DIECISIETE

Al mediodía, la caravana de mulas se detuvo cerca de una pulquería para que los animales descansaran y preparar la comida del mediodía. Allí ya había otras caravanas y otros viajeros.

Yo todavía tenía los dos reales que el poeta bribón me había dado y algunas semillas de cacao. Las semillas de cacao eran una forma tradicional de dinero entre los indios, que todavía era usada por ellos como moneda corriente. De hecho, ellos habían despreciado las primeras monedas españolas porque les costaba adjudicar valor a algo que no podían comer ni sembrar. Aunque en ese momento las monedas de cobre y de plata eran de uso común, el grano de cacao todavía era apreciado por los indios. El chocolate, una bebida hecha a partir de esas semillas, era la bebida de los reyes.

El pulque fermentado, la bebida de los dioses, también era muy valorado. Más barato y más abundante que el chocolate, era, en opinión de fray Antonio, la salvación de los indios porque les embotaba los sentidos y hacía que su vida fuera más tolerable.

La pulquería consistía en dos chozas con paredes de barro y techos de paja, en las que había dos mujeres indias cocinando sobre un fuego abierto. Servían pulque de grandes jarras de arcilla. Yo tenía diez granos de cacao, suficientes para poner a una puta de Veracruz de espaldas durante diez minutos, y después de mucho regatear, por seis semillas compré una enorme tortilla rellena con guiso de cerdo y pimientos. Le dije a la mujer que sin duda había cosechado esos pimientos tan picantes en las entrañas hirvientes de un volcán.

Podría haber conseguido una copa de pulque a cambio de las otras cuatro semillas, pero sabía que más tarde obtendría gratis todo lo que quisiera.

Me tumbé a la sombra de un árbol y me comí la tortilla. Había estado despierto toda la noche, pero no pude descansar. El rostro asustado de fray Antonio me acosaba, así que en seguida me puse en pie de un salto y emprendí una vez más el camino a Jalapa.

Una hora después, el camino rodeaba una plantación de caña de azúcar. Esa enorme extensión de caña de azúcar no era autóctona de Nueva España, sino que había sido plantada por los españoles a lo largo de la costa. El corte y la refinación de la caña eran una tarea ardua e indiscutiblemente peligrosa, y era llevada a cabo bajo las condiciones de la temazcalli, una choza usada para tomar baños de vapor. Esa caña generaba enormes fortunas, pero nadie trabajaba en esos campos voluntariamente. Al final, el comercio del azúcar se redujo a un determinante irreductible: la esclavitud. Los indios fracasaron miserablemente como esclavos; su tasa de mortandad en las plantaciones y las minas era tan catastrófica que tanto la Corona como la Iglesia temieron su extinción. Sólo los africanos eran capaces de tolerar una servidumbre tan letal.

Dos africanos acompañaron la expedición de Cortés en 1519 —Juan Cortés y Juan Garrido—, pero convertir las junglas en azúcar y las montañas en plata requería ejércitos de esclavos. Esas joyas relucientes, esos carruajes dorados, las finas sedas y los espléndidos palacios que los gachupines codiciaban vorazmente, por no hablar de las guerras de la Corona en el extranjero, eran pagados con sangre de esclavos.

Cuando el rey de España heredó el trono portugués en 1580, africanos encadenados, azotados y expuestos al hambre por los negreros portugueses, llegaron a Nueva España a miles. Fueron conducidos a trabajar en las haciendas de caña de azúcar una vez que los españoles descubrieron que podían «Sembrar» oro en forma de azúcar dulce.

El gusto de toda Europa por lo dulce hizo que la esclavitud fuera inevitable.

Mientras pasaba junto a las cañas de azúcar, vi hombres, mujeres y niños, todos africanos, trabajando en los campos.

Por el camino me acerqué al real de negros, las viviendas de los esclavos, un conjunto de chozas redondas con techos cónicos de paja, separadas del resto por una cerca.

Por Beatriz sabía que los esclavos, incluso en sus viviendas, prácticamente no tenían privacidad. Vivían de forma comunitaria, compartiendo las chozas al margen de su estado marital o sexual, rodeados por puercos y gallinas. Los dueños querían que procrearan, pero prohibían los hogares familiares, por miedo de que esa privacidad alentara las conversaciones de rebelión, en especial cuando los esclavos eran vendidos a otros hacendados. En consecuencia, eran pocos los que se casaban, aunque sus dueños deseaban así aumentar su existencia de esclavos. Los esclavos sanos sacaban buen precio en una subasta.

En las plantaciones de caña de azúcar trabajaban interminables horas, prácticamente no disponían de tiempo libre. Durante los períodos de mucho trabajo, los molinos funcionaban las veinticuatro horas del día y los esclavos trabajaban hasta caer rendidos y con frecuencia dormitaban cerca de su lugar de trabajo para que el capataz pudiera obligarlos a ponerse en pie en cualquier momento y a retomar su tarea.

Los dueños de la plantación consideraban que los esclavos negros eran animales de carga incomparables. Los africanos no sólo eran más corpulentos y más fuertes que los indios, sino que soportaban mejor el calor sofocante, el trabajo agotador y las altísimas fiebres que aniquilaban a los indios por millones.

«Pero nuestros negros asimismo son víctimas de aquel mito de que cada uno de ellos es capaz de hacer el trabajo de cuatro indios», me había dicho fray Antonio hacía varios días, cuando caminábamos por los muelles y observábamos a los esclavos que cargaban bolsas de azúcar. Al igual que el esclavo mestizo de las minas, cada uno de los esclavos de las plantaciones había sido marcado como el ganado, con un hierro al rojo con las iniciales de su dueño. Cuando vi una cara así marcada, supe que el esclavo había tratado de escapar una vez y había sido marcado como alguien que era preciso vigilar.

«Como resultado, los capataces los hacen trabajar cuatro veces más que los indios —continuó el fraile—. Con frecuencia los vuelven locos. Muchos se suicidan. Otros repudian a sus hijos, abortan los que conciben o recurren al infanticidio para salvar a sus hijos de un infierno en vida. Algunos se rebelan, lo cual sólo los conduce a brutales represalias por parte de sus dueños. Muchos se vuelven intensamente melancólicos, se niegan a beber agua o a comer hasta que mueren. Otros se cortan el cuello. Los que sobreviven mantienen el negocio en marcha».

Sin embargo, los españoles temían una rebelión africana como la ira de Dios.

Y yo entendía ese temor. Si bien la docilidad de los indios había aumentado después de la guerra con los mixtecas, la rebelión africana nunca había disminuido.

Diego Colón, el hijo del Gran Descubridor, soportó la primera rebelión de esclavos, cuando los africanos de una de sus plantaciones en el Caribe se levantaron y mataron a españoles. Cada década subsiguiente vio un levantamiento africano, seguido de salvajes represalias por parte de los portadores de espuelas. Y, a medida que la población africana fue creciendo de manera desproporcionada con respecto a la de los españoles de pura sangre, ese temor aumentó.

A los esclavos les estaba prohibido reunirse en grupos de más de tres personas, ya fuera en público o en privado, de día o de noche. El castigo era de doscientos latigazos para cada uno.

El miedo me hizo estar pendiente de lo que ocurría a mis espaldas. El camino ya no era transitable para carruajes, pero ¡ay!, ¿quién podía estar seguro de nada? Tal vez esa viuda predadora me daría alcance con sus alas de águila y sus garras de ave de rapiña.

Los antiguos griegos creían que tres diosas determinaban nuestro destino. No sólo la longitud de nuestros días y años, sino el ancho y la profundidad de nuestra desdicha. Esas tres mujeres sombrías, cuyas manos y ruedas tejían la maraña del destino, me habían asignado una cuota más que ordinaria de lucha, conflicto y, sí, placer.

De nuevo simulé ser uno de los conductores, me ubiqué detrás de una caravana de mulas y traté de evitar el estiércol. El sol se deslizó detrás de las montañas y arrojó sombras sobre el sendero. Debía encontrar pronto un lugar seguro para dormir. Mientras los españoles mantenían la ley y el orden en las ciudades y las aldeas, en los caminos y senderos reinaba el bandolerismo. Y los peores bandidos eran mis camaradas, los mestizos.

¿Sangre mala, decís vosotros? Ésa era la opinión general, la de que la mezcla de sangres producía un carácter blando, y resultaba fácil ver por qué lo pensaban. Nosotros, los mestizos, atestábamos las calles de la ciudad como piojos y robábamos a los gachupines en los caminos rurales.

El fraile no creía que el color de la piel tuviera nada que ver con el carácter de una persona y estaba convencido de que el factor determinante era, en cambio, la oportunidad. Sin embargo, él era un español de pura sangre, mientras que yo era un mestizo y no podía descartar alegremente algo que había oído contar desde mi infancia. Lo de mi sangre impura me venía acosando desde siempre.

Las caravanas de carga y los viajeros pronto comenzarían a reunirse a un lado del camino para preparar su cena. Ya estaba oscureciendo, y faltaba poco para que los animales salvajes —y los hombres salvajes— se salieran con la suya. El hecho de que yo también fuera un mestizo no representaría ninguna ventaja para mí por parte de hombres que robaban, violaban y mataban sin escrúpulos. Además, los mestizos no eran los únicos bandoleros. Las bandas de esclavos africanos fugitivos, llamados cimarrones, aterrorizaban a los viajeros. Los cimarrones infundían más miedo incluso que los mestizos, porque no sólo eran más corpulentos y fuertes, sino que habían sufrido más abusos. Ellos aún tenían menos que perder.

Aproximadamente una docena de viajeros se había detenido cerca de un campo de magueyes para encender el fuego de la cena y preparar sus lechos. Yo también me detuve. No tenía nada que comer y ninguna herramienta para encender el fuego. Pero cerca había un buen arroyo, así que al menos tendría agua. Después de saciar mi sed, me acosté para descansar debajo de una densa conífera que podría ofrecerme protección frente a una lluvia nocturna, algo que parecía bastante probable que sucediera.

Un río agradable fluía perezosamente por un campo de magueyes. Sin duda era parte de una gran hacienda, tal vez una de las grandes posesiones en las que se cosechaba y se criaba de todo, desde caña de azúcar hasta ganado.

Mientras caminaba a lo largo del río, cogí un palo y lo blandí como si fuera un bastón, como hacen los chiquillos. Estaba a punto de regresar cuando oí unas risitas femeninas entrecortadas. Me quedé paralizado y agucé el oído. De nuevo, ruido de risas y salpicaduras. Agachado, muy lentamente me fui acercando al lugar de donde procedían los sonidos. A través de unos arbustos que había en la margen del río vi a dos mujeres jóvenes que nadaban y se lanzaban agua. Se arrojaban mutuamente un coco, como si fuera una pelota. Una de ellas tenía el color atezado de una mulata; la otra, el color ébano lustroso de una africana pura. Estaban metidas en el agua hasta la línea de los pechos y, al saltar, su torso salía del agua y deslumbraba mis jóvenes ojos.

Parloteaban en un idioma que yo no entendía, pero que supuse era una de las muchas lenguas africanas que yo había oído en las calles. Al cabo de un momento, la mulata se alejó nadando y desapareció de mi vista. Yo mantuve la mirada fija en la de color ébano. Me daba la espalda y parecía estar muy ocupada con su pelo, que metía en el agua, permitiéndome ver sus pechos desnudos.

Una ramita se partió a mis espaldas y, cuando me volví, vi que la mulata corría hacia mí y me daba un empujón. Trastabillé hacia atrás y caí en el río. Chapoteé en el agua hasta que toqué el fondo con el pie y salí escupiendo agua, para risa de las dos muchachas. La mulata se zambulló y nadó hacia donde estaba su amiga. Las dos permanecieron sumergidas en el agua hasta el cuello.

Yo les sonreí.

—Buenos días.

—Buenos días —dijo la mulata.

—Voy de camino a Jalapa. Soy un comerciante —mentí.

La mulata me devolvió la sonrisa.

—Pareces más un muchacho que un mercader.

Las chicas eran más o menos de mi misma edad, pero parecían mayores. La mulata le dijo algo a la africana y yo supuse que le estaba traduciendo lo que yo acababa de decir. Si ella trabajaba en los campos, tal vez sabía poco o nada de español.

—Mi padre es un rico mercader, y yo administro sus bienes.

La mulata se echó a reír y sacudió la cabeza.

—Vistes como un peón.

—Es un disfraz, para que los bandidos no traten de robarme.

Las dos mujeres me resultaron muy atractivas físicamente. La mulata no parecía ser una gran amante; no era el corcel de pura sangre que exigían los caballeros ricos, pero era joven y fogosa. La de piel más oscura era más atractiva. Su cuerpo brillaba como una piedra preciosa negra, escultural y perfectamente proporcionada, con pechos que parecían jóvenes melones a punto para comer.

Aunque yo había tocado —y había sido tocado— a Flor Serpiente y a la esposa del alcalde, nunca me había acostado con una mujer. Al mirar a aquellas dos muchachas, me pregunté cómo sería hacer el amor con ellas.

Sin duda ellas me leyeron el pensamiento, porque se miraron la una a la otra y rompieron a reír.

Mi sonrisa se hizo más amplia y sentí las mejillas ardientes por la vergüenza.

Más parloteo en aquel idioma extraño, y luego la mulata me preguntó:

—¿Has hecho el amor con una mujer?

Me encogí de hombros y traté de parecer modesto:

—Muchas mujeres buscan mis favores.

Después de más traducción y risas por parte de las chicas, la mulata preguntó:

—¿Has hecho el amor con alguna mujer africana?

—No —reconocí—, pero me gustaría hacerlo.

—Antes de hacerle el amor a una africana deberías saber qué es lo que nos da placer.

La muchacha de ébano se subió a una gran roca y se sentó frente a mí. Mantuvo un brazo sobre sus pechos y una mano sobre el vello que tenía entre las piernas.

—Amor es upendo en nuestro idioma —dijo la mulata—. Pero la satisfacción no proviene sólo de la mente sino del mwili, el cuerpo —y movió la mano hacia la desnudez de la otra muchacha—. El cuerpo es bustani, un jardín; un jardín de placeres y delicias. Cada persona, sea hombre o mujer, tiene las herramientas necesarias para trabajar ese jardín. —Señaló los labios de la africana—. Ellas tienen mdomos, labios, y ulimi, la lengua. Y esas dos cosas permiten que uno pruebe el sabor de la fruta de ese jardín.

La muchacha mulata se inclinó y rozó los labios de la otra.

Yo nunca había visto a dos chicas en una relación física tan íntima. Quedé atónito.

—En el jardín hay melones, tikiti. —Apartó el brazo que ocultaba esos pechos jóvenes que parecían melones—. Puedes probar todo el melón —besó un pecho y con sus labios rodeó la totalidad de su curvatura—, o puedes probar sólo el namna ya tunda, las frutillas. —Y lentamente deslizó la lengua alrededor de los pezones de la otra muchacha.

Mi parte viril creció y comenzó a pulsar. Permanecí absolutamente inmóvil en el agua, fascinado por la actuación de la muchacha.

Ella acarició con la mano el abdomen de su amiga y deslizó lentamente la mano desde el pecho hasta donde se abren las piernas.

—Este arbusto cubre el marufuku bustani, el jardín prohibido. —Apartó la mano de la chica de piel oscura y apoyó la suya sobre el pubis—. En el jardín hay un ekundu eupe kipepeo. —La muchacha de ébano lentamente abrió las piernas y dejó al descubierto la vulva—. Una mariposa rosada.

La mulata tocó con un dedo esa zona rosada.

—Hay un hongo secreto, un kiyoga, que crece en el jardín.

Cuando se lo oprime, eso contribuye a regar el jardín.

No alcanzaba a ver lo que hacía ese dedo, pero la muchacha de ébano reaccionó retorciéndose de placer. Sin duda debía de ser igual que el pequeño pene que yo había descubierto en la esposa del alcalde.

—En el jardín hay también una flor, ua. Tiene una abertura en el tallo, para que la abeja pueda obtener la miel, asali. La abeja, nyuki, es el hombre. Él se siente atraído hacia el néctar de la flor y desea probar la miel.

La muchacha se detuvo y me dedicó una seductora sonrisa.

—¿Tú te sientes atraído hacia la flor?

Sentí una terrible urgencia en mis partes viriles. Tenía la boca seca. Murmuré que sí como si la tuviera llena de algodón.

La mulata pareció triste por un momento.

—Pero, como ves, una muchacha no puede permitir que la abeja pruebe la miel en cualquier momento que ella quiera porque la abeja tiene un aguijón. ¿Sabes lo que ocurre cuando la abeja se lo clava a una mujer?

Yo negué con la cabeza, aturdido.

—¡Qué se queda embarazada!

Las dos chicas se zambulleron de nuevo en el agua. Yo traté de ir tras ellas, pero resbalé en el fondo barroso del río y emergí con la boca llena de agua. Cuando llegué a tierra seca, ellas habían desaparecido entre los matorrales.

Mojado y mortificado, desanduve el camino hacia donde acampaban los viajeros. Las mujeres eran un gran misterio para mí. Si bien era capaz de leer fácilmente a los hombres, comprendí que ni siquiera había empezado el primer capítulo del Libro de las Mujeres.