Elena requisó un coche y ajustó a un cochero cuando le dijo que nos sacara de la ciudad. Fuimos a la hacienda propiedad de Luis, el lugar más cercano donde podíamos encontrar refugio y ayuda para mis heridas.
—Luis casi nunca visitaba la hacienda. Ésta la había comprado hace poco y rara vez iba a alguna de las suyas.
—Pero la gente que vive allí sabrá que yo no soy Luis.
—Los criados y los vaqueros no te distinguirían de él. Si nosotros decimos que eres Luis, no lo pondrán en duda. El mayordomo fue despedido hace poco. Luis tenía la costumbre de despedir frecuentemente a sus mayordomos.
Envolvió un trozo de sus enaguas alrededor de mi cara después de mancharlo con sangre de mis otras heridas.
—Ya está. Podría decirles que eres el virrey y ellos no notarían la diferencia.
No quiso decirme qué le había susurrado Mateo.
Me curó una vez más las heridas, tal como lo había hecho en Veracruz, después de que me hirieron. Yo me quedé en cama todo el día, descansando.
Para mí, aquello era una escapada transitoria de la realidad. Suponía que en cualquier momento los hombres del virrey vendrían a buscarme. Mateo se había equivocado al no matar a Luis. Su idea de entregárselo a los guardias y que ellos aceptaran que Luis era Cristo el Bandido era descabellada. Es cierto que existía un parecido físico, pero en cuanto Luis recuperara la conciencia, él les diría quién era en realidad.
Maldije a Mateo por su estupidez.
Varios días después, Elena vino a mi habitación. Parecía un poco afligida.
—Está muerto.
—¿Quién?
—Cristo el Bandido, Mi tío hizo que lo mataran en seguida para darles una lección a los amotinados.
—¿Te refieres a Luis? Pero… ¿cómo? ¿Cómo es posible que no le creyeran cuando dijo quién era realmente?
—No lo sé.
Se echó a llorar, y yo la sostuve en mis brazos.
—Sé que era un demonio —dijo—, pero tiene tanta culpa de ello su abuela como él. Nunca lo amé. De veras, ni siquiera era un hombre agradable. No tenía verdaderos amigos, razón por la que traté de ser su amiga. Pero él ha estado conmigo durante casi toda mi vida. Y aunque dijera lo contrario, sé que su amor por mí era verdadero.
Había más novedades. Mateo había sido recompensado por el virrey. Se había convertido en héroe de la ciudad por haber sacado a la multitud del palacio prácticamente solo y capturado a Cristo el Bandido después de que el bandido mató a Ramón de Alva.
Quedé estupefacto al oír esa versión de los hechos. ¡Dios mío! ¿Por qué me sorprendía? Sin duda el propio Mateo había escrito ese acto como parte de su plan original de provocar un motín.
Esa noche, después de arroparme en la cama, Elena hizo que una criada trajera una cacerola con aceite hirviendo. Cuando la criada se fue, Elena cerró la puerta con llave y se sentó junto a mí en la cama.
—Me preguntaste qué me había susurrado Mateo. Pues bien, me dio instrucciones, instrucciones que no te van a gustar nada.
Miré el aceite.
—No pensarás cauterizarme las heridas con eso…
—No, tú me dijiste que no se hace así. Voy a echarte el aceite en la cara.
¡Santa María!
—¿Es que te has vuelto tan loca como Mateo? Quieres ocultar mi identidad borrándome la cara.
Ella se inclinó y me besó con labios suaves y fríos. Después me acarició las mejillas con los dedos.
—¿Recuerdas cuando te dije que me recordabas a alguien?
—Sí, al principio pensé que era a ese lépero, Cristo el Bandido, a quien ayudaste a escapar. Ahora sé que me parezco a don Eduardo.
—No. Don Cristo-Carlos-Luis, cualquiera que sea tu nombre, no fue nada de eso. Tardé mucho tiempo en darme cuenta de que me recordabas a Luis. Ninguno de vosotros era tan bien parecido como don Eduardo.
—Gracias.
—Pero los dos compartíais algunas de sus facciones.
Miré nuevamente el aceite caliente. Elena iba a dibujarme marcas de viruela con el aceite.
—No, no permitiré que lo hagas.
—Debes permitírmelo. No te dolerá mucho tiempo.
—Pero permanecerá conmigo durante el resto de mi vida. Cada vez que vea esas marcas de viruela pensaré en Luis y detestaré mi propio semblante.
—Es la única manera.
—No engañará a nadie.
—Cris…, quiero decir, Luis, piénsalo. Él no tenía amigos cercanos excepto Ramón, y ese mal hombre está ahora en el infierno. Ya no tiene familia, salvo algunos parientes en España, ninguno de los cuales lo ha visto desde hace años. Mi tío era el único que lo conocía razonablemente bien. Luis era un hombre que no buscaba la compañía de otras personas, ni siquiera de mujeres. Su abuela, y yo en menor grado, éramos las únicas a las que se acercaba.
—Tú misma dijiste que tu tío lo reconocería. Nos ha visto a los dos juntos.
—¿Y qué crees que le dirá mi tío al rey? ¿Qué confundió a un marqués con un pordiosero y lo mandó ahorcar? Mi tío no parpadeará siquiera cuando Luis, mi marido, regrese a la ciudad una vez le hayan cicatrizado las heridas. Yo le advertiré de manera sutil antes de que te presentes ante él, para que no caiga muerto cuando te vea.
Sacudí la cabeza.
—Esto es una locura. Sencillamente no puedo ocupar el lugar de otro hombre. La última vez que lo intenté me metí en más problemas de los que merecía.
—Eso es lo maravilloso del plan de Mateo. ¿Quién es el marqués de la Cerda?
—¿El marqués? Bueno, yo… yo…
—Dilo.
—Yo soy el auténtico marqués de la Cerda… por nacimiento.
—¿Lo ves? Mi amor, ¡te personificarás a ti mismo!
Lo pensé un momento.
—También soy tu marido legítimo. Y esta vez reclamaré mis derechos conyugales. —La atraje hacia mí y comencé a quitarle la ropa.
—Espera —dijo ella y me apartó—. Como tu esposa, ¿me estará permitido leer y escribir lo que se me antoje?
—En la medida en que yo consiga lo que quiera, puedes leer y escribir lo que desees.
—Para estar segura de conseguir lo que yo quiero —dijo ella—, llevaré una daga oculta en las enaguas.
¡Ay de mí! Me había casado con un felino de la jungla.