DIECINUEVE

Me sumí en un sueño profundo y desperté en mitad de la noche. Una luna fantasma navegaba por un mar de nubes oscuras y emergía de vez en cuando entre ellas durante apenas unos instantes. Cuando estaba oculta, el cielo lucía tan negro como el alquitrán. La noche estaba llena de reclamos de aves nocturnas, del crujir de los arbustos cuando algo grande se desplazaba por la selva y de los ruidos de los viajeros; algunos roncaban, una mula rebuznaba por algo que soñaba.

De pronto se me ocurrió algo, un pensamiento nacido de la locura. Tal vez era el pulque, la bebida que embriagaba incluso a los dioses, que me descarriaba la mente hasta obligarme a hacer cosas que cualquier lépero consideraría descabelladas.

Cuando estuve seguro de que nadie se movía en la zona desenvainé mi cuchillo y me puse en pie. Agachado, me dirigí al campo de maguey, lejos del sector donde acampaba la gente. Si alguien me veía, pensaría que me estaba aliviando o robando pulque.

Después de anclar un momento en círculos, llegué al lugar donde el esclavo Yanga estaba atado con la espalda contra un árbol. A cuatro patas, avancé tan sigilosamente como una serpiente que se desliza por un árbol. Yanga volvió la cabeza para observar cómo me acercaba. Me detuve y me llevé un dedo a los labios para que guardara silencio.

De pronto oír toser al amo del esclavo, y me quedé petrificado. No alcanzaba a verlo en la oscuridad, pero me pareció que se daba la vuelta para quedar acostado del otro lado. Instantes después, comenzó a roncar y yo avancé.

Esa tos me había asustado muchísimo. El efecto del pulque disminuía y de pronto comencé a darme cuenta del peligro que corría. Si me pillaban, me enfrentaría al mismo poste de flagelación que el esclavo y a la castración.

El miedo que sentía era abrumador y deseé poder regresar a donde me encontraba anteriormente. Pero mentalmente todavía veía los ojos de Yanga, ojos inteligentes, no los de un animal tonto, sino los de un hombre que conocía el amor y la pena, el conocimiento y el deseo. Amigas, amigos, ojalá yo tuviera el coraje de un león, la fuerza de un tigre. Pero sólo era un muchachito sin importancia. Ya iba siendo hora de regresar a mi cama. Al día siguiente, emprendería de nuevo el camino con los sabuesos del infierno detrás de mí. No había gloria ni ganancia en ayudar a escapar a un esclavo. Ni siquiera el fraile esperaría que yo arriesgara mi propia virilidad para salvar los cojones de otro.

Ah, los portadores de espuelas están en lo cierto. Los mestizos carecen de razón y de juicio. Yo sucumbí a mis instintos más básicos. Me arrastré hasta el árbol y corté las cuerdas que sujetaban a Yanga.

Él no dijo nada, pero sus ojos me lo agradecieron.

Justo al llegar a mi lugar para dormir, oí gente que corría y Yanga pasó corriendo junto a mí en dirección al bosque.

Instantes después, el amo de esclavos, despertado por el ruido, lanzó un grito de alarma y corrió hacia el mismo bosque. La espada del hombre estaba en alto y refulgía cuando la luna asomaba por entre las nubes. Se produjo un alboroto alrededor de mí cuando otros hombres empezaron también a gritar y desenvainaron sus espadas, sin saber en realidad cuál era la causa del disturbio, pero dando por sentado que se trataba de un ataque llevado a cabo por bandidos.

Yo no sabía si echar a correr o permanecer junto al árbol donde había estado durmiendo. Si corría, los hombres del campamento sabrían que había sido yo el que había cortado las cuerdas del esclavo. Mi pánico me exigía que huyera, pero mis instintos de supervivencia me aconsejaron que me quedara quieto. Cuando el amo del esclavo mirara las cuerdas, se daría cuenta de que Yanga no las había roto, sino que alguien se las había cortado.

Procedentes del bosque donde el esclavo y su dueño habían desaparecido se oyeron ruidos de lucha y gritos de dolor. ¡No! ¿Qué había hecho yo? ¿Liberar a Yanga para que aquel villano le cortara la cabeza? Más gritos y un sollozo brotaron de la espesura. Estaba demasiado oscuro para ver nada, salvo el movimiento a mi alrededor de figuras oscuras, hasta que se encendieron las antorchas. Empuñando las espadas, los hombres se internaron en el bosque, siguiendo el origen de los gemidos.

Los seguí de cerca, decidido a parecer parte de la multitud curiosa en lugar del culpable de lo sucedido. Al acercarme más vi que varios hombres examinaban a alguien que estaba tumbado en el suelo y se retorcía de dolor.

Alguien dijo:

—¡Dios santo, lo han castrado!

Se me cayó el alma a los pies. Yo había liberado a Yanga para que le cortaran su virilidad. Me abrí paso por entre el gentío y miré a la persona que yacía en tierra.

No era Yanga, sino su amo. Y sollozaba.

La entrepierna de sus pantalones estaba cubierta de sangre.