Salí de la ciudad antes del amanecer, caminando con rapidez y siempre al abrigo de las sombras. Ya había algunos viajeros en el camino, caravanas de mulas y de burros cargados con productos de los barcos. Hacía años que no me internaba en el camino a Jalapa y lo que tenía delante de mí me era completamente desconocido. Si bien yo era capaz de cuidar de mí mismo en las calles de Veracruz, ésa era la única vida que ahora conocía. Mi confusión y mi desaliento aumentaron por el temor hacia lo desconocido.
El camino a Jalapa partía de la ciudad por el sureste y después cortaba por dunas de arena, pantanos y caletas antes de elevarse lentamente por el costado de una gran montaña. Después de pasar por las arenas calientes y los pantanos, el sendero ascendía a las montañas y la temperatura de la tierra disminuía lentamente.
Jalapa era una aldea ubicada a suficiente altura como para que los viajeros escaparan del miasma que se elevaba de los pantanos y anualmente mataba a una quinta parte de la población de Veracruz. Todavía, la función principal de la aldea era representar un lugar de descanso en el camino de Veracruz a la Ciudad de México, salvo, por supuesto, cuando se celebraba la feria de la flota del tesoro.
No encontré carruajes ni carretas en el camino a Jalapa, aunque algunas hicieran parte del trayecto por él. Los senderos de montaña no debían de ser adecuados para ese tipo de vehículos. La gente viajaba a caballo, en el lomo de una mula o a pie. O, en el caso de los muy adinerados, en una litera suspendida por dos varas largas. En la ciudad, las literas por lo general eran transportadas por criados, pero por las montañas, esas varas se sujetaban con arneses a las mulas.
En época de feria, largas hileras de animales de carga, con enormes montones de mercancías, realizaban el trayecto. Después de abandonar Veracruz, me ubiqué detrás de una caravana de mulas con la esperanza de pasar por uno de los cuidadores de mulas. El arriero, el español que estaba a cargo de la caravana, montaba una mula a la cabeza de una hilera de veinte mulas. Cuatro indios estaban diseminados a lo largo de la línea de animales. El indio del fondo me fulminó con la mirada. A los indios no les caían bien los mestizos. Nosotros éramos un recordatorio viviente de los españoles, quienes de forma rutinaria deshonraban a sus mujeres. El odio que sentían hacia esos gachupines violadores estaba oculto debajo de una máscara de fingida estupidez y miradas encapotadas e indiferentes.
Seguí la caravana de animales de carga desde que salí de Veracruz y a lo largo de toda la mañana el aire se fue calentando. Al mediodía, las dunas fueron un infierno abrasador. De hecho, en un peñasco de piedra que se elevaba por entre la arena, había una inscripción tallada a mano que decía: «EL DIABLO TE ESPERA». No supe si el mensaje iba dirigido a todos los viajeros o era una advertencia especial para mí.
Me había marchado de la Casa de los Pobres sin mi sombrero de paja, así que ahora caminaba con la cabeza baja y el sol me quemaba el cerebro, ya enfermo de miedo. Había cruzado anteriormente las dunas con fray Antonio cuando visitamos la iglesia de una aldea ubicada en una hacienda cercana. Al cruzar las dunas hirvientes y caminar por entre el horrible hedor de los pantanos, como no teníamos un ramillete de flores de agradable aroma para contrarrestarlo, nos atamos trapos sobre la cara para evitar contraer la fiebre del vómito. Fray Antonio me contó relatos acerca de «el pueblo de la goma», más antiguo y más poderoso incluso que mis antepasados aztecas.
—Hay una leyenda que cuenta que el Pueblo de la Goma estaba formado por gigantes que eran creados por el acopla-miento de una mujer con un jaguar —dijo—. Por las estatuas que nos dejaron, mucho más altas que un hombre adulto, se advierte que eran una raza poderosa. Construyeron una misteriosa civilización llamada Tamoanchán, la Tierra de la Bruma. Xochiquetzal, la Preciosa Flor-Pluma, la diosa azteca del amor, residía allí.
Fray Antonio no creía en gigantes creados por la unión de una mujer y un felino de la selva, pero me relató la historia con movimientos de las manos y énfasis dramático.
—Son conocidos como «el Pueblo de la Goma» porque construyeron duras bolas de goma a partir de la resina de los árboles de esa zona. Organizaron equipos y participaron en juegos en arenas encerradas en muros, del tamaño de los campos en los que se realizaban torneos. El objetivo era que cada equipo llevara la pelota al sector de detrás del otro equipo sin utilizar las manos. Sólo podían empujarla con las caderas, las rodillas y los pies. La pelota era tan dura que podía matar a una persona si con ella se le golpeaba en la cabeza.
—¿Murió alguien en esos juegos? —pregunté.
—Sí, siempre. Los integrantes del equipo perdedor eran sacrificados a los dioses al final de cada juego.
Me dijo que nadie sabía qué había sido del pueblo de la goma.
—Mi obispo me contó que habían sido vencidos por Dios por ser pecadores empedernidos. Pero cuando le pregunté por qué Dios no destruía a todos los demás pecadores empedernidos del mundo, él se enojó conmigo.
Sí, mi viaje a la hacienda con el fraile había sido feliz. En este viaje, en cambio, el miedo y la melancolía fueron mis fieles compañeros.