QUINCE

En la Casa de los Pobres atravesé sigilosamente la habitación principal sin encender una vela. En lugar de dormir en el cuarto grande, me dirigí al rincón cerrado del fraile y me acosté sobre su cama. Me quedé allí tendido durante más de una hora, incapaz de conciliar el sueño, hasta que de pronto oí que en la casa entraban unos hombres. No hablaban; trataban de avanzar en silencio, pero la paja los traicionó.

No se trataba de fray Antonio ni de nuestra gente de la calle con sandalias de cáñamo; yo había oído un tintineo de espuelas. Un tercer hombre había entrado, un portador de espuelas. Eso no significaba que necesariamente el hombre tuviera que ser un gachupín. Los vaqueros indios, mestizos y africanos también usaban espuelas, pero preferían que las rodajas estuvieran fabricadas con hierro afilado. Las de este individuo, en cambio, eran las espuelas de plata de un caballero.

La vieja había enviado a un gachupín y a dos asistentes a buscarme.

¡Eso era!

El escondrijo del fraile estaba casi completamente lleno de mantas. Rápidamente, saqué las suficientes para que hubiera lugar para mí, me deslicé en su interior y cerré la trampilla y su correspondiente alfombra sobre mi cabeza. La trampilla no se cerró del todo, pero era poco probable que la vieran a menos que alguien la estuviera buscando.

A través de una ranura vi que alguien entraba con una antorcha encendida: un español, de alrededor de cuarenta años. Por su ropa, era obvio que se trataba de un caballero, un hidalgo y un espadachín.

—No hay nadie aquí —dijo. Su voz era aristocrática, con ese típico tono frío y dominante. Un hombre acostumbrado a dar órdenes.

—En la habitación principal no hay señales del muchacho ni del cura, don Ramón.

La segunda voz era la de un vaquero indio o mestizo, un, hombre de a caballo que manejaba ganado y ovejas, quizás incluso un capataz que comandaba a los trabajadores de la hacienda.

—Deben de estar todos en el festival, don Ramón —apuntó.

—Imposible encontrarlos entre ese gentío —dijo el caballero— y, de todos modos, tengo que regresar a la recepción. Volveremos por la mañana.

Nada menos que un invitado a la recepción del alcalde. Un importantísimo portador de espuelas.

Aguardé en el escondrijo hasta mucho después de que el crujido de las botas hubo desaparecido de la casa. Salí de allí, me arrastré hasta la cortina hecha de mantas y espié hacia la oscuridad de la habitación principal. Nada se movía. Sin embargo, seguí temiendo que alguno de esos hombres se hubiera quedado para vigilar, y eso me impidió salir por la puerta. En cambio, abrí el postigo de mimbre que cubría la ventana situada detrás de la cama del fraile y salí al callejón. Por la posición de la luna calculé que había permanecido en el escondrijo durante al menos dos horas y que había llegado de vuelta del festival desde hacía más de tres.

Avancé con cautela por el callejón hasta estar a dos manzanas de la Casa de los Pobres y después me situé en un lugar desde donde pudiera vigilar la calle que conducía a la puerta del frente. Estaba seguro de que el fraile regresaría a casa por esa calle.

Me senté con la espalda apoyada en una pared del callejón. Muy pronto empezó a volver gente del festival, muchos evidentemente ebrios.

Ya estaba amaneciendo prácticamente cuando fray Antonio y un grupo bochinchero de vecinos avanzaron dando tumbos por la calle. Corrí y aparté a un lado al fraile.

—Cristo, Cristo, ¿qué sucede? ¿Has visto a un fantasma? Tu expresión se parece a la de Moctezuma al enterarse de que Quetzalcóatl, la Serpiente Emplumada, había reclamado su trono.

—Fraile, sucede algo terrible. —Le hablé entonces de la mujer de negro y del hombre llamado don Ramón, que había registrado la Casa de los Pobres.

El fraile se persignó.

—Estamos perdidos.

Su pánico encendió más el mío.

—¿A qué se refiere, fraile? ¿Por qué esas personas desean algo malo para mí?

—Ramón es el diablo en persona. —Me agarró por los hombros y su voz se estremeció—: Debes huir de la ciudad.

—Pero es que yo… yo no puedo irme. Éste es el único lugar que conozco.

—Debes irte ya, ahora mismo.

Fray Antonio me llevó a la oscuridad de aquel angosto callejón.

—Sabía que vendrían algún día. Sabía que el secreto no quedaría enterrado para siempre, pero no creí que te encontraran tan de prisa.

Yo era joven y estaba asustado y a punto de echarme a llorar.

—¿Qué he hecho de malo?

—Eso no importa. Ahora lo importante es que huyas de aquí. Debes salir de la ciudad por el camino a Jalapa. Una caravana de carros transporta mercancías de la flota del tesoro a la feria. Habrá también jinetes. Nadie advertirá tu presencia entre otros viajeros.

Yo estaba horrorizado. ¿Ir a Jalapa solo? Era un viaje de varios días.

—¿Y qué voy a hacer en Jalapa?

—Esperarme. Muchas personas de la ciudad van allí para la feria. Llevaré a fray Juan conmigo. Tú quédate cerca de la feria hasta mi llegada.

—Pero, fraile, yo no…

—¡Escúchame! —Volvió a aferrarme por los hombros y sus uñas se clavaron en mi carne—. No hay otra salida. Si te encuentran, te matarán.

—Pero ¿por qué…?

—No puedo darte respuestas. Si hay algo que pueda salvarte, eso será tu ignorancia en ese sentido. A partir de este momento, no hables español. Habla sólo náhuatl. Ellos buscan a un mestizo. Jamás admitas que lo eres. Tú eres indio. Búscate un nombre indio, no un nombre español.

—Fray…

—¡Vete… Ya! Ve con Dios. Y que Dios te proteja, porque ningún hombre levantará una mano para ayudar a un mestizo.