VEINTISÉIS

Cuando la gente se dispersó, me quedé sentado junto al Sanador. Todavía mareado por su conjuro mágico, me sentía ahora humillado. Él me dio una porción de torta de saltamontes, un trozo de mazorca de maíz y un calabacín con zumo de mango, y me dijo con suavidad:

—Nunca reniegues de tu sangre india. Los españoles creen haber sojuzgado nuestra carne con látigos y espadas, con armas de fuego y sacerdotes, pero hay otro mundo debajo de nuestros pies, por encima de nuestra cabeza, que vive en nuestra alma. En ese reino bendito las espadas no hieren y el espíritu domina. Antes de los españoles, antes de que el indio hollara la tierra, antes de que la tierra misma estallara y fuera forjada del vacío, estas sombras sagradas nos envolvieron, alimentaron nuestra alma y nos dieron forma. Por siempre nos gritan: «¡Respeto! ¡Respeto!». Si traicionas tu sangre, te humillas frente a los dioses anodinos de los españoles y menos-precias los espectros de nuestra sagrada piel, allá tú. Ellos tienen buena memoria.

Me dio una piedra negra de dos dedos de ancho, uno de largo y dura como el hierro. Un lado era brillante, una especie de espejo rutilante de ébano. Su interior también brillaba misteriosamente y sentí que me precipitaba en sus profundidades, como si su centro no fuera de roca sino un abismo infinito, eterno como el tiempo, y su corazón, el corazón de una antigua estrella.

—Nuestros antepasados indios atravesaron las estrellas —explicó—, eran las estrellas y llevaban en su corazón piedras de estrella que predeterminaron nuestro destino, todos los destinos. Mira el espejo humeante, muchacho.

Yo ya no pertenecía a este mundo, sino que miraba a otro que existía antes de la luz y el tiempo. Mi mano tembló al rozarlo.

—Es tuyo —dijo.

Acababa de regalarme un trozo de una estrella.

Yo caí de rodillas, abrumado.

—Es tu tonal, tu destino.

—Yo no soy digno.

—¿En serio? No me has preguntado qué debes darme a cambio.

—Lo único que tengo son dos reales.

Su palma pasó sobre la mía sin tocarla, y el dinero desapareció como si nunca hubiera existido.

—Este regalo es inmaterial. La bendición mora en el corazón, y tu corazón alberga a los dioses.