VEINTIDÓS

Tan pronto estuvimos fuera de la vista de la pulquería, me puse al lado de la mula que transportaba a los dos frailes. Quería saber más acerca de lo que había oído, así que lisa y llanamente lo pregunté:

—¿Qué aspecto tiene la teta de una bruja?

El fraile joven, Juan, se persignó y farfulló una oración mientras fray Antonio me decía:

—Algún día tu curiosidad te meterá en problemas.

—Me temo que ya tengo problemas —farfullé, pero en seguida cerré la boca cuando el fraile me fulminó con la mirada.

—Hay muchas cosas que deberías saber para protegerte de aquellos que te amenazan a lo largo del camino de tu vida —dijo fray Antonio—. En este mundo existe maldad, y los hombres buenos deben luchar contra ella. Por desgracia, la institución de la Iglesia, creada para luchar contra el mal, comete atrocidades indescriptibles en nombre del Señor.

—Antonio, no debes… —dijo fray Juan.

—Cállate. Yo no reverencio la ignorancia, como lo haces tú. Este asunto fue mencionado delante del muchacho, así que él debería conocer la forma de operar de la Inquisición para poder sobrevivir en este mundo. —Sus palabras implicaban que mi supervivencia no era algo que estuviera garantizado.

Siguió avanzando un momento en la mula, reordenando sus ideas.

—Descubrirás, mi joven amigo, que las partes pudendas de las mujeres son distintas de las nuestras.

Yo casi me eché a reír. Las chiquillas indias por lo general corrían desnudas por las calles. Tendría que haber sido ciego para no haberme dado cuenta de que no tenían pene. ¿Qué diría el fraile si le contara cómo me presenté a la esposa del alcalde?

Una vez más, el fraile vaciló y sopesó sus palabras.

—Cuando el Santo Oficio lleva a una persona a sus calabozos se le desnuda y su cuerpo es examinado cuidadosamente por los inquisidores en busca de señales del diablo.

—¿Cuáles son esas señales? —pregunté.

—El diablo conoce a los suyos —explicó fray Juan—, y les coloca su marca en el cuerpo. Puede ser una cicatriz, el diseño que forman las arrugas sobre la piel…

Fray Antonio se burló de él y el fraile más joven lo miró con pesar.

—No debes burlarte de la Inquisición —dijo Juan—. Tu actitud blasfema es bien conocida y algún día te la recordarán.

—Yo le respondo a Dios todos los días —repuso fray Antonio—. No tengo ni idea de cómo son las marcas de Satanás. En cuanto al animal de Osorio —al fraile se le quebró la voz por la emoción al pronunciar ese nombre—, al examinar a las mujeres desnudas se deleita en espiarlas entre las piernas y en atormentar un apéndice que, en manos llenas de amor, es su fuente de gozo.

—¿Algo parecido a un pene? —pregunté con temor.

—No, no es como el que tienen los hombres sino algo diferente. Este inquisidor, Osorio, en su ignorancia, pues nunca había visto antes de cerca las piernas de una mujer ni se había acostado con una, había oído hablar de ese pequeño hongo en labios de otros frailes ignorantes. Esos mentecatos pensaron que lo que encontraron entre las piernas de esa mujer era una teta, creada allí por Satanás para poder succionar de ella.

Me quedé sin aliento al recordar el pequeño hongo que tenía entre las piernas la mujer del alcalde y que yo había presionado con la lengua.

—¿Y qué sucede si un hombre toca esa teta? ¿Muere?

—¡Se convierte en poseso del diablo! —exclamó fray Juan.

¡Ay de mí!

—¡Tonterías! —Replicó fray Antonio—. Eso es absurdo. Todas las mujeres tienen esa protuberancia entre las piernas.

—¡No! —saltó Juan.

—Incluso Nuestra Señora la Virgen Madre la tenía.

Fray Juan en seguida murmuró una plegaria y se persignó.

—Lo que digo, chico bastardo, es que lo que Osorio encontró y describió como la marca de Satanás, la teta de una bruja es un don de Dios, algo que todas las mujeres poseen.

—Debe de haber sido terrible para esa pobre mujer —dije.

—Fue peor que terrible —repuso fray Antonio—. Como ella no confesó, Osorio la torturó hasta quitarle la vida.

—¡Por Dios! —exclamé—. ¿Cuál fue su castigo?

—¿Castigo? Ninguno. Dicen que Dios conoce a los suyos. La mujer está oficialmente absuelta y va al cielo.

Seguimos caminando en silencio.

—Antonio —dijo finalmente fray Juan, sacudiendo la cabeza—, tus opiniones heréticas harán que algún día la Inquisición caiga sobre ti y también sobre el muchacho.

Fray Antonio se encogió de hombros.

—Está bien, explícaselo a tu manera.

—Cuando nuestros gloriosos monarcas, Femando e Isabel, asumieron la Corona Unida de España y se apoderaron de las últimas plazas fuertes moriscas de la Península —empezó a decir fray Juan—, la tierra estaba fuertemente poblada por judíos e infieles que amenazaban las bases mismas de nuestra sociedad. Nuestros monarcas más católicos crearon el Santo Oficio de la Inquisición para contrarrestar esa influencia demoníaca. Finalmente, se decretó que los judíos debían convertirse a la fe cristiana o abandonar el país. Casi al mismo tiempo en que Cristóbal Colón, el Gran Descubridor, zarpaba de España para descubrir el Nuevo Mundo, miles y miles de judíos fueron obligados a abandonar el país y a dirigirse a las tierras islámicas del norte de África.

—Torquemada, nuestro inquisidor general, introdujo la tortura y la confiscación de los bienes de la víctima como medios para la conversión —señaló fray Antonio—. En otras palabras, miles de judíos lo perdieron todo a manos de la Iglesia y la Corona, se convirtieran o no.

Fray Juan miró a Antonio con expresión de censura y continuó:

—Los seguidores de Mahoma también fueron obligados a convertirse o a marcharse de España.

—Con lo cual se violaron los términos de su rendición —prosiguió fray Antonio—. De todos modos, sus propiedades también fueron confiscadas.

—A partir de ese momento —insistió Juan—, surgió una nueva amenaza, el problema de los falsos conversos: judíos que falsamente se adhirieron a la fe cristiana, y que nosotros llamamos marranos, y moros que juraron falsa lealtad a Cristo, y son los que nosotros llamamos moriscos.

Reconocí el significado de la palabra: «pequeños moros».

—Para evitar que estos falsos conversos diseminaran sus ideas malévolas y sus ritos satánicos, la Iglesia ordenó al Santo Oficio que encontrara a esos malvados pecadores…

—… a través de la tortura…

—… y se les castigara.

—Quemándolos en una hoguera frente a toda la ciudad —añadió fray Antonio.

—Cristo, hijo mío —dijo fray Juan, molesto—, a eso se le llama auto de fe. Para quienes se arrepienten y confiesan su culpa, el castigo es casi indoloro.

Fray Antonio resopló.

—A las víctimas se las ata a un poste y se apila leña a su alrededor. Si se arrepienten, se las estrangula antes de quemarlas.

Tampoco yo había entendido nunca el auto de fe. Había leído muchas veces el Evangelio en el hospicio y en ningún momento encontré allí sugerencias de que quemáramos vivas a las personas.

—La Inquisición, que está dirigida por completo por hombres que nunca se han acostado con una mujer o a quienes al menos se les ha prohibido hacerlo, lleva adelante una guerra, santa contra las mujeres —dijo fray Antonio. Y descartó con un gesto las objeciones de Juan—. Lo hace a través de lo que ella llama controlar la adoración del diablo entre las brujas. Los monjes dominicos han predicado apasionados sermones en aldeas y ciudades, en los que describían las prácticas demoníacas de las brujas. Por culpa de esos sermones, la gente ignorante ve la mano de Satanás en todas partes. Delatan a sus vecinos y, a veces, incluso a miembros de su familia a la Inquisición, por los motivos más triviales.

»Una vez que una mujer es arrestada, los inquisidores toman como su Biblia un libro llamado Martillo de las brujas, que profesa enseñar a las personas a reconocer a las brujas. Llevan a las mujeres a sus mazmorras, las desnudan y buscan en ellas signos satánicos, incluso hasta el extremo de cortarles el pelo.

»Los inquisidores comienzan su tarea con preguntas sencillas del Martillo de las brujas. Sin embargo, no hay respuestas correctas, de modo que las prisioneras nunca pueden defenderse de una acusación, ni siquiera con la verdad. A una mujer se le puede preguntar: “¿Usted cree en brujas?” Si ella dice que sí, sabe todo lo referente a la brujería y, por consiguiente, ella misma es una bruja. Y si responde que no, miente a favor del demonio y también es torturada.

»Atacan sin piedad la virginidad de una joven. Si es casta, aseguran que Satanás ha protegido a su prostituta. Si no está intacta… se ha estado acostando con Belcebú.

»Jóvenes o viejas son torturadas con crueldad, aunque admitan haber fornicado con Satanás. Entonces deben describir cómo ese espíritu maléfico las penetró, dónde las tocó y dónde tocan ellas a su Amo Sombrío y qué sienten al hacerlo.

»Cuando la Inquisición se queda sin judíos, moros y brujas —continuó explicando el fraile—, censura libros y tiraniza sexualmente a la gente, acusándola de poligamia, de embrujar a las personas, de blasfemia y de sodomía.

»Una mujer que sonrió ante la mera mención de la Santa Virgen fue denunciada —se quejó fray Antonio.

—Ellos hacen el trabajo de Dios —repuso fray Juan, aunque sin demasiada convicción.

—Son demonios —aseguró fray Antonio—. Su obsesión con los judíos es inexorable. Torquemada pertenecía a una familia de conversos, y cuando el rey Felipe II le declaró la guerra al papa, éste le recordó que los reyes españoles eran también descendientes de conversos.

El pobre fray Juan se persignó y le rogó en voz alta a Dios su perdón.

Los tres seguimos el viaje en silencio, cada uno sumido en sus pensamientos. Yo traté de imaginar lo que sería ser quemado vivo o, para una mujer, ser atacada sexualmente por monjes dementes. Ambos horrores eran inimaginables.

Fray Antonio comenzó a contar otra historia de la Inquisición:

—Había un joven sacerdote que, a pesar de ser criollo por nacimiento, tenía por delante una brillante carrera en la Iglesia. Sin embargo, como tenía una mente inquieta, hacía demasiadas preguntas polémicas y leía a demasiados autores polémicos, en especial al gran Carranza, el arzobispo de Toledo, que creía que a las personas se les debería dar Biblias en español para que pudieran leer y entender la palabra de Dios por sí mismas, en lugar de que un sacerdote recitara versos en latín, un lenguaje que no entendían.

»El sacerdote luchó a favor de Carranza, aun después de que el arzobispo fue arrestado por el Santo Oficio. Al igual que Carranza, el joven sacerdote encontró a la Inquisición en su puerta. Encerrado en un calabozo, lo dejaron muchos días sin comida ni agua. Después empezaron los interrogatorios y las acusaciones. Y, después, la tortura.

Con la emoción reflejada en su cara, continuó:

—El joven sacerdote tuvo suerte. Salió de todo eso con algunos dolores, algunas advertencias y desterrado a la iglesia de una aldea de una hacienda remota. Pero jamás olvidó. Y nunca perdonó.

Mientras escuchaba el relato me di cuenta de que aquel joven sacerdote era fray Antonio. En ese momento, todavía con la inocencia de la juventud, me sorprendió enterarme de que el fraile hubiera sentido la mano de la Inquisición. Pero mientras estoy sentado en una mazmorra húmeda, con la carne hecha pedazos por las tenazas al rojo y los gusanos metidos en las heridas, sé que cualquier persona con convicciones y compasión es presa potencial de la Inquisición.