CIENTO TREINTA

A la mañana siguiente nos quedamos en la Casa de los Pobres hasta que las calles estuvieron repletas de gente. Ese día tenía una importancia especial para mí: era el día de la boda de Elena y Luis. En lugar de la boda formal que involucraba a todas las familias importantes de la colonia, el casamiento consistiría en un acto sencillo en casa del virrey. El arzobispo presidiría la ceremonia.

—Por tu cara, pareces Moctezuma cuando descubrió que Cortés no era un dios azteca.

—Hoy se casa Elena. Es posible que ya lo esté haciendo en este mismo momento.

—Es también el día del arreglo de cuentas con nosotros. Los hombres del virrey estarán buscándonos por todas las calles de la ciudad. No duraremos mucho si nuestro plan de provocar un motín no da resultado.

Jaime, el lépero, conocía algunos de nuestros pecados, pero no sabía cuáles eran nuestros planes. En cuanto a Ramón, Luis y el virrey, podían pensar que yo había incendiado el depósito de maíz, pero no tenían ni idea de cómo continuaba mi plan.

Salimos a la calle vestidos de léperos, con las espadas ocultas debajo de capas hechas jirones. Enfilamos hacia el mercado donde se vendía el maíz y nos encontramos con un tumulto. Delante de los puestos de venta de maíz se había congregado una multitud. Los comerciantes vendían el maíz al mejor postor. Y los que ofrecían los precios más altos eran los criados de las familias más ricas de la ciudad.

—No quedará nada para nosotros —oí que la gente murmuraba.

—¡No es justo! —gritó Mateo—. ¡Mis hijos se morirán de hambre! ¡Comida y justicia!

—¡Mi familia tiene hambre! —grité yo—. ¿Qué puedo darles de comer? ¿Las suelas de mis zapatos?

—¡Los hombres del virrey incendiaron el depósito para subir el precio del maíz! —dijo alguien que, supuse, había sido pagado por nosotros.

Un grupo de diez guardias del palacio del virrey se apostaron junto al gentío, bastante inquietos. La multitud los superaba en número en una proporción de cincuenta a uno. Un oficial a caballo nos observó a Mateo y a mí.

—¡Todos moriremos de hambre! —Gritó Mateo—. La culpa es del virrey. ¡Él come terneros de engorda mientras nuestros hijos lloran y mueren en nuestros brazos!

—¡Necesito comida para mis bebés! —gritó una vieja. Aquella mujer parecía haber pasado sobradamente la edad de dar a luz a bebés, y pronto otras mujeres clamaron por comida.

Surgieron discusiones entre los vendedores de comida y las personas que exigían que el maíz se vendiera a un precio razonable. Empezó a haber empujones y codazos y los ánimos se caldearon. La gente ya estaba furiosa, y con cada nueva afrenta, esa furia crecía y la gente absorbía la fuerza de quienes la rodeaban. Personas que normalmente habrían huido apresuradamente como perros apaleados por el látigo de un portador de espuelas ahora exigían a gritos comida y justicia.

El oficial ordenó a sus hombres que lo siguieran y se abrió camino en línea recta hacia Mateo y hacia mí. Nosotros cogimos piedras del suelo y se las lanzamos. La multitud se abrió cuando el oficial espoleó a su caballo. Mi piedra no dio en el blanco, pero la de Mateo impactó contra el casco del hombre. Cuando galopó hacia nosotros, Mateo lo derribó del caballo.

Sonó un disparo de mosquete y la vieja que daba alaridos por sus bebés imaginarios cayó al suelo.

—¡Asesinato! —Gritó Mateo—. ¡Asesinato!

Ese grito fue recogido como un guante por otras cien voces y la violencia se propagó como el fuego en el interior del depósito. Cuando los otros soldados avanzaron abriéndose paso por entre el gentío para tratar de llegar donde se encontraba su oficial, la gente se apoderó de ellos. Lo último que vi fue que un grupo de individuos de la calle les estaban propinando una buena paliza a los hombres del virrey.

La furia y la frustración, no sólo por la falta de comida, sino por toda una vida de ser tratados como poco más que perros, entraron en erupción como un volcán. La multitud comenzó a atacar los puestos de los vendedores de maíz.

Mateo montó el caballo del oficial y levantó su espada.

—¡Al palacio del virrey —gritó—, en busca de comida y de justicia!

Me ayudó a subir a las ancas de su caballo. El gentío nos siguió y su número fue aumentando con cada paso. Pronto eran mil y, después, dos mil cuando entraron en la plaza principal y saquearon los puestos de los mercaderes.

La muchedumbre ya estaba frenética al acercarse al palacio.

—¡Oro! —Gritó Mateo y señaló el palacio—. ¡Oro y comida!

Ese grito fue recogido por la turba y gritado por miles de voces.

El palacio no era una fortaleza. La ciudad no tenía fortificaciones y los muros del palacio habían sido diseñados más para privacidad que para protección. La ciudad estaba en el centro de Nueva España, a una semana por lo menos de trayecto para cualquier fuerza invasora. Nadie había atacado nunca la ciudad, así que no había necesidad de construir una fortaleza.

Los portones del palacio del virrey ofrecieron poca resistencia a la turba. La multitud se apoderó de un carro lleno de piedras utilizadas por los obreros para reparar las calles y lo empujaron a través de los portones; tampoco los guardias del palacio, superados de mucho en número por la multitud, ofrecieron resistencia: desaparecieron ante el espectáculo de dos mil personas furiosas que marchaban hacia ellos. Ni siquiera los inútiles disparos que habrían sido hechos contra invasores extranjeros se gastaron contra el gentío.

—¡Ese banco! —Les gritó Mateo a los que nos habían seguido a la puerta principal del palacio—. ¡Lo usaremos para echar abajo la puerta!

Una docena de manos levantaron el pesado banco de madera y lo estrellaron contra esas puertas dobles y altas. Fue preciso repetir el golpe dos veces más antes de que las puertas cedieran. Mateo y yo entramos en el palacio a caballo, seguidos por un ejército de saqueadores.

Mientras la muchedumbre avanzaba por el gran corredor, nosotros desmontamos y subimos por la escalera. En ese momento vi que un grupo de personas salía del despacho del virrey, en el piso de arriba: el virrey, el arzobispo y sus ayudantes caminaban de prisa hacia la escalera. Detrás de ellos iban Ramón, Luis y Elena.

—¡Elena! —grité.

Los tres volvieron la cabeza y nos miraron. Mateo y yo saludamos a los dos hombres con nuestras espadas.

—¡Vamos! —Gritó Mateo—. ¡Huyan como lo hacen las mujeres del pene de su marido! ¡Y vuelvan con un rodillo de amasar para luchar contra nosotros!

Ramón nos miró, muy tranquilo.

—Me habéis causado muchos problemas —dijo—, pero mataros valdrá la pena.

Bajó, con Luis junto a él, mientras nosotros subíamos por la escalera. Yo alcancé a mirar un segundo a Elena, con su traje de novia, antes de que nos topáramos con los dos espadachines.

Mateo estaba un paso más adelantado que yo y en seguida comenzó a luchar con Ramón, mientras yo lo hacía con Luis. El sonido del choque de las espadas se superpuso al ruido producido por la multitud en la planta baja. Oímos disparos de mosquetes. Al parecer, los guardias del virrey habían decidido responder al ataque.

Las facciones de Luis estaban deformadas por el odio, aunque también advertí en ellas un extraño deje de júbilo.

—Le demostraré a mi flamante esposa cómo se enfrenta un caballero a un lépero que es la escoria de la Tierra.

Su esgrima era deslumbrante. Luis era mucho mejor espadachín de lo que yo lo sería jamás. No podía creer que mi propia furia me hubiera empujado a esa situación. Me cortaría en pedacitos frente a Elena. Sólo ese odio salvaje me hizo no ceder en la lucha y me dio fuerza, velocidad y una astucia que nunca imaginé tener. Pero no era suficiente. Luis me cortó en el antebrazo, en el hombro derecho y volvió a abrir la herida que había recibido de manos del pirata en Veracruz.

—Pienso cortarte en pedacitos, no matarte rápidamente —dijo Luis—. Quiero que ella vea cómo se vierte cada gota de tu sangre impura.

La hoja de su espada me cortó la rodilla. Sangraba por los cuatro costados y Luis me hacía retroceder con una maestría que yo jamás había soñado con alcanzar. Se tocó la mejilla recién afeitada con la espada, la mejilla en la que yo le había clavado mi pluma de escribir.

—Me cortaste la cara para que me pareciera a ti, y te odio aún más por ello —dijo. Me acorraló contra una pared y su espada me cortó la otra rodilla. Mis piernas cedieron y caí sobre una rodilla.

—Ahora tus ojos y, después, tu cuello —dijo.

De pronto soltó aire por la boca como si lo hubieran golpeado desde atrás y estuviera quedándose sin aliento. Me miró con los ojos abiertos de par en par y después, lentamente, se volvió.

Elena se encontraba de pie detrás de él.

Cuando Luis se dio la vuelta, vi la daga en su espalda. No se la había clavado a fondo y él se la quitó.

—¡Perra! —gritó.

Di un salto hacia adelante y lo golpeé con el hombro. Luis salió disparado hacia atrás y se estrelló contra la barandilla. No reprimí el impulso y volví a golpearlo. Se golpeó de nuevo contra la barandilla y cayó hacia el piso de abajo. Me asomé y lo miré. Estaba tumbado de espaldas, todavía con vida, jadeando y moviendo los brazos y los pies, pero casi inconsciente. Las marcas de viruela que tenía en la cara no eran visibles desde lo alto de la escalera. Con la cara afeitada y aquella cicatriz en la mejilla, me pareció que me estaba mirando a mí mismo.

Luis había cometido la misma equivocación que el pirata: había subestimado a una mujer.

—Elena —dije y extendí mi mano hacia ella. Elena me tomó por la cintura y yo me apoyé en ella durante unos segundos antes de apartarme—. Tengo que ayudar a Mateo.

Al pícaro no le iba mucho mejor con Ramón de lo que me había ido a mí con Luis. Mateo era mejor espadachín que yo, un esgrimidor extraordinario, de eso no cabía ninguna duda, pero se decía que Ramón era el mejor espadachín de toda Nueva España.

Mientras renqueaba hacia la acción, Mateo de pronto entró en el círculo de la muerte y le lanzó una estocada a Ramón. La espada de Ramón se balanceó hacia el cuello de Mateo, pero este último levantó su brazo izquierdo y con él detuvo el golpe. Al mismo tiempo, Mateo clavó su daga en el abdomen de Ramón.

Los dos se quedaron mirándose cara a cara, casi nariz frente a nariz; Ramón miraba a Mateo con incredulidad, incapaz de aceptar que lo habían derrotado y mucho menos que lo habían matado.

Mateo le retorció la daga.

—Esto es por don Julio.

Una vez más giró la daga en el abdomen de Ramón.

—Y esto, por fray Antonio.

Dio un paso atrás y observó a Ramón, que se balanceaba hacia adelante y hacia atrás sobre sus talones, con la daga todavía clavada. Mateo le sonrió, levantó el brazo y se arremangó para mostrarle la protección metálica que llevaba en el brazo.

—Lamento no ser un caballero.

Ramón se desplomó.

El sonido de mosquetes se volvió ensordecedor, y el gentío comenzaba a salir del palacio y a retroceder frente a los guardias.

—Sácalo de aquí —le dijo Mateo a Elena—. Llévalo a los establos y mételo en un carro. Llévatelo de aquí.

—¿Adónde vas? —pregunté.

—Tengo una idea —respondió y le susurró algo a Elena que no quiso que yo escuchara.

Antes de salir por la puerta volví la cabeza y vi a Mateo inclinado sobre Luis. Se incorporó y les gritó a los guardias que se acercaban:

—¡Aquí! ¡Llévense a este hombre! ¡Es Cristo el Bandido!