DOS

Ni Thaca! ¡También somos humanos!

Las palabras aztecas de un hombre agonizante que había sido marcado como un animal de granja por su amo español gritan en mi mente mientras me preparo para registrar mis pensamientos en este fino papel que el maestro de la mazmorra del virrey me ha proporcionado.

«Yo también soy humano» son palabras que he pronunciado muchas veces en mí vida.

Mientras estoy sentado en mi celda, la luz de la llama titilante de una vela apenas perfora un agujero en la oscuridad. El capitán se ha llevado mi ropa para facilitarles a las sabandijas el acceso a mi carne y a mis heridas. Ay, qué torturas puede crear el hombre astuto. Sería menos doloroso que fueran cortándome la carne poco a poco, como a un ciervo que es desollado, que tener estos pequeños bichos encima, que me hacen cosquillas con sus patas peludas y me muerden con sus fuertes mandíbulas.

La piedra húmeda y fría se aprieta contra mi piel desnuda y tiemblo sin control. Este frío que me carcome y los gritos de otros prisioneros me recuerdan que soy todavía humano. Está demasiado oscuro para poder verles la cara, pero oigo el miedo de otros presos y siento su dolor. Si yo mereciera menos estar en esta cárcel, tal vez me sentiría más agraviado por el rudo trato de mis captores. Pero confieso que he sido muchas cosas en esta vida que el buen Señor me ha regalado y que mi sombra con frecuencia trepó por los escalones del patíbulo. Sin duda me merezco cada momento de dolor que ellos me causan.

Pero, gracias a Dios, hoy soy un rey entre los prisioneros, pues no sólo tengo una vela, sino también pluma, papel y tinta para poder dejar constancia de mis pensamientos. No creo que el virrey gaste un buen papel como gesto de misericordia. Él quiere que yo escriba mis secretos, extorsionarme al permitir que yo garabatee mis pensamientos sobre el papel, cuando él no pudo arrancármelos con tenazas calientes. Pero tal vez al virrey no le será tan fácil descubrir mis secretos porque yo tengo dos frascos de tinta: uno con tinta tan negra como las arañas de este agujero infernal, y otro, con leche materna.

Os preguntaréis: pero ¿de dónde has sacado leche materna en una mazmorra?

De Carmelita, amigos míos. La hermosa y dulce Carmelita. Yo nunca la he visto, pero estoy seguro de que tiene la cara de un ángel. Sin embargo, Carmelita y yo hablamos a menudo a través de una grieta que hay en la pared que separa nuestras celdas. Pobre y dulce Carmelita, fue juzgada y sentenciada a morir en la horca por haberle abierto la panza a un soldado del rey que la violó sin darle nada a cambio. Pobre Carmelita, prisionera por defender su propiedad contra un ladrón, el derecho de cualquier comerciante.

Por suerte para ella, las depravaciones de los hombres no se limitan a los vicios de los soldados. Los malévolos carceleros de esta mazmorra la violaron a su vez por turnos cuando estaba prisionera y ahora Carmelita tiene una criatura. ¡Ah!, qué muchacha tan astuta: ¡una mujer con un hijo no puede ser ejecutada! Esa puta sabía exactamente dónde tenían el cerebro sus carceleros.

Este ángel de la mazmorra es aún más ladina que yo. Cuando le dije que deseaba dejar un registro de mi presencia en esta tierra, pero que no quería revelarle mis secretos al virrey, ella me pasó una copa de leche de sus pechos por la abertura que hay entre nuestras celdas. Dijo que con esa leche la tinta se volvería invisible incluso mientras yo escribía, y que sólo cuando un cómplice oscureciera la letra con calor, las palabras reaparecerían como por arte de magia. Hace muchos años, yo había oído hablar a un viejo fraile de esa tinta invisible, pero nunca la había utilizado.

Escribiré dos versiones de mi vida; una para los ojos del virrey y la otra como una lápida sobre mi tumba, las últimas palabras por las que me gustaría ser recordado.

La dulce Carmelita hará salir mis páginas a través de un carcelero bondadoso, quien se las dará a un hombre que dice ser amigo de ella. De esta forma, gracias a palabras escritas con leche materna en una mazmorra, quizá el mundo algún día conozca mi historia.

Eh, amigos, ¿creéis que llegaré a ser tan famoso como Miguel de Cervantes, que escribió acerca de ese extraño caballero errante que arremetía contra molinos de viento?

¿Qué me impulsa a dejar esta historia de mis días antes de enfrentarme a las llamas del infierno? Mi vida no es solamente tristeza y pesadumbre. El recuerdo de mis viajes desde las ásperas calles de Veracruz a los palacios de la gran Ciudad de México y las imponentes maravillas de Sevilla, la reina de las ciudades, es más valioso que todos los tesoros de El Dorado.

Ésta es la verdadera historia de aquellos tiempos, de mis días de mentiroso y ladrón, de leproso de la calle y adinerado hidalgo, de bandido y caballero. He visto maravillas y mis pies se han abrasado con el fuego del infierno.

Como pronto podréis comprobar, es una historia prodigiosa.