Encontré a fray Antonio debajo del árbol donde habíamos instalado el campamento. Le hablé de mi experiencia con el Sanador, incluyendo lo de la víbora escondida en mis genitales. Curiosamente, no lo noté nada impresionado.
—Descríbeme lo ocurrido… en detalle.
Le hablé del conjuro del Sanador, de su mano que pasó frente a mi cara, de mi sensación de estar al mismo tiempo fascinado y mareado…
—¡Ja! Tu cabeza empezó a girar en círculos, estuviste a punto de perder el equilibrio, tus ojos se humedecieron, te picaba la nariz, te sentías maravillosamente bien.
—¡Sí! ¡Por su conjuro!
—Fue yoyotli, un polvo que los sacerdotes aztecas utilizaban para someter a las víctimas del sacrificio. Cortés se enteró de su existencia durante la batalla de Tenochtitlán, cuando vio que sus indios aliados, que habían sido apresados por los aztecas, cantaban y bailaban al subir por los escalones del templo donde los sacerdotes iban a arrancarles el corazón. Un rato antes, a los prisioneros se les había dado una bebida llamada agua de cuchillo de obsidiana, una mezcla hecha de cacao, sangre de las víctimas del sacrificio y una droga debilitante. Antes de que ascendieran por los escalones hasta la cima se les arrojaba polvo de yoyotli en la cara. El yoyotli nos hace tener visiones. Se dice que los guerreros que van a ser sacrificados no sólo lo hacían voluntariamente, sino que se creían en los brazos de los dioses.
Me explicó que era un truco conocido por los encantadores.
—Tu Sanador tenía un poco de polvo en el bolsillo. Cuando entona sus conjuros, pasa la mano frente a ti para que el polvo vuele sobre tu cara.
—No, yo no vi nada de eso.
—Por supuesto. Sólo hace falta una cantidad mínima de polvo. Tú no ibas a ser sacrificado; sólo necesitaba atontarte un poco, debilitarte la mente, para que creyeras todo lo que te decía.
—¡Pero él me regaló el corazón de una estrella!
—Chico, chico —dijo el fraile y se tocó la sien—, ¿yo qué te he enseñado? ¿Realmente crees que roba estrellas del cielo? ¿O que él voló hacia la Tierra con Andrómeda en la mano?
Examiné la piedra negra con su lado pulido.
—Es un espejo de sombras —dijo el fraile—, obsidiana de un volcán, pulida hasta que adquiere un brillo profundo. Los magos indios les dicen a los tontos que esa piedra determina su tonal, su destino. Si una se rompe, les venden los pedazos a otros idiotas, diciéndoles que lo que les venden son los corazones de las estrellas. Se pueden comprar montañas de esas piedras por un real, o recogerlas a montones en las laderas de los volcanes. ¿Qué te pidió a cambio ese estafador?
—Nada —mentí.
El Sanador no estaba en la piedra plana ni en el lugar donde me había robado mi dinero. Lo busqué allí donde los indios acampaban, listo para amenazarlo si no me devolvía el dinero. Nunca había estado tan furioso. ¿Qué se creía ese indio farsante? ¿Qué era un pícaro? Se suponía que ése era mi trabajo.
Pero no pude encontrar a ese truhán. Había desaparecido. Y con mis dos reales. Mi orgullo herido sanaría, pero el dinero, ese dinero era más sagrado para mí que el trono papal.