe que quien acababa de entrar era una mujer. De pronto una mano se metió debajo de la colcha, sin duda en busca de don Juan. Pero, esa mano se encontró con mi cara.
—¡No grite! —le supliqué.
La mujer, sorprendida, lanzó un gritito ahogado, que por suerte no llegó a alertar a los criados.
Descorrí la colcha que hacía las veces de cortina y asomé la cabeza.
—Por favor, no grite. ¡Estoy metido en un grave problema!
Era precisamente la muchacha que había intercedido cuando el muchacho del látigo me miró.
—¿Qué haces ahí? —preguntó, atónita.
Observé una vez más sus ojos oscuros, sus trenzas color arena y sus pómulos altos. A pesar del peligro, su belleza me dejó sin palabras.
—Soy un príncipe —dije por fin—, disfrazado.
—Tú eres un lépero. Y yo voy a llamar a los criados.
Cuando extendió el brazo para abrir la puerta, yo le enseñé los dos libros que había encontrado.
—Era esto lo que buscaba debajo del asiento, ¿no es así?
¿Dos libros deshonestos prohibidos por el Santo Oficio?
Sus ojos se abrieron con una mezcla de culpa y miedo.
—Ay, una muchachita tan hermosa. Sería una pena que la Inquisición le arrancara la carne de los huesos.
Ella luchó por controlarse, y el terror y la furia batallaron entre sí.
—El Santo Oficio quema a las personas en la hoguera por tener libros como éstos.
Por desgracia, la muchacha no entró en mi juego.
—¿Me estás haciendo chantaje? ¿Y si digo que los libros eran tuyos y que has tratado de vendérmelos? Si digo eso, te azotarán como a un ladrón y te enviarán a morir a las minas del norte.
—Peor que eso —dije—, fuera hay gente que quiere darme caza por algo que no he hecho. Y, por ser un lépero, no tengo ningún derecho. Si llama pidiendo ayuda, ellos me ahorcarán.
Mi voz de quince años debió de resultarle sincera, porque su furia desapareció en seguida y sus ojos se entrecerraron.
—¿Cómo sabes que esos libros están prohibidos? Los léperos no saben leer.
—Yo he leído a Virgilio en latín y a Hornero en griego. Sé cantar la canción que Lorelei entonó para llevar a los marineros a su muerte en las rocas del Rin, la canción de las sirenas que Ulises oyó atado a un mástil.
Sus ojos se abrieron una vez más, pero después apareció en ellos una expresión de incredulidad.
—Mientes. Todos los léperos son ignorantes y analfabetos.
—Yo soy un príncipe bastardo, soy Amadís de Gaula. Mi madre fue Elisena, y, cuando nací, me echó a la mar en una arca de madera con la espada de mi padre Perion. Soy Palmerín de Oliva. También yo fui criado por campesinos, pero mi madre era una princesa de Constantinopla quien asimismo le ocultó mi nacimiento a su rey.
—Estás loco. Tal vez has oído contar esas historias, pero no puedes decir que lees como un erudito.
Consciente de que las mujeres sucumben a la piedad tanto como a los elogios, cité a Pedro, el chico de la calle de la obra de Cervantes Pedro de Urdemalas.
Yo era también un expósito, o «hijo de la piedra»,
y no tenía padre:
no hay desgracia mayor para un hombre.
No tengo idea de dónde fui criado,
yo era uno de esos huérfanos escuálidos,
supongo que en una escuela de caridad:
con una dieta pobre y muchos castigos
aprendí a decir mis oraciones,
y también a leer y escribir.
A los expósitos se los llamaba también «hijos de la piedra» porque se los exhibía sobre losas en una catedral. Allí, la gente podía verlos y comprarlos si lo deseaba.
Ella recitó las siguientes líneas:
Pero además aprendí
a conseguir limosnas,
a vender gato por liebre y a robar con dos dedos.
Para mi desgracia, ella no sólo conocía los versos, sino también el corazón de ladrón de los léperos.
—¿Qué haces en este carruaje?
—Esconderme.
—¿Qué crimen has cometido?
—Asesinato.
Ella lanzó otra exclamación de sorpresa y su mano se acercó a la puerta.
—Pero soy inocente.
—Ningún lépero es inocente.
—Muy cierto, señorita, soy culpable de muchos robos… comida y mantas, y mis técnicas de pordiosero pueden ser cuestionables, pero jamás he matado a nadie.
—¿Entonces por qué te acusan de haberlo hecho?
—Porque el que mató a esas dos personas es un español, y es su palabra contra la mía.
—Puedes decirles a las autoridades…
—¿Le parece que puedo?
Incluso a esa edad inocente, ella conocía la respuesta a mi pregunta.
—Dicen que he matado a fray Antonio…
—¡Virgen Santísima! ¡A un sacerdote! —exclamó y se santiguó.
—Pero él es el único padre que yo he conocido. Él me crió cuando me abandonaron y me enseñó a leer, a escribir y a pensar. Yo no podría haberle hecho nada malo; yo lo amaba.
Una serie de voces y de pisadas silenciaron mis palabras.
—Mi vida está en sus manos.
Y volví a meter la cabeza detrás de la cortina.
Se oyó ruido de baúles que eran colocados en el techo del carruaje, que se meció cuando algunos pasajeros subieron a él. Por los zapatos y las voces pude identificar a dos mujeres y a un chiquillo. Por los zapatos de éste, y las piernas de sus pantalones y el sonido de su voz, calculé que tendría entre doce y trece años, y me di cuenta de que era el chiquillo que había tratado de pegarme. De las dos mujeres, una era un poco mayor que la otra.
La muchachita con la que yo había hablado se llamaba Elena. La voz de la mujer mayor era dominante; era una vieja matrona.
El chiquillo empezó a meter un paquete debajo del asiento donde yo estaba escondido, y oí que Elena se lo impedía.
—No, Luis, yo ya he llenado ese compartimiento. Mételo debajo del otro asiento.
Gracias a Dios que el chiquillo la obedeció.
Luis estaba sentado junto a Elena y las dos mujeres ocuparon el asiento debajo del cual yo estaba escondido. Cuando todos estuvieron instalados, el cochero comenzó a conducir el vehículo por las calles empedradas. Entonces la mujer de más edad empezó a interrogar a Elena con respecto a comentarios que ella había hecho anteriormente y que habían enojado a la anciana.
Muy pronto comprendí que Elena no pertenecía a la familia de las otras tres personas. Las mujeres eran la madre de Luis y su abuela. No alcancé a oír el nombre de la anciana.
Como era costumbre entre las familias españolas elegantes, y a pesar de la edad de ambos, ya se había concertado un matrimonio entre Elena y Luis. La unión se consideraba propicia, aunque a mí no me lo pareció. Entre otras cosas, todo lo que Elena decía irritaba a la anciana.
—Anoche, durante la cena, dijiste algo que nos molestó a doña Juanita y a mí —dijo la anciana matrona—. Dijiste que, cuando tuvieras edad suficiente, te disfrazarías de hombre, ingresarías en la universidad y conseguirías un título.
¡Caramba! Menuda afirmación por parte de una jovencita o de cualquier mujer. A las mujeres no les estaba permitido estudiar en las universidades. Incluso las mujeres de buenas familias con frecuencia eran incultas.
—Los hombres no son los únicos que están dotados de inteligencia —repuso Elena—. También las mujeres deberían estudiar el mundo que las rodea.
—La única vocación de una mujer es su marido, sus hijos y el manejo de la casa —explicó con severidad la vieja matrona—. Una educación le metería falsas ideas en la cabeza y no le enseñaría nada de utilidad. Yo, por ejemplo, me siento orgullosa de que nunca nuestras mentes se vieron debilitadas o contaminadas por la lectura de libros.
—¿Eso es todo lo que nos espera? —Preguntó Elena—. ¿Sólo servimos para eso: para tener hijos y amasar el pan? ¿Acaso uno de los monarcas más grandes de la historia de España, nuestra amada Isabel, no era una mujer? ¿Acaso esa guerrera llamada Juana de Arco no condujo a los ejércitos de Francia a la victoria? Isabel de Inglaterra estaba en el trono de esa fría isla cuando nuestra grande y orgullosa armada…
Se oyó un bofetón, y Elena gritó, sorprendida.
—Jovencita impertinente. Le hablaré a don Diego de tus comentarios poco femeninos. Igual que todas nosotras, tu misión en la vida ha sido dispuesta por Dios. Si tu tío no te ha enseñado eso, pronto lo aprenderás cuando te cases y tu marido te dé unos buenos azotes.
—Ningún hombre me pegará —replicó Elena en tono desafiante.
Otro bofetón, pero esta vez Elena no dijo nada.
¡Ojalá! Si yo hubiera estado en el asiento al lado de Elena, le habría girado la cara a esa vieja de un puñetazo.
—Abuela, es sólo una jovencita con ideas locas —terció la otra mujer.
—Entonces ya va siendo hora de que aprenda cuál es su lugar como mujer. ¿Qué clase de esposa será para Luis con todas esas ideas estúpidas en la cabeza?
—Me casaré con quien yo quiera.
Otro bofetón. ¡Dios mío, esa jovencita sí que tenía agallas!
—No volverás a abrir la boca a menos que yo te lo diga. ¿Me has entendido? Ni una palabra.
En ese momento Luis soltó una risa malévola, obviamente divertido con la situación en que se había metido la que en un futuro sería su esposa.
—Don Ramón me ha enseñado cómo tratar a una mujer —dijo Luis— y, créeme, lo haré con mano firme.
Mi reacción fue tal al oír el nombre de Ramón que estuve a punto de revelar mi presencia.
—Él me dijo que las mujeres son como los caballos —explicó el muchacho—. Cuando tratas de domarlos, montado en ellos, no olvides usar la fusta.
La mujer mayor se echó a reír y la risotada de la madre se convirtió en un chirrido irritante y en una tos seca. Yo había oído antes ese ruido. En las calles lo llamaban «el sonido de la muerte». Un día ella expectoraría sangre. Y muy pronto, después de eso, moriría.
La respuesta de Elena a esas palabras ridículas fue un silencio total. ¡Qué espíritu tenía esa chica! Si Luis tenía pensado domarla, estaba apañado.
—Por tu prima casada, he sabido que has estado escribiendo poesía, Elena —dijo la mujer mayor—. Ella me comentó que eso escandaliza a la familia. Cuando te llevemos de vuelta a don Diego después de tu visita, hablaré con él de éste y otros asuntos. Los extraños intereses que tienes son obra del demonio, no de Dios. Si fuera necesario, yo misma estaría dispuesta a sacarte a ese demonio del cuerpo a latigazos.
Desde mi ventajoso punto de vista, vi que los pies de Elena daban golpecitos sobre el piso. Sin duda hervía de furia frente a aquel sermón, pero no era una persona propensa a acobardarse.
En el costado de las botas de Luis estaba impreso el escudo de armas de su familia, grabado en plata: un escudo que contenía una rosa y una mano con un guante de cota de malla que formaba un puño. Había algo en ese escudo de armas que me resultó vagamente familiar, pero los de muchos españoles adinerados eran bastante parecidos.
Las calles empedradas de la ciudad dejaron paso al camino arenoso que conducía a Jalapa, que nos fue llevando a través de dunas y pantanos. Aunque estaba reforzado por maderos, el carruaje no lograría avanzar mucho más a través de él. Las estribaciones de las montañas resultaban intransitables para cualquier vehículo más grande que un carro tirado por burros.
Yo no tenía la menor idea de hacia dónde se dirigían los pasajeros. Por lo que sabía, podían estar viajando hacia la Ciudad de México. Fuera cual fuese su destino, no podrían seguir el trayecto en el carruaje. Pronto tendrían que elegir entre proseguir el viaje en una litera tirada por mulas o a caballo.
Comenzaba a adormilarme cuando el cochero gritó que unos soldados nos obligaban a detenernos.
Instantes después, uno de ellos dijo:
—Estamos interrogando a todos los viajeros que abandonan la ciudad. Un conocido lépero ladrón ha asesinado a sangre fría a un sacerdote muy querido. Por el aspecto de la herida, le clavó una daga en el estómago y se la retorció. Parece ser que el sacerdote lo pilló robando.
Juanita lanzó un grito. Vi que las piernas de Elena se tensaban. Esa infame acusación puso a prueba su conciencia. Las palabras del fraile resonaron en mi mente: «Si te encuentran, nada te salvará».
—¿Están seguros de que lo hizo él? —preguntó Elena. Estaba claramente atribulada, hasta el punto de olvidar la amonestación de la anciana de que debía guardar silencio.
—Naturalmente. Todo el mundo sabe que fue él. No es la primera vez que mata a alguien.
¡Caramba! ¡Mis crímenes aumentaban!
—¿Tendrá un juicio justo si ustedes lo encuentran? —preguntó.
El hombre se echó a reír.
—¿Un juicio? Es un mestizo, un lépero. Si el alcalde es misericordioso, no lo torturarán con demasiada severidad antes de la ejecución.
—¿Qué aspecto tiene? —preguntó Elena.
—Es el diablo en persona. Más alto que yo, feo y con ojos de asesino. Cuando se le mira a los ojos se ve la sonrisa del diablo. Y sus dientes son como los de un cocodrilo. Sí, ya lo creo que es un maldito.
—¡Pero no es más que un chiquillo! —exclamó Elena.
—Un momento —le dijo el soldado al cochero—. Un hombre de a caballo me hace señas de que esperen.
Oí que el caballo del hombre se alejaba del carruaje, y la vieja matrona le preguntó entonces a Elena:
—¿Cómo sabías que era un chiquillo?
Me paralicé de miedo al oír esa pregunta y casi lancé un grito.
—Bueno… es que antes he oído hablar de él a unos hombres cerca del carruaje.
—¿Y por qué haces tantas preguntas?
—Yo… yo sólo…, es simple curiosidad. Un muchachito lépero me pidió limosna mientras les esperaba. Después de mi encuentro con ese chico de la calle, ¿quién sabe?
—Espero que no le hayas dado dinero —dijo Juanita—. Darle de comer a esa gente es como darles de comer a las ratas que roban nuestro grano.
De nuevo se oyeron cascos de caballos que se acercaban al carruaje.
—Buenos días, vuestras gracias.
—¡Ramón! —gritó Luis.
—Buenos días, don Ramón —dijo la abuela.
Se me heló la sangre. Por poco no me salí de debajo del asiento, gritando. El asesino de fray Antonio estaba allí. De todos los Ramones que hay en el mundo, justo ése tenía que acosarme como una sombra a donde yo fuera.
—¿Cómo va tu cacería? —preguntó la vieja matrona.
¿Cómo sabía ella que Ramón me buscaba?
No hizo falta que yo sacara la cabeza de debajo del asiento para descubrir el color del vestido de aquella mujer. Seguro que era de color ébano sin siquiera encaje blanco en los puños. Una bruja que usaba el luto de viuda como insignia de honor… y de autoridad.
Recordé entonces dónde había visto el escudo de armas que Luis llevaba en las botas: en la puerta del carruaje de la mujer de negro. Había terminado en manos de mis perseguidores.
—No podrá salir de la ciudad —dijo Ramón—. He ofrecido cien pesos de recompensa por su captura. Estará muerto antes de que anochezca.
—¿Muerto? ¿No lo juzgarán? —preguntó Elena.
Otro bofetón. Y de nuevo Elena ni siquiera se quejó.
—Te ordené que guardaras silencio, chiquilla. No hables hasta que te hablen. Pero si quieres saberlo, los mestizos no tienen derechos de acuerdo a la ley. Ramón, avísanos a la hacienda en cuanto sepas algo. Estaremos allí algunos días antes de salir hacia la capital. Ven tú mismo cuando tengas buenas noticias.
—Sí, vuestra gracia.
«Buenas noticias» serían las noticias de mi muerte.
El carruaje siguió el viaje. Detrás de mí, un asesino comandaba una búsqueda por toda la ciudad para encontrarme y matarme. Delante de mí había una hacienda a la que el asesino acudiría cuando no pudiera encontrarme en la ciudad.