Como no tenía adonde más ir, seguí las instrucciones del fraile y lo aguardé en la bifurcación del camino. Finalmente llegó, a lomos de una mula. Fray Juan no iba con él y mi amigo no había llenado sus canastos. Por su cara, estaba muy asustado.
—Tú mataste a un hombre, lo decapitaste.
—Yo no lo maté —dije, y le conté al fraile lo sucedido.
—Eso no importa. Ellos te culpan a ti. Vamos. —Me ayudó a montar detrás de él y arreó a la mula.
—De vuelta a Veracruz.
—Pero usted dijo…
—Hay un español muerto y te culpan a ti. No tengo ningún amigo que pueda ofrecerle refugio a un mestizo buscado por asesinato. Te cogerán y te matarán cuando te encuentren. No habrá juicio para un mestizo.
—¿Qué voy a hacer?
—Tenemos que volver a la ciudad. Nuestra única esperanza es que yo encuentre a esa mujer antes de que abandone la ciudad y trate de convencerla de que tú no causarás ningún daño. Mientras yo lo intento, tú escóndete con tus amigos léperos. Si todo lo demás falla, subirás a uno de los barcos que transportan mercaderías por la costa hasta el Yucatán, la tierra de los mayas. Es la parte más salvaje de Nueva España. Allí podrías desaparecer en la jungla, y ni un ejército te encontraría. Yo te daré todo el dinero que necesites. Hijo mío, nunca podrás volver a Veracruz. No existe perdón para un mestizo que mata a un español.
El fraile estaba muerto de miedo. Yo no hablaba la lengua de los mayas y no sabía nada de junglas. Terminaría comido por los salvajes si ponía el pie en la jungla de Yucatán. En una ciudad podría, al menos, robar comida. En la jungla, yo sería la comida. Se lo dije.
—Entonces, vete a las zonas indias en las que entiendes la lengua náhuatl o los dialectos parecidos. Hay cientos de aldeas indias.
Yo no era indio; en esas aldeas me rechazarían. Debido a los miedos del fraile, yo dudaba en expresar el mío. Cuando la mula bajó por una colina y me incliné hacia adelante contra su espalda, sentí que el cuerpo del fraile se estremecía.
—Nunca debería haberte criado. No debería haber tratado de ayudar a tu madre. Me ha costado mi sacerdocio y, ahora, quizá la vida.
¿De qué manera ayudar a mi madre le había costado el sacerdocio? Y, ¿por qué me perseguían Ramón y aquella mujer?
Se lo pregunté, pero él se limitó a responder:
—La ignorancia es tu única esperanza. Y también la mía. Debes poder decir honestamente que no sabes nada.
Pero yo no estaba convencido de que mi ignorancia me protegiera. Si no hubiera sido por Mateo, yo habría muerto allí mismo, ensangrentado, aunque ignorara las respuestas a todas esas preguntas.
El fraile rezó mucho durante el largo trayecto de vuelta. Prácticamente no pronunció palabra, incluso cuando acampamos. Escondidos entre los arbustos, acampamos lejos, muy lejos del sendero.
Cuando estábamos a una hora de camino a Veracruz nos detuvimos.
—Debes viajar solamente por la noche —me advirtió el fraile—, y entrar en Veracruz al amparo de la oscuridad. Quédate lejos del camino y ocúltate cuando haya luz. No vayas a la Casa de los Pobres hasta que yo te mande buscar.
—¿Cómo me encontrará?
—Permanece en contacto con Beatriz. Yo te enviaré un mensaje a través de ella cuando no haya peligro.
Cuando me di la vuelta para alejarme, el fraile se deslizó de la mula cansada y me abrazó.
—Tú no has hecho nada malo para merecer todo esto… a menos que se te pueda culpar por haber nacido. ¡Ve con Dios!
Y el diablo, pensé.
Al enfilar hacia el mezquital, una serie de palabras me siguieron, palabras que me habrían de acosar durante el resto de mi vida: «Recuerda, Cristo, que si te encuentran, nada te salvará».