A una manzana del depósito nos reunimos con Jaime y una prostituta.
—¿Le has dado instrucciones a la puta? —preguntó Mateo.
—Sí, señor. Pero pide más dinero para cumplir con su misión —contestó Jaime y extendió la mano.
—¿Recuerdas lo que te dije acerca de las orejas? —preguntó Mateo—. Debéis hacer lo que yo os ordene, o ambos perderéis las orejas y la nariz. Toma —dijo Mateo y le dio una sola moneda—, ésta es la ultima que recibirás. Finito!
El muchacho bajó la mano, pero a mí no me gustó nada la expresión de sus ojos. Se lo dije a Mateo cuando nos alejamos de ellos para ocupar nuestra posición.
—Deberías haberle dado más dinero al muchacho.
—No. Ese ratero ya es rico. Ya ha recibido suficiente dinero.
—Tú no entiendes la mente de un lépero. Siempre hay hambre después de ayunar, así que nunca es suficiente.
Frente al depósito había cuatro guardias, pero sólo uno de ellos estaba de servicio. Los otros tres se encontraban alrededor de una fogata; dos de ellos dormían y el tercero dormitaba a ratos, esperando que comenzara su turno. En la parte de atrás había un guardia. Sólo se necesitaba uno porque un grito suyo alertaría a los demás.
Jaime y la puta comenzaron su tarea: se pusieron a caminar cerca de la parte trasera del depósito para atraer la atención del guardia. El muchacho se acercó a hablarle al guardia y le ofreció los servicios de la mujer a cambio de una cantidad de dinero. Cabía esperar que el guardia rehusara el ofrecimiento para no correr el riesgo de recibir un severo castigo si abandonaba su puesto. Y eso fue exactamente lo que sucedió. El muchacho nos hizo una leve seña con la mano para indicarnos que el guardia no dejaría su puesto.
Y, mientras Jaime le daba conversación al guardia, nosotros nos acercamos, siempre ataviados con nuestros disfraces.
El guardia nos sonrió cuando nos aproximamos. Jaime le tiró de la manga.
—Mire que le ofrezco un buen trato.
—Sal de aquí, lépero…
Eso fue todo cuanto pudo decir antes de que Mateo lo dejara fuera de combate de un golpe con la empuñadura de su espada.
—Ahora, de prisa —le dijo Mateo a Jaime.
El muchacho y la prostituta se alejaron para atraer la atención de los hombres que estaban delante del depósito, mientras Mateo y yo rompíamos la cerradura de la puerta trasera. Con la puerta abierta, volqué sobre el suelo el contenido de una bolsa que llevaba conmigo. En ella había una docena de antorchas impregnadas con brea. Mateo encendió paja y la utilizó para encender una antorcha. Con ella, encendimos las demás.
El suelo de tierra estaba cubierto de paja desmenuzada y espatas, y en el aire flotaba polvo de maíz.
—Ah, chico loco —dijo Mateo con una sonrisa—, ¡este lugar es un yesquero a punto de arder!
Cuando encendimos las antorchas, esos restos comenzaron a arder y, cuando arrojamos las antorchas encendidas hacia las bolsas llenas de maíz, el suelo ya estaba en llamas. Tuvimos suerte de que todo aquel polvo de maíz que flotaba en el aire no explotara como la pólvora, y nos arrojara a todos al Mictlán. Cuando abandonamos el depósito, todo estaba en llamas y el suelo era un mar de fuego.
Huimos de aquel infierno para salvar nuestras vidas, mientras varias lenguas de fuego lamían el cielo.
Cuando regresamos a la casa donde nos escondíamos, ya casi era de noche. Detrás de nosotros, en el cielo se veían explosiones y espirales de humo que subían, mientras el enorme depósito se había convertido en un holocausto infernal.
A esas alturas, Jaime ya estaría contándole a la gente que los guardias del virrey habían sido vistos iniciando el fuego, y lo mismo harían el resto de las personas que habíamos contratado para que extendieran el rumor.
—¿Y si la ciudad entera se incendia? —le pregunté a Mateo.
—México no es una ciudad de edificios de madera como Veracruz. No se incendiará. Y, si eso sucediera —dijo y se encogió de hombros—, sería la voluntad de Dios.
Mateo estaba de muy buen humor cuando regresamos a la casa. Yo tuve que discutir con él para evitar que fuera a la cantina a meterse en problemas y a jugar a las cartas. Algo con respecto a lo que habíamos hecho esa noche me había dejado intranquilo.
Desperté en mitad de la noche completamente paranoico. Fui inmediatamente al cuarto de Mateo y lo sacudí para despertarlo.
—Levántate. Nos vamos de aquí.
—¿Estás loco? Todavía está oscuro.
—Exactamente. Los soldados del virrey estarán aquí dentro de poco.
—¿Qué? ¿Cómo lo sabes?
—¿Y cómo sé que el sol saldrá por el este? Lo siento en mi mente y en mi sangre. Yo era un lépero. Este pozo podría estar secándose para Jaime, pero no si nos entrega al virrey. Para ese pordiosero valemos una fortuna.
Me miró fijamente durante un buen rato y después saltó de la cama.
—¡Andando!
Salimos a la calle disfrazados de léperos.
Cuando ya nos alejábamos, vimos a un grupo de soldados, a pie y a caballo, que se dirigían hacia la casa.
En circunstancias normales, nos habrían detenido porque andábamos por la calle y eran más de las diez, hora en que el virrey había ordenado un toque de queda. Pero esa noche, la gente seguía en la calle debido a la celebración posterior al desfile. El depósito seguía en llamas.
Debíamos salir de la calle, pero no teníamos adonde ir. Conduje entonces a Mateo a un lugar donde la puerta estaba siempre abierta: a una Casa de los Pobres.
Ésta era más grande que el cuchitril con el suelo de tierra de Veracruz. Cada uno de nosotros consiguió una cama con colchón de paja en lugar de sólo paja apilada en el suelo.