Estaba cansado por el duro viaje. Estaba cansado de esconderme en la espesura. Estaba harto de huir de los desconocidos y de ser condenado por secretos acerca de los cuales no sabía absolutamente nada. Sólo había dormido un par de horas la noche anterior, así que me tumbé y me quedé profundamente dormido tan pronto mi cabeza se apoyó en el suelo.
Desperté con la oscuridad, el canto de las aves nocturnas y el crujido de los predadores que matan a la luz de la luna. Los pensamientos seguían importunándome. Era evidente que Ramón y la vieja matrona no vivían en Veracruz. De ser así, yo los habría reconocido. Al parecer, la llegada del arzobispo los había atraído a esa ciudad. Por tanto —razoné—, Ramón y la vieja matrona vivían a cierta distancia, quizá tan lejos como en la Ciudad de México.
Fueran cuales fuesen los acontecimientos que habían engendrado el odio que la vieja matrona sentía hacia mí, pertenecían a un tiempo muy lejano, de eso estaba seguro. El fraile me había confesado que esos eventos se remontaban a una época anterior a mi nacimiento. En aquellos días, él era el sacerdote de una hacienda grande y poderosa, mayor incluso que la de don Francisco, la hacienda que abandonamos cuando yo tenía alrededor de doce años. Su hábito sacerdotal lo protegería de todo peligro porque la Iglesia investigaría y castigaría a cualquiera que le hiciera daño a un sacerdote.
Sin embargo, los sucesos del pasado le habían costado su sacerdocio. También me había dicho que sólo la ignorancia con respecto a esos hechos podría protegerme. Pero el fraile no los ignoraba. Y tampoco contaba ya con la protección de la Iglesia.
¿Qué lo salvaría a él?
Me dirigí de nuevo al camino. Quería hablar un poco más con el fraile. Era evidente que él estaba en peligro. Tal vez él y yo deberíamos abandonar Veracruz juntos. Después de verlo, iría a casa de Beatriz. Lo más probable era que ella no estuviera todavía de vuelta de la feria, pero yo podía esconderme en su casa. Nadie me buscaría allí. Yo no tenía nada que comer ni deseaba estar solo en aquella selva.
El camino estaba desierto. Nadie viajaba por la noche y estaba demasiado cerca de la ciudad para acampar allí. La luna se reflejaba en las dunas con brillante luminosidad y alumbraba lo suficiente como para que yo viera las serpientes que venían de los pantanos.
Cuando llegué a la ciudad, el hambre atacó mi estómago como un lobo rabioso. Y aún peor, noté un fuerte descenso de la temperatura que me dejó helado. Después comenzó a soplar un fuerte viento que hizo que el pelo me golpeara la cara y casi se llevó mi manta. El viento del norte estaba en camino.
Un buen viento del norte tenía suficiente fuerza para derribar edificios, arrancar barcos de sus amarras y devolverlos al mar. Aquí, en las dunas, la arena sacudida por el viento era capaz de arrancarle a uno la piel de las manos y la cara. Nadie quería encontrarse con el viento del norte y, sin embargo, allí estaba yo, totalmente expuesto.
Primero tenía que hablar con el fraile, antes de ir a la habitación de Beatriz, un sucio cuartucho en un minúsculo edificio, suficientemente cerca del agua como para sufrir su fétido hedor en verano y la furia del infierno cuando soplaba el viento del norte. Su casero era un ex esclavo doméstico que había sido liberado por una mujer que les había concedido la libertad a todos sus esclavos cuando estaba a punto de morir. El hecho de haber sufrido el dolor y la desgracia de la esclavitud no lo había convertido en una persona más comprensiva cuando él compró su propia casa y alquiló las habitaciones. Pero yo estaba seguro de que podía entrar sin que él me viera. El cuchitril de Beatriz me ocultaría y me protegería por esa noche, pero allí encontraría poco o nada para comer. Ella preparaba sus tortillas y sus fríjoles todos los días en el terreno de fuera, y yo no encontraría en su cuarto nada que las ratas no hubieran probado primero.
Estaba en el límite de la ciudad y ahora el viento soplaba por las calles de Veracruz con la fuerza de un ciclón, llevándose el polvo y la escoria que se había acumulado desde la última gran ventolera.
Cuando llegué a la Casa de los Pobres, las nubes habían tapado la luna y habían oscurecido más la noche. El viento me rasgaba la ropa y la arena que volaba por el aire me picoteaba la cara y las manos.
Entré corriendo y gritando:
—¡Fray Antonio!
Sobre la mesa, una única vela iluminaba la habitación, gran parte de la cual se encontraba en penumbra. No vi que Ramón y otros dos hombres estaban allí hasta que fue demasiado tarde. El fraile estaba sentado sobre un banquillo, con los brazos y las muñecas atadas a la espalda con una soga gruesa de cáñamo. Un trozo de la misma soga amordazaba con fuerza su boca. Uno de los hombres sostenía al fraile mientras Ramón lo golpeaba con el mango de plomo de su fusta. La cara lívida y distendida del fraile estaba cubierta de sangre y distorsionada por el dolor. Un tercer hombre vigilaba aparentemente la puerta, porque en cuanto entré, la cerró con fuerza y me agarró de los brazos.
Ramón se me acercó y desenvainó su daga de treinta y cinco centímetros de largo, doble filo y acero de Toledo.
—Terminaré lo que empecé el día en que naciste —dijo.
Fray Antonio se liberó de los brazos del hombre que lo sostenía. Se abalanzó sobre el hombre que me tenía agarrado y lo embistió como un toro a la carga. Los dos cayeron al suelo. Ramón cargó contra mí, empuñando su daga, pero logré esquivarlo y él se tambaleó y cayó sobre su compañero, que trataba de ponerse nuevamente en pie. Ambos cayeron juntos. Ramón, luchando por levantarse y furioso por haber fallado el golpe, de pronto encontró un segundo blanco en la figura atada y amordazada del fraile, que estaba debajo de él. Y después de levantar el arma bien alta sobre su cabeza con las dos manos, hundió la hoja de treinta y cinco centímetros hasta el mango en el estómago del fraile.
—¡Púdrete en el infierno, hijo de puta! —gritó Ramón.
Jadeando a través de su mordaza y casi agonizando, el fraile rodó hasta quedar de espaldas; los ojos, entrecerrados; la boca, abierta y llenándose de sangre. Las rodillas se le flexionaron hacia el pecho, en una imitación de genuflexión. Su barbilla se aflojó y los ojos se le pusieron en blanco. Durante todo ese tiempo, Ramón siguió aferrado al mango de la daga y giraba la hoja en uno y otro sentido, hacia adentro y hacia afuera, en un semicírculo de ciento ochenta grados. Corrí hacia la puerta a la velocidad del viento, aturdido por tanto horror. A mis espaldas oí gritos, pero no significaron nada para mí. La oscuridad, la ira del viento del norte que se aproximaba y dejar atrás a mis perseguidores lo eran todo. Pronto los gritos se desvanecieron y yo me quedé solo con la oscuridad de la noche y el aullido del viento.