Cuando las mujeres concluyeron su respetuoso canto y baile bajo la atenta mirada de los sacerdotes, el enano volvió a dirigirse al público.
—Para deleite especial de todos, en la hora que precede a la oscuridad se realizará aquí la representación especial de una comedia.
Se produjo un movimiento entre la multitud. Una comedia era una obra de teatro: una comedia, tragedia o relato de aventuras. Yo nunca había visto nada de eso. Me pregunté si sería la misma obra que ellos habían anunciado en Veracruz.
—Si quieren ver a un pirata castigado, el honor de un buen hombre restaurado, vengan a la comedia. —Y movió la mano en dirección al hombre llamado Mateo, que se había deslizado por entre el gentío para acudir junto al barril del enano—. Esta comedia viene de la mano de un gran maestro de los escenarios, cuyos trabajos fueron presentados en Madrid, Sevilla y frente a la realeza: Mateo Rosas de Oquendo.
Mateo se quitó el sombrero e hizo una de sus grandes reverencias.
—La entrada a esta obra maestra cuesta tan sólo un real —dijo el enano.
Yo tenía dos reales en el bolsillo, obtenidos del autor mismo de la comedia. Podía comer como un rey y ver la obra. Dios era bondadoso. Pensé que todo marchaba bien en mi vida, y por un momento olvidé que en todo paraíso hay una serpiente.
Mi recorrido me llevó a la sección donde los hechiceros y magos indios vendían su magia. Con gran entusiasmo, me acerqué, y mis hombros se frotaron con los de sacerdotes y monjas, prostitutas y caballeros, vaqueros e indios, portadores de espuelas y mestizos, soldados toscos y señoritos perfumados.
Me detuve a mirar a un adivino que predecía el futuro de la gente: un indio de aspecto malévolo, pelo largo y manta pecadoramente escarlata. Desagradables cicatrices le cruzaban ambas mejillas y su cara estaba marcada con luces procedentes de llamas amarillas y carmesí. Estaba sentado con las piernas cruzadas sobre una manta, sacudía pequeños fragmentos de hueso dentro de una calavera humana y después los arrojaba sobre una manta india, como si estuviera echando la suerte. Según el dibujo que formaban, él adivinaba el curso de una vida o la respuesta a una plegaria. Yo había visto a adivinos leer huesos en las calles de Veracruz. Ahora, un indio le pidió al mago que adivinara cuál sería el destino de su padre después de un accidente muy serio.
—Camino a aquí, mi padre resbaló en el sendero de la montaña y cayó. Ahora no puede caminar y se niega a comer. Sencillamente está acostado de espaldas y con mucho dolor.
El adivino no mostró preocupación o solicitud, y desapasionadamente le hizo preguntas sobre el nombre y el signo de nacimiento de su padre azteca.
El hombre le entregó una moneda. El adivino sacudió los huesos en la calavera y los lanzó sobre una manta sucia. Los trozos formaron un dibujo oblongo.
—La forma de una tumba —le dijo el indio—. Tu padre pronto dejará esta vida de trabajo.
No pude evitar reír con escepticismo. El viejo impostor giró la cabeza y me dirigió una mirada amenazadora. Si yo hubiera sido ese muchacho indio, habría quedado atónito al recibir esa mirada malévola, pero yo era un lépero con una educación clásica; no, un pícaro, eso era lo que yo ahora me consideraba. Esta nueva visión de mí mismo como un caballero bribón me permitió dar rienda suelta a mi curiosidad. Tendría que haberme alejado de allí sin tentar al destino —y a los poderes oscuros de aquel hombre, que él conocía bien—, pero ahora quería saber más. Así que, como Ulises se enfrentó a los cíclopes, yo lo provoqué.
—El curso de la vida de un hombre no está determinado por unos viejos huesos arrojados de una calavera —le dije, con altivez—. Eso no es más que magia para las viejas y los tontos.
¡Ay!, las locuras de la juventud. El hilo del destino se entreteje para todos nosotros. Aquel día, hace tanto tiempo en la feria, me arrojaron también a mí los huesos y, sin que nadie lo supiera excepto los dioses, los caminos de mi vida, mi tonal azteca, quedó fijado en el Tonalámatl, el Libro del destino. A lo largo de mi vida volvería a reencontrarme con los amigos y enemigos que hice ese día.
La cara del viejo se transformó en una mueca feroz y, después, en el gruñido salvaje de un felino de la jungla. Agitó un puñado de huesos frente a mi cara y murmuró un conjuro en un dialecto indio que yo desconocía.
En silencio, me alejé.
¿Para qué tentar al destino?
—Mestizo, cuando los jaguares se despierten, te arrancarán el corazón sobre la piedra del sacrificio.
Esas palabras, apenas susurradas a mis espaldas, fueron dichas en náhuatl. Me di media vuelta para ver quién había pronunciado esa amenaza. Un indio avanzaba por entre el gentío y yo estaba seguro de que él era el culpable.
Me alejé de prisa, nada feliz por mis comentarios imprudentes y por la predicción que habían provocado. No fue sólo el comentario; fue el tono cargado de odio con que había sido pronunciado. En aquel momento no vi ninguna conexión entre los jaguares y la piedra del sacrificio, aunque sabía que esos enormes gatos de la jungla eran sagrados para los indios.
En otro momento me habría reído del comentario del indio y lo habría tomado simplemente como otro insulto provocado por mi sangre mezclada, pero ésa era la segunda amenaza a mi vida en un lapso muy corto de tiempo. La amenaza del indio no me asustaba sino que me enfurecía.
Caminé por entre la multitud y mi enojo se agravó, tanto por el insulto como por mi rápida retirada frente a lo que el fraile habría descrito como «una tontería supersticiosa». Un pícaro habría tenido una réplica preparada para las amenazas mágicas de un chamán. Sin embargo, la última amenaza no había salido de labios del chamán, sino de una voz incorpórea que todavía no lograba identificar.
Enfilé hacia los puestos de libros en busca de fray Antonio y fray Juan. Fray Antonio sin duda estaría allí, hojeando libros aunque sin comprar ninguno. Todo el dinero que le llegaba a las manos lo destinaba a comprar comida para los pobres. Desde luego, yo podría robar un buen libro para el fraile, pero seguro que él no aprobaría eso.
Vi primero a fray Juan, hablando con un hombre cerca de uno de los puestos de libros. Al ver que yo me acercaba, el hombre miró furtivamente en todas direcciones y después condujo al fraile a un lugar situado detrás de los puestos.
Cuando reconocí al hombre —el pícaro Mateo—, eché a correr en seguida. Imposible saber qué clase de problemas tenía él en mente para el fraile. Fijaos en el problema en que me metió a mí, mi encuentro con la esposa del alcalde y su teta de bruja. El enano que pregonaba comedias y baladas para él podía ufanarse de que Mateo había escrito y actuado frente a las testas coronadas de Europa, pero yo era inmune a esas fanfarronadas. Conocía a un demonio vestido de seda cuando lo veía. Sin embargo, el ingenuo fray Juan nunca pensaba mal de la gente y se convertiría en una presa fácil para Mateo.
Detrás de los puestos, Mateo le estaba entregando un libro que había sacado de debajo de su capa. Cuando me acerqué a ellos, Mateo buscó su daga.
—El muchacho es el criado de un hermano —le explicó fray Juan a Mateo.
Fray Antonio me había descrito de la misma manera a los inquisidores para desviar su curiosidad.
Mateo no pareció reconocerme, lo cual era comprensible. Los léperos eran objetos, no personas y, por definición, no merecían ser recordados.
Yo me quedé a un lado, con actitud servil, pero no tan lejos como para no poder oír lo que decían.
—Este libro —dijo Mateo, continuando con su propagan-da— es una de las más clásicas novelas de caballerías, un libro épico que supera incluso al Amadís de Gaula y al Palmerín de Oliva. Véalo por sí mismo: las espléndidas tapas de cuero de Marruecos, la elegante caligrafía gótica, el exquisito papel pergamino, todo por unos miserables… diez pesos.
¡Diez pesos! El rescate de un papa. El sueldo de todo un mes para la mayoría de los hombres y, ¿para qué? ¿Una simple novela de caballerías? Un relato estúpido de caballeros y damas, de dragones muertos, reinos conquistados y damiselas seducidas. Justo lo que había llevado a don Quijote a luchar contra los molinos de viento.
Fray Juan lo examinó con atención.
—No parece papel pergamino…
—Tiene mi palabra de caballero de que este papel fue fabricado en las venerables márgenes del Nilo y enviado por barco a través del Mediterráneo para ser leído por nuestro santo monarca en Madrid. Sólo por la más afortunada y auspiciosa de las circunstancias llegó a mis manos esta obra de arte.
—La gente del Nilo fabrica papiros, y no papel pergamino —tercié.
El pícaro me miró con furia, pero en seguida volvió a concentrarse en fray Juan, quien ahora leía en voz alta el florido título de la obra.
Crónica de los notables Tres Caballeros de
Barcelona, que derrotaron a diez mil moros y a cinco
monstruos aterradores, pusieron al legítimo rey en
el trono de Constantinopla y reclamaron un tesoro
más grande que el que posee cualquier rey de la
cristiandad.
Solté un rugido de desprecio.
—El título es una broma y también lo es el libro. En Don Quijote, Cervantes expuso estas novelas de caballería por lo que en realidad son. ¿Quién leería semejante sandez? Sólo un imbécil. ¿Quién escribiría semejante idiotez? Sólo un lunático.
El fraile, incómodo, le devolvió el libro a Mateo y se alejó apresuradamente.
Yo me disponía a seguirlo cuando oí que Mateo decía en voz baja:
—Muchacho.
Cuando me volví, su mano me apretó el cuello con la rapidez de una serpiente. Me sacudió hacia él y su daga se metió debajo de mi manta, tanteándome los cojones.
—Tendría que castrarte como a un novillo, pordiosero mestizo y sucio.
La punta de la daga penetró el tejido suave de mi entrepierna, y un hilo de sangre descendió por una de mis piernas. El hombre tenía la mirada de un animal dolorido y demente con un sufrimiento feroz. Yo estaba demasiado asustado, aun para suplicar.
Me arrojó al suelo.
—No te corto el cuello porque no quiero que tu sangre de prostituta me salpique las manos.
Su espada estaba desenvainada y él se cernía sobre mí, la hoja afilada apoyada en mi cuello. Yo esperaba que mi cabeza cayera y rodara por el suelo, pero la punta de la espada se detuvo contra mi manzana de Adán.
—Hablaste de ese hijo de puta que escribió la saga del Quijote. Si llegas a mencionar una vez más su nombre… el nombre de ese cerdo que me robó las historias, las ideas, la verdad, la auténtica vida de otro, mi vida, no sólo te separaré la cabeza de los hombros, sino que te iré arrancando la piel centímetro a centímetro y cubriré tu esqueleto con chile y sal. —El demente desapareció y yo me quedé mirando el cielo.
¡Ay! ¿Qué había hecho yo? Es cierto, le había arruinado la venta, pero lo que había vuelto loco a Mateo era el nombre de Cervantes, que casi me costó los cojones y la cabeza. De pronto se me ocurrió que, quizá, ese demente era el autor de esa ridícula novela.
¡Dios mío! Tal vez el fraile podría hablarme de esa iglesia en la India, donde uno es castigado por los pecados de una vida pasada. Debo de haber arrojado a las llamas del infierno a por lo menos mil almas para haber merecido este infortunio.
El fraile, por supuesto, dice que yo atraigo este infortunio infernal sobre mi persona por hablar tanto. Se culpa a sí mismo de mi lengua suelta, y en ello hay cierto viso de verdad. Él me presentó los trabajos de ese escéptico incansable llamado Sócrates. Lo desafió todo y me pasó a mí ese maldito hábito, como si de una enfermedad se tratara.
Por suerte, esta lámpara de la verdad rara vez ilumina mi propia vida inicua. Es imposible caminar por el camino del lépero con la verdad como luz guía; hay algunas verdades que nadie puede tolerar.
Me sacudí el polvo y regresé a la feria con menos entusiasmo que antes.