Regresé a la Casa de los Pobres avanzando furtivamente por calles laterales, convencido de que el Ángel de la Muerte estaba en todas partes. El hospicio se encontraba vacío. Fray Antonio y sus protegidos, que esa noche dormirían sobre paja apilada en el suelo, estaban con el gentío que aclamaba al arzobispo. Pronto la recepción que tenía lugar en el muelle se desplazaría hacia el palacio del alcalde. La «buena gente» asistiría a los festejos en el interior del palacio, mientras en la plaza Veracruz, los ciudadanos, junto con los que estaban en la ciudad por la flota del tesoro, lo celebrarían durante toda la noche y hasta el día siguiente. Perderme esa celebración, la más importante de mi vida, representó para mí una profunda decepción, pero el miedo fue más fuerte que mis ganas de asistir.
La Casa de los Pobres era poco más que una habitación amplia y rectangular. Un rincón pertenecía al fraile. Detrás de una manta colgada estaba su lugar privado: un jergón de paja en un cuadro de madera, una pequeña mesa con una vela para leer, una cómoda con sus efectos personales y varios estantes para su modesta biblioteca. Los libros no eran muchos: algunos tomos religiosos y, el resto, clásicos de la antigüedad griega y romana. Sin duda, la iglesia local y el alcalde tenían más libros. Quizá también los tenían unos pocos ciudadanos adinerados, pero la del fraile era una colección sustancial de libros en una ciudad en la que la vasta mayoría de sus habitantes ni siquiera sabía leer su propio nombre, y mucho menos podían comprar libros.
Mi mayor placer era instalarme en el refugio de fray Antonio y leer, pero ese día entré allí para esconderme. Me senté en su jergón, con la espalda apoyada en el rincón, y me rodeé las rodillas con los brazos. Las calles de Veracruz habían desarrollado mi instinto de supervivencia hasta dejarlo bien afilado, y percibí en la anciana señora sentimientos más intensos que la mera maldad.
Miedo.
¿Acaso yo, o los padres que nunca conocí, le habíamos hecho algo malo? El fraile nunca dijo nada en ese sentido, de modo que el odio de esa mujer, en sí mismo, era inexplicable. Pero ¿y su miedo? ¿Por qué habría de temer una matrona aristocrática y muy poderosa, la viuda de una gran casa, a un muchacho lépero que mendigaba para ganarse el pan?
No era la primera vez que me confundían con otra persona. El día que don Francisco me había zurrado hasta casi quitarme la vida, su huésped alegó saber quién era mi verdadero padre. Tal vez aquella anciana había notado la misma similitud en mí.
Cada tanto yo le hacía preguntas al fraile acerca de la identidad de mi padre, pero él siempre negaba saber algo al respecto. Una vez, mareado por el vino, dijo que mi padre había sido un portador de espuelas, pero después se puso furioso, quizá por haber hablado demasiado.
Pero la anciana, al igual que el huésped de don Francisco antes que ella, vio algo en mi cara, supo qué significaba, y eso me puso en peligro. Y ahora yo tenía miedo de que lo que ella había visto pudiera costarme la vida.
Traté de quitarme a la mujer de la cabeza, pero no pude dejar de pensar en mi origen. Que mi madre tal vez fuera una ladrona y una prostituta no me impresionaba demasiado. Nosotros, los llamados «hijos del Señor», éramos famosos por nuestro humilde origen. Que mi padre hubiera sido alguien que calzaba espuelas tampoco era demasiado significativo. Los gachupines seducían constantemente a nuestras mujeres; las veían desembarazarse de sus bastardos sin remordimientos, con desprecio más que con amor. Para ellos, nosotros representábamos un descrédito para su linaje y su sangre. Demostraban ese odio en las leyes que iban contra nosotros, sus propios hijos. Los bastardos no teníamos derechos en la sociedad. No podíamos heredar de nuestros padres; ni siquiera éramos reconocidos como sus hijos. No sólo las calles de Veracruz, sino también la totalidad de Nueva España, estaban repletas de hijos bastardos de hombres españoles. Si alguien le hubiera probado a un gachupín que yo era su hijo, él habría mirado a través de mi persona como si yo jamás hubiera existido, porque a los ojos de la ley, de hecho yo no existía. Nuestros señores gachupines podían hacer uso y abuso de nosotros a su santa voluntad.
A veces se oía la expresión «hijo de un cañón» aplicada a un chico de la calle, porque su madre era una prostituta que no sabía qué hombre la había dejado preñada. Ese término se aplicó por primera vez a los hijos nacidos de prostitutas en los barcos. Los grandes galeones de guerra con frecuencia llevaban putas para prestar servicios a la tripulación. Cuando las mujeres estaban a punto de dar a luz, se las acostaba junto a uno de los braseros que siempre estaban encendidos cerca de los grandes cañones para prender la pólvora negra. La proximidad de esas mujeres a los cañones dio origen al término «hijo de un cañón».
Ser el hijo bastardo de un gachupín no me otorgaba más derechos que si hubiera sido el hijo de un cañón.
Y, ahora, había conocido a dos personas que al parecer me odiaban por mi origen, como si yo fuera responsable de los padres que nunca conocí, como si mi mera existencia fomentara luchas de sangre, como si yo hubiera cometido los pecados de mis antepasados.
Ayyo, quizá el fraile sería capaz de decirme por qué aquella mujer me odiaba. Quizá él encontraría alguna manera de solucionar ese problema. Sé que lo haría si pudiera. Fray Antonio era un buen hombre. Ayudaba a todo el mundo. Su único pecado era ser demasiado bueno. Después de ser apartado del sacerdocio, recurrió a la comunidad secular en busca de ayuda. Persuadió a un comerciante adinerado de que le cediera un edificio en ruinas en el corazón mismo del barrio repleto de mestizos. En su tiempo libre, les pedía a los ricos dinero, comida, ropa y medicinas. Luego les daba todo eso, además de alojamiento, a los pobres.
En otras palabras, al igual que yo, mendigaba.
En una ocasión acompañé al fraile a esas casas importantes y observé las contorsiones que él debía realizar para conseguir dinero de nobles mezquinos. Bueno, no, él no se dislocaba los brazos, pero conseguía arrancar dinero de sus arcas, mientras predicaba, con una sonrisa serena y mirada piadosa, que Dios detestaba el dinero dudoso pero amaba a quien lo daba con alegría, y cómo el camino dorado al cielo estaba pavimentado con donativos hechos con amor.
Con frecuencia aseguraba que su habilidad en el terreno de la medicina era fruto de la necesidad, no de los estudios. Sus instrumentos quirúrgicos consistían en herramientas de carpintería y utensilios de cocina. Había obtenido sus conocimientos médicos de un texto de Galeno de Pérgamo, un médico griego que vivió un siglo después de Cristo. Traducido del griego al árabe y después al latín, los trabajos de Galeno no eran bien vistos por la Iglesia por su tinte morisco, pero eran la mejor guía que tenía el fraile. Cada tanto, un médico de verdad —a instancias del fraile— proporcionaba ayuda e instrucción. Más allá de eso, en lo único que el fraile podía basarse era en su experiencia al tratar a aquellos que otros médicos rechazaban. «Yo recibí mi diploma de manos de Galeno y de la Escuela de la Necesidad», solía decir el fraile.
La Casa de los Pobres no era ningún palacio, sino sólo un montón de tablones bastos y sin pintar clavados en maderos sin pulir. Yo dormía en el sector común, con aquellos que estaban demasiado hambrientos o enfermos para encontrar refugio en otra parte. Montones de paja y algunas mantas raídas hacían las veces de camas. El fraile tenía algunas mantas para cuando las noches eran muy frías, pero las mantenía escondidas. Los pobres robaban todo aquello de lo que podían echar mano.
Pero la mayoría de las noches el calor hacía que el mismo aire sudara, hasta tal punto que resultaba difícil respirar en el hospicio, aunque, para ser sincero, resultaba difícil respirar en cualquier parte sobre la tierra caliente, excepto en los jardines frescos y cerrados de los ricos. Cuando llovía, cosa que ocurría con frecuencia, el agua se filtraba en la habitación principal. Y cuando todo estaba demasiado mojado, yo dormía sobre la mesa larga sobre la cual los famélicos tomaban su cena todas las noches. Cuando hacía mal tiempo y la gente no podía mendigar, teníamos más bocas que alimentar.
En un rincón había un pequeño hueco para encender fuego. Una mujer india venía todos los días y preparaba allí tortillas y fríjoles que, junto con ocasionales gachas de harina de maíz, era el único alimento que el fraile podía ofrecer. El humo del fuego cubría el techo y con el tiempo penetraba por las hendiduras del techo y las paredes.
Sólo los estantes de la biblioteca estaban a salvo de la lluvia.
Estudié los títulos de todos los libros. Un hacendado le había regalado la mayoría de ellos cuando el fraile era el sacerdote de una iglesia de la aldea. Estaba el tomo de medicina, algunos trabajos religiosos, en especial La ciudad de Dios, de San Agustín, pero el resto de los libros eran en su mayoría clásicos griegos y romanos. Mis favoritos eran Vidas paralelas, de Plutarco, donde el autor exploraba el carácter y las hazañas de los más grandes soldados, legisladores, oradores y hombres de estado de Grecia y de Roma; la Ilíada y la Odisea, de Hornero; la Eneida, de Virgilio; La divina comedia, de Dante, y las Fábulas de Esopo.
Aparte de lo que el fraile y sus libros me enseñaron, mis pertenencias consistían en los pantalones y la camisa sucios y harapientos con los que mendigaba, y la única ropa un poco más limpia y las sandalias que usaba para ir a la iglesia. Los pantalones y la camisa estaban hechos de maguey y algodón indio de hilado burdo y las sandalias eran de cáñamo. Para que las sandalias no se gastaran, sólo las usaba dentro de la iglesia.
Tenía, además, mi cruz de plata. El fraile me confesó cierta noche, un poco ebrio, que el crucifijo sí pertenecía a mi madre, y que a ella se lo había regalado mi padre. Era la única cosa suya que yo poseía. La cruz era de plata pura, con piedras rojas incrustadas que adornaban cada punta. Nadie esperaría que una «puta india» poseyera un adorno tan fino, pero se suponía que mi padre había sido un portador de espuelas.
De mucho me sirvió. Si usaba la cruz en público, me matarían o me meterían preso por ladrón. Ni siquiera estaba a salvo en el hospicio. Para disimular su valía, el fraile la cubrió con brea y yo me la colgué del cuello con un trozo de cáñamo.
Toqué esa cruz ennegrecida y pensé en el fraile. ¿Lo habrían apartado del sacerdocio por luchar contra la corrupción de la Iglesia? ¿Por oponerse a la explotación de los indios y a la opresión de los mestizos? ¿O había caído en desgracia por su predilección por el vino y las damas de la noche, como otros sugerían?
Para mí, esas cuestiones eran necias. Él hacía más bien que cualquier otra persona de Veracruz, y me había dado algo, corriendo un gran riesgo personal, de lo cual ni siquiera los españoles de pura sangre disfrutaban: el mundo de la literatura clásica.
Tampoco faltaban obras de autores nuestros más contemporáneos. Fray Juan, el amigo del fraile, era un enamorado de esos escritores, la mayoría de los cuales estaban prohibidos. Le prestaba, entonces, al fraile sus escritos ilícitos, que el fraile escondía en un lugar secreto, y así fue como, a través de él, tuve oportunidad de leer los libros y las obras de teatro de Miguel de Cervantes, por supuesto, en secreto.
Sabía que Cervantes era el creador de don Quijote, ese inquieto caballero errante que luchaba contra molinos de viento, y el fraile me había permitido, de mala gana, que yo leyera ese libro prestado. Sin embargo, me prohibió que leyera al resto de los autores prohibidos —tales como Lope de Vega y Mateo Alemán—, aunque fray Juan con frecuencia le traía libros de esos escritores. Yo, por supuesto, los leía cuando él no estaba cerca.
Cierta mañana, yo dormía cuando fray Juan, presa de gran excitación, nos visitó y escondió para el fraile un ejemplar del libro llamado Guzmán de Alfarache. Más tarde le pregunté a fray Antonio por qué era preciso esconder ese libro. «Los libros como Guzmán de Alfarache son leídos sólo en España —me dijo—. La Inquisición ha prohibido su importación a Nueva España porque la Iglesia cree que corromperán a los indios. Ni siquiera a nosotros, los criollos de pura sangre, se nos permite leerlos, porque también nosotros podemos corrompernos».
No se tuvo en cuenta el hecho de que había muy pocos indios que supieran leer. Y, a los quince años, ser «corrompido» tenía un significado distinto del que el fraile le había asignado.
Un día después, cuando estaba solo, satisfice mi curiosidad.
El «escondrijo» del fraile era un lugar secreto ubicado debajo de su cama, con una trampilla encima. En él guardábamos cualquier cosa que tuviera valor, para mantenerla lejos de la gente de la calle con propensión al robo. Por lo general, allí no había nada salvo algunas mantas. Las mantas eran donadas al fraile para cuando hiciera mucho frío. Algunas veces, cuando no teníamos dinero suficiente para comprar maíz para la cena, él vendía alguna.
Abrí la trampilla y saqué el libro de fray Juan.
Me senté, con las piernas colgando en el agujero y comencé a leer el libro que, para mi sorpresa y placer, tenía que ver con las aventuras de un bribón joven, indigente, sin techo, que vivía en la calle. Como ya he dicho, cuando conocí al pillo de Mateo, mi propio Guzmán de Alfarache, aprendí muchas de las tácticas de Guzmán, acerca de las cuales os daré cuenta más adelante.