Cuando llegamos a la feria de Jalapa, el sol se encontraba en su cenit. Desplegadas sobre un sector bien amplio, las mercancías de dos mundos habían sido vertiginosamente dispuestas bajo el cielo abierto o debajo de unos toldos de lona. Magos, acróbatas y charlatanes rivalizaban en busca de monedas a lo largo de los puestos de libros sobre temas religiosos y obras de teatro; los vendedores de herramientas elogiaban la solidez de sus martillos y serruchos; los comerciantes que vendían semillas y herramientas de granja discutían precios con los mayordomos de las haciendas; los mercaderes de ropa, que ofrecían exóticos atuendos de exquisitas sedas y finos encajes, alegaban que los reyes de toda Europa se vestían con ropas iguales que ésas. Los vendedores de artículos religiosos ofrecían por todas partes cruces, cuadros, estatuas, efigies e iconos de todo tipo.
Los puestos de delicias de miel y azúcar competían con amuletos garantizados para conquistar el corazón de la persona amada y «crucifijos bendecidos por santa Lucía, palabra de honor, un escudo sagrado contra las infecciones de los ojos». «Bendecidos por san Antonio de Padua, logran vencer cualquier posesión diabólica y fiebre cerebral…».
Tuve la sensación de haberme sumergido en el mundo de Sherezade y Las mil y una noches.
Desde luego, la Inquisición reinaba allí con toda su fuerza. Los familiares, su guardia laica, recorrían los puestos, examinaban la lista de los libros prohibidos y verificaban la autenticidad de los artículos religiosos. También estaban los publícanos vestidos de negro del rey, que computaban y recaudaban impuestos para la Corona. Tampoco pude dejar de advertir cuánto dinero pasaba de mano en mano por debajo de la mesa, entre los vendedores de libros y los familiares, los recaudadores de impuestos y los mercaderes: la inevitable mordida, que de manera tan ubicua apuntalaba la economía de Nueva España, era universalmente tolerada como coste indispensable de hacer negocios. Y, de hecho, así era. El recaudador de impuestos le compraba su oficio al rey. Y era compensado, no por méritos, bonos, remuneraciones ni salarios, sino por extorsiones legalmente sanciona-das. Lo mismo podía aplicarse a la mayor parte de los cargos públicos. El carcelero, que compraba su empleo, alquilaba los prisioneros a las letales fábricas de azúcar, a los obrajes de trabajos forzados y a las minas del norte, y dividía el dinero con el condestable que había arrestado al prisionero y el juez que lo había sentenciado culpable. La mordida, el pago a un empleado público para que cumpliera con su deber —o para que no lo hiciera—, era una forma de vida en Nueva España.
—Afróntalo —me dijo el fraile, algo bebido—, nuestros cargos públicos son vendidos a precios desorbitados para recaudar fondos para nuestras guerras en Europa.
Pero, por el momento, yo estaba fascinado. Incluso me había olvidado de la vieja matrona y del malvado Ramón. Recorrí la feria con los ojos bien abiertos, maravillados. Había visto a Veracruz repleta de gente que celebraba festivales y la llegada de la flota del tesoro. Había presenciado la ferviente excitación provocada por la llegada del arzobispo, pero la afluencia y la ostentación de esa feria era incomparable. Incluso yo, un veterano de todo lo que Veracruz tenía para ofrecer, que había visto tantos fardos y bultos transportados hacia y desde la flota del tesoro, estaba atónito. Era distinto ver todos esos artículos, no embalados sino desplegados de forma individual: todo, desde llamativas prendas de vestir hasta espadas rutilantes y con empuñaduras enjoyadas y hojas que brillaban al sol; no transportados masivamente desde la bodega de un barco sino exhibidos tentadoramente, a la espera de ser tocados, examinados, cuidadosamente inspeccionados. Allí todo era tanto más íntimo que en los muelles; mercaderes españoles que regatean directamente con sus clientes; buhoneros que pregonan sus deliciosos bocados; acróbatas que exhibían sus piruetas y saltos mortales por propinas; cantantes que dedicaban serenatas a los transeúntes con baladas llenas de pasión; indios que contemplaban esas mercaderías exóticas con la misma actitud de sorpresa y maravilla que sus antepasados seguramente sintieron cuando confundieron a Cortés y a sus conquistadores de a caballo, que entraban en Tenochtitlán, con fabulosos dioses.
Fray Antonio me interceptó para darme una advertencia:
—No creo que haya peligro aquí. En Veracruz hay mucho ajetreo con la llegada del arzobispo, y don Ramón y la viuda sin duda estarán demasiado ocupados durante un tiempo como para venir aquí. De todos modos, debemos tener mucho cuidado.
—No entiendo…
—Bien. En este punto, que entendieras sólo podría causarte la muerte. La ignorancia es tu único aliado —y se alejó, dejándome totalmente confundido.
Se dirigió a los puestos de libros y comenzó a examinar algunos trabajos recién llegados de Platón y Virgilio, mientras el padre Juan hojeaba las aventuras románticas de caballeros errantes y deliciosas damiselas en busca de Dios y el Santo Grial, algunos trabajos prohibidos, y otros, no; pero no se atrevía a comprar y a llevarse incluso los aceptados por los censores.
Por lo general, también yo habría estado en los puestos de venta de libros, revolviendo los ejemplares, pero por el momento, como tenía quince años, me atraía más el grupo de magos y hechiceros, que proclamaban que eran capaces de resucitar muertos, predecir el futuro y leer en las estrellas. Cerca, unos ilusionistas se tragaban espadas y devoraban antorchas.
Yo estaba decidido a no permitir que el miedo me arruinara la feria. Con las monedas del fraile me compré una tortilla, que unté con miel. Mientras me la comía, caminé por entre las mesas y los puestos coloridos. Todo parecía estar en venta, desde voluptuosas putas y pulque fresco del corazón carnoso del maguey hasta vinos raros que habían sobrevivido a un viaje tormentoso por el océano y el traqueteo de un tren de carga.
La gente fluía por los pasillos como las corrientes de un río. Mercaderes y mendigos, soldados y marineros, prostitutas y damas, indios y mestizos, españoles de ricas vestimentas, caudillos de aldeas, caciques en sus coloridas mantas indias, ostentosas africanas y mulatas…
Dos mujeres españolas se detuvieron en un rincón bullicioso, sacudiendo panderetas, instrumentos planos de percusión parecidos a pieles de tambor, pero con unos discos sueltos sujetos alrededor del borde. Reconocí los instrumentos y también a las picaras bailarinas que habían actuado cuando el bribón de Mateo recitaba «El Cid». Los dos integrantes masculinos del grupo dejaron caer un barril cerca y sentaron encima al enano.
—Señores, presten atención. Reúnanse alrededor y verán y oirán maravillas, ofrecidas frente a testas coronadas de Europa, los sultanes infieles de Arabia y Persia y los paganos emperadores de Asia.
»Recuerden los días en que nuestra orgullosa tierra fue invadida por los salvajes moros, excepto algunos pequeños reinos en los que nuestros señores siguieron gobernando; pero incluso éstos debieron pagar tributo a los moros. Ese amargo tributo no fue pagado con oro extraído de la tierra, sino en forma de doncellas de pelo rubio, las vírgenes más hermosas de la tierra, a las que todos los años el depravado rey moro y sus notables deshonraron y violaron despiadadamente.
Con movimientos histriónicos de las manos y los ojos bien abiertos, el enano comenzó así su espeluznante relato.
—No había ningún Cid, ningún héroe en nuestra tierra, pero, ah, había una doncella que rechazó la lasciva concupiscencia de esos fanáticos moros. Con vestiduras color alabastro y trenzas doradas que le caían en la espalda, irrumpió en la sala del ayuntamiento, donde el rey español se encontraba reunido con sus caballeros. Les echó en cara sus actos cobardes, los acusó de ser hombres falsos que permanecían indiferentes mientras la flor del honor de España era deshonrada y profanada.
El diminuto actor miró a los hombres y a las mujeres que ahora, llenos de indignación, se encontraban allí reunidos.
—¿Saben lo que esa hermosa doncella les dijo? Pues les dijo que, si carecían de la virilidad suficiente para enfrentarse a los moros, permitieran que las mujeres empuñaran el acero español y lucharan en lugar de ellos contra los infieles.
Todos los hombres allí presentes, y también los jóvenes como yo, enfurecieron, avergonzados por la actitud de aquellos caballeros. El mayor tesoro de España era el honor de sus hombres… y la santidad de sus mujeres. ¿Entregar a nuestras mujeres al enemigo como tributo? ¡Ay! Mejor sería arrancarme la lengua y los ojos de un tirón y cortarme los cojones.
—Ahora, reúnanse todos aquí mientras las bailarinas de Las Nómadas cantan para ustedes El tributo de la doncella.
Aunque a los hombres allí reunidos lo que más les interesaba eran las bailarinas y, sobre todo, los instantes en que ellas mostraban los muslos al levantarse la falda, noté que el enano estaba muy alerta ante la posible llegada de los inquisidores y otros sacerdotes que merodeaban por la feria, incluso cuando los dos hombres circulaban con un sombrero en la mano para reunir dinero. Mientras tanto, las bailarinas cantaban:
Si a los moros se les debe pagar tributo, que los hombres lo sean;
envíenles a los holgazanes desocupados a fastidiarlos
con sus enjambres de miel;
pues cuando es pagado con doncellas, por cada una de ellas aparecen
cinco o seis soldados fuertes para servir al rey moro.
Es poco sensato mantener a nuestros hombres en casa…
Si bien las palabras de la canción eran bastante inocentes, el lenguaje corporal de las mujeres, que cada tanto hacían una pausa y un aparte y en voz baja describían lo que un moro le haría a una virgen española, bastaba para hacerlas arrestar.
Sólo sirven para conseguir señoritas que, cuando llega el momento,
deben acudir, como todas las demás, a dormir a la cama del moro;
para todo lo demás son inútiles, y de ninguna manera
vale la pena conservarlos.
Así, existe coraje viril entre los pechos de las mujeres,
pero ustedes, caballeros, tienen el corazón de una liebre,
así habló esa intrépida señorita…
Las mujeres que bailaban frente a mí se levantaban la falda por encima de la cintura. Debajo de las vestiduras que ondeaban en remolinos no llevaban nada, y yo quedé azorado ante la visión fugaz del jardín secreto que tenían entre las piernas y que hacía tan poco tiempo había tenido oportunidad de conocer. Por supuesto, los hombres del público se volvieron locos y echaron dinero en los sombreros.
¿Qué tenían las mujeres españolas que enloquecía tanto a los hombres españoles? Los hombres españoles son capaces de ver a una india o a una africana desnuda y mirar a través de ella como si nunca hubiera estado ahí o considerarla sólo como un receptáculo de su lujuria. Pero una mirada breve al tobillo de una mujer española o una mirada furtiva a su escote, y esos mismos hombres quedan extasiados. Y, desde luego, aquellas dos actrices exhibían bastante más que un tobillo.
—¡Chis! —Siseó el enano—. ¡Cho!
Las bailarinas llamaron incluso la atención de los dos sacerdotes. Metiéndose entre la multitud, las mujeres dejaron caer sus faldas y empezaron a cantar La canción del galeote, una tonadilla acerca de una mujer que espera el regreso de su amante, prisionero de los moros.
Vosotros, los marineros de España,
tirad con fuerza de sus remos,
y traedme de vuelta a mi amor,
¡qué está prisionero de los moros!
Vosotros, galeotes de cuerpo fornido
como castillos sobre el mar,
oh, grande será vuestra culpa,
si no me lo traéis de vuelta.
El viento sopla con fuerza,
la brisa ayudará a vuestros remos;
oh, surcad de prisa los mares,
porque él es prisionero de los moros.
La brisa dulce del mar
refresca todas las mejillas menos las mías;
caliente es mi aliento,
mientras pastoreo sobre el agua del mar.
Arriba, izad bien alto las velas,
y apoyaos fuerte sobre los remos:
oh, no dejéis que se escape el viento fuerte,
¡porque mi amor está preso entre los moros!
El estrecho es angosto,
veo las colinas azules del otro lado;
espero con impaciencia vuestra llegada,
y os agradezco que traigáis a mi amor.
A Santa María rogaré, mientras
vosotros os apoyáis sobre los remos;
será un día sagrado
cuando me lo traigáis de los moros.
Nadie les reprochó sus voces lascivas ni el movimiento de sus faldas, ni siquiera los dos frailes. Y esos actores tampoco eran los obreros vestidos de librea que bajaban de la flota del tesoro; el grupo de actores se había transformado. Con vestuario ostentoso, ahora caí en la cuenta de que su ropa servil de aquella vez era un mero disfraz. Los inspectores del muelle desviaban a los pasajeros de aspecto vulgar a Manila, una casi segura sentencia de muerte, y a los actores se los consideraba personas vulgares y corruptas. Cada tanto, esos grupos de actores pasaban por Veracruz, como había comentado el fraile.
—No sólo el rey les niega la entrada aquí; en España, cuando ellos mueren, la Iglesia prohíbe que sean enterrados en un camposanto.
—¿Acaso temen que los actores corrompan a los muertos? —pregunté, con inocencia.
—Para la Iglesia, los actores son picaros con otro nombre.
Después de mi lectura clandestina de Guzmán de Alfarache, sabía lo que él quería decir. También entendía por qué yo me sentía atraído hacia esos bribones. Es cierto, su vida era vergonzosa, pero también lo era la mía; y, a diferencia de lo que me sucedía a mí, ellos se divertían con estilo y extravagancia. Nunca trabajaban ni tenían miedo. La gente los aplaudía con entusiasmo y metían dinero en sus sombreros. En cambio yo, por mis contorsiones, recibía poco más que patadas y desprecio. Ellos avizoraban viajes, aventuras y damas lascivas en su futuro. Yo moriría en una alcantarilla o en una mina, trabajando como esclavo. Ellos morirían en lechos de plumas, entre las piernas de una señorita sensual, mientras un rival celoso aporreaba la puerta. Lo más que yo podía esperar cuando me llegara el fin era la barriga llena de pulque, un puente cómodo para dormir debajo de él y una puta con gonorrea para aliviar mi dolor.
Pero los picaros llevaban una existencia de gran excitación, libres como pájaros. A diferencia de los léperos, condenados a la degradación por su sangre impura, un pícaro podía pasar por un duque… ¡hasta convertirse en uno de ellos! Los picaros no estaban predeterminados por la sangre. Sencillamente no nacían a un destino prefijado; los picaros se hacían. No gravitaban hacia una vida estructurada de servidumbre perenne. No morían entre la oscuridad y el polvo de minas recónditas de plata, perdidos, temerosos, abandonados, solos. Saboreaban su libre albedrío. Caminaban, hablaban y se dirigían a otros, aun a sus mejores, con familiaridad, un corazón esperanzado, irreverencia y, sobre todo, nada de miedo. El pícaro se enfrentaba a la vida con alma libre y paso ligero, incluso mientras nos robaba la cartera o nos cortaba el gaznate.
¡Y picaras! ¡OH! ¡Nunca había visto mujeres así! Su mirada era descarada; su sangre, caliente. Aunque en Nueva España había mujeres de todos los colores y sangres imaginables, mestizas, indias, mulatas, africanas y españolas, que eran una preciosidad para contemplar, ninguna de ellas exhibía libertad en sus actos, ni siquiera las resplandecientes mulatas a las que se les permitía envolverse en atuendos llamativos con los colores del arco iris, pero a quienes nunca se les pasaría por la cabeza cambiar de situación y de estado, desafiar su clase, su casta y los grilletes que encadenan su sexo.
Todas esas mujeres pueden vestirse y adornarse como flores rutilantes para complacer a un hombre, pero detrás de su actitud y de su risa, saben que el hombre con el que flirtean es superior. Sin embargo, esas mujeres picaras que se levantaban la falda, mostraban su sexo y cantaban acerca de otras mujeres que se burlaban de los hombres y mataban moros mientras sus hombres cobardemente permanecían en casa, esas mujeres no le tenían miedo a nada. Ningún hombre entre ese público, a menos que tuviera la mente embotada por el vino, se habría atrevido a tocar a una de ellas. Tampoco ellas se lo habrían permitido. Se sabían iguales que esos hombres… o incluso superiores.
Cuando las mujeres se volvieran más importantes para mí que los magos y los traga sables, la clase de mujer que conocía su propia fuerza sería la que más me atraería; incluyendo a la muchacha de seda de Veracruz, por quien yo había extendido mi manta como si ésta fuera una capa. Aunque ella era todavía joven, sus ojos habían revelado la misma libertad feroz de las bailarinas.
Con frecuencia, dichas mujeres representaban peligro y yo —tonto como era— supe incluso entonces que me sentía atraído hacia ella como si estuviera al borde del cráter de un volcán humeante que podría entrar en erupción en cualquier momento.
¡Ay! Eso fue entonces y esto es ahora. Si en aquellos inocentes quince años hubiera sabido lo que este hombre adulto que tiene una pluma en la mano sabe hoy en prisión, santo Dios, podría haberme llenado los bolsillos de oro y el lecho de mujeres.