CIENTO VEINTISIETE

—¡Nunca conseguiremos cruzar la calzada elevada! —grité mientras avanzábamos por las calles.

Mateo sacudió la cabeza, como si huir de esa ciudad isla fuera un juego de niños. La noche caía con rapidez, pero la oscuridad no nos ayudaría a pasar frente a los guardias de la calzada elevada. Toda la ciudad —después de oír las explosiones y los disparos de mosquetes en el palacio del virrey— estaría alerta.

Pero Mateo no me llevó a la calzada elevada, sino a un lugar conocido: el desembarcadero del lago desde donde, tiempo antes, habíamos huido de la ciudad a bordo de un bote cargado con los tesoros de la Casa de la Moneda.

Un bote nos aguardaba. Al acercarnos, dos mestizos lo empujaron hacia el lago y comenzaron a remar para alejarse de la orilla. Maldije sus negros corazones. ¡Estábamos perdidos!

Mateo desmontó y yo hice lo mismo. Luego azuzó a los caballos para que volvieran a la ciudad.

Oímos otros cascos de caballos que se acercaban a nosotros.

—¡El bote se aleja! ¡Estamos perdidos!

—Esos dos que van en el bote somos nosotros —dijo Mateo, muy sereno.

Me guió hacia un carro tirado por un borrico, donde Jaime el lépero se encontraba de pie con una gran sonrisa. En el carro había diversas mantas indias.

—Debajo de las mantas, rápido. El muchacho nos sacará de aquí.

—Nunca lograremos cruzar la calzada elevada custodiada por los guardias. No son tan estúpidos.

—No vamos a pasar por allí. —Mateo fulminó a Jaime con la mirada.

El muchachito tenía la mano extendida.

—¿Qué quieres?

—Más dinero.

Con el sonido de los cascos de los caballos de los soldados en nuestros oídos, Mateo maldijo al muchacho y le arrojó una moneda.

—¡Bandido!

Subimos al carro y nos cubrimos con las mantas mientras Jaime conducía al borrico.

Nos dirigimos a la casa de la hija viuda de don Silvestre.

—Ella se queda todo el tiempo con su padre, y sólo viene aquí para traerme comida y consuelo —me explicó Mateo—. Volví a la ciudad y me escondí hasta que pude contactar con Elena y, por medio de ella, con don Eduardo.

Durante los dos días siguientes, Jaime vino todas las tardes con las noticias del día… y para recibir un pago adicional. Yo tuve la clara sensación de que habría estado dispuesto a vendernos al mejor postor si, en este caso, el mejor postor no hubiéramos sido nosotros. Como chico de la calle, yo habría admirado ese espíritu suyo, propio de un ladrón. Pero, como víctimas de su avaricia, ¡ay de mí!, pagamos.

—Debería cortarte ese cuello tuyo de ladrón —le gruñó Mateo al muchachito.

La primera noticia que tuvimos fue que Cristo el Bandido y su cómplice habían escapado de la ciudad en un bote indio. Como todos los días se veían cientos de botes como ése alrededor de la ciudad, era imposible determinar en cuál nos habíamos marchado y dónde habíamos tocado tierra.

Junto con esa buena noticia recibimos también una mala: don Eduardo había muerto como consecuencia de su herida y la muerte se me atribuía a mí. Eso me hizo sentir al mismo tiempo triste y furioso. Una vez más había perdido a un padre por la acción de una daga. Y, de nuevo, se me culpaba a mí por ese derramamiento de sangre.

Los informes acerca de la cacería de Cristo se convirtieron en una cuestión cotidiana. Había sido visto huyendo en dirección a los cuatro vientos. Él ya había vuelto a su antiguo oficio: robaba plata en las caravanas y violaba a mujeres. Eh, si yo hubiera cometido la mitad de los actos y amado a la mitad de las mujeres que me achacaban los rumores…

La otra noticia era acerca de Elena. Lo que se comentaba en la ciudad era que la sobrina del virrey le había llevado comida a un guardia enfermo y se encontraba en el puesto de guardia cuando explotó la bomba. Debía darle algún crédito a la burocracia española; había enseñado bien a don Diego. Después de todos los años que había pasado en la calle, mintiendo acerca de todo, incluso acerca de mi propia existencia, a mí no se me habría ocurrido una mentira tan convincente.

La otra noticia referente a ella era menos alentadora. Se había anunciado su compromiso con Luis y la boda se adelantaba para que los novios pudieran ir a España en el siguiente viaje de la flota del tesoro. Luis, cuya madre había regresado a España para darlo a luz y asegurarse así de que su hijo era un gachupín nacido en España en lugar de un criollo nacido en una colonia, se presentaría en la Corte Real de Madrid para ocupar un cargo de cierta importancia.

Mientras yo permanecía en la casa, malhumorado y sin ánimo de salir, Mateo salía y regresaba con más noticias.

—El ambiente que se vive en las calles no es nada bueno. El precio del maíz sube día tras día.

—De modo que ya están poniendo en práctica su plan —dije.

—Exactamente. Chismosos contratados propagan rumores de sequía e inundaciones que han destruido las cosechas de maíz, pero nadie les cree. La gente que viaja desde esas zonas niega los rumores. Mientras tanto, Miguel de Soto se opone a abrir los depósitos de maíz del gobierno y asegura que están prácticamente vacíos y que el poco cereal que queda en ellos hay que reservarlo para los casos de emergencia.

—¿Cómo evitan que entre en la ciudad el maíz de los granjeros privados?

—La Recontonería. Ellos se lo compran y lo transportan a otra parte en lugar de traerlo a la ciudad. Y, después, lo queman.

—¿Lo queman?

—Sí, para evitar que aumente la oferta y el precio del maíz que tienen en el depósito baje. Los más perjudicados por esta situación son los pobres, los mestizos y los indios que trabajan como obreros. Ellos no pueden permitirse el lujo de comprar suficiente maíz para alimentar a su familia. Tus hermanos léperos y los más pobres de los pobres se están muriendo de hambre. Y todos culpan al virrey.

—¿Por qué al virrey? ¿Crees que realmente está involucrado en esta maniobra?

Mateo se encogió de hombros.

—¿Qué si creo que está involucrado directamente? No. Pero él pagó un precio muy alto al rey para ostentar ese cargo. Los hombres que pagan la cuantiosa monta requerida para asegurarse un cargo por lo general se endeudan hasta ganar lo suficiente para cancelar esos préstamos. Y ¿quién crees que le prestó ese dinero?

—Su viejo mayordomo y socio, Ramón de Alva.

—Y también Luis y De Soto. Las importantes ganancias que esos bandidos cosechan tienen que estar vinculadas con los préstamos concedidos al virrey.

—También lo está el matrimonio de Luis con Elena —señalé con rencor. Aunque tenía que admitir que Luis, con mi título de marqués, era un candidato plausible.

—¿Se está haciendo algo al respecto?

—El hambre hace que incluso las personas más serenas se enfurezcan y se pongan agresivas. Cuando las protestas se vuelven demasiado ruidosas y la gente sale con su reclamo a las calles, entonces de pronto, milagrosamente, la camarilla encuentra más maíz en el depósito y distribuye una pequeña cantidad a un precio justo. En cuanto esa provisión es consumida, cortan el suministro y vuelven a aumentar los precios. El depósito está bien custodiado, pero Jaime habló con alguien que trabaja allí, que asegura que el lugar está atestado de maíz.

—Puedo entender la codicia de mis hermanos los pordioseros —le dije a Mateo—. Cuando alguien arrojaba un hueso a una zanja, todos corríamos a apoderarnos de él porque quizá era la única comida que veríamos ese día. Pero ¿cómo explicar la codicia de Ramón y de los demás?

—Son cerdos, capaces de seguir comiendo en el comedero aunque tengan la panza tan llena que amenace con estallarles. Nunca están satisfechos; siempre quieren más.

—Amigo, he estado aquí encerrado una eternidad. Si no salgo pronto, moriré de aburrimiento.

—Lo entiendo. Tu damisela se casará con ese cerdo dentro de pocos días, y tú quieres colgarlo de los pies y cortarle el cuello para poder verlo desangrarse, ¿no es así?

—Algo por el estilo. También quiero colgar a Ramón de Alva junto a Luis.

—Entonces, hagámoslo.

—Dime cuál es tu plan —dije.

—¿Qué plan?

—El que siempre tienes. La tragicomedia de la venganza que has pergeñado y que, sin duda, supera tu habilidad para ponerla en práctica.

—¿Acaso tú no evitaste la muerte gracias a mi talento dramático?

—Sí, es cierto. Pero todavía estoy en la ciudad, rodeado de cientos de soldados, y volveré a estar preso tan pronto Jaime el lépero se encuentre con alguien dispuesto a pagar por nuestras cabezas más de lo que tú le pagas.

—Bastardo…

—Eh, que ya no soy un bastardo.

—Para mí siempre serás un bastardo. Pero, perdóneme, señor marqués. —Mateo se puso en pie y me hizo una reverencia—. Había olvidado que estaba hablando con el cabeza de una de las más importantes familias de España.

—Te perdono por esta vez. Ahora háblame de tu plan.

—Escúchame con mucha atención, compadre, y descubrirás por qué en la Península los príncipes y los duques hablan de mis comedias con la misma reverencia que reservan para la Santa Biblia. Debido a tu estúpido acto de salvar a la bella Elena de los piratas, has quedado en evidencia como el mentiroso y el ladrón que eres. Ahora que somos buscados como criminales, ya no tenemos la libertad necesaria para estafar a esa camarilla y llevarla a la ruina financiera.

—¿Tu plan es hablarme hasta que caiga muerto?

—Lo siento, señor marqués. No debo olvidar que ustedes, los portadores de espuelas, son muy impacientes.

Al oír esa chanza de Mateo acerca del título de nobleza que yo «había heredado» después de la muerte de mi padre, recordé el comentario de Ana en el sentido de que Mateo era un noble proscrito. Yo nunca le dije eso a él. Hay cosas que son demasiado privadas para indagar en ellas. Si Mateo hubiera querido que yo lo supiera, me lo habría contado. Él era un hombre que se jactaba de muchas cosas, excepto de su nobleza desacreditada.

Mateo se tocó la cabeza.

—Piensa, Bastardo. Aparte de cortarles la cabeza con una espada bien afilada, ¿qué otra cosa crees que les dolería más a esos cerdos?

—Que los despojáramos de su dinero.

—¿Y quién los está protegiendo?

—El virrey.

—Bueno, bueno, Bastardo, veo que te enseñé bien. De modo que, para hacer que esos demonios sean vulnerables, debemos despojarlos de su oro y de la protección del virrey. —Bebió un gran trago de lo que yo había aprendido desde hacía tiempo que era el alimento para su cerebro—. Ahora dime, ¿dónde está su dinero?

—Supongo que lo usaron para comprar maíz y controlar así el mercado.

—Eso es, todos sus pesos se transformaron en maíz. Ellos controlan el suministro de maíz.

Empecé a entender el plan de Mateo.

—Nosotros les quitaremos ese control. Compraremos todo el maíz que entra en la ciudad. Le pagaremos más que ellos a la Recontonería. Distribuiremos el cereal entre la gente. Romperemos el control absoluto que tienen con su monopolio, haremos bajar los precios y conseguiremos, así, que su maíz y su dinero se pudran en el depósito.

Mateo sacudió la cabeza fingiendo decepción.

—Bastardo, Bastardo, creí haberte enseñado mejor. Tu plan no está mal, pero en él hay un gran fallo.

—¿Cuál?

—Llevaría demasiado tiempo. Tardaríamos semanas en acumular suficiente maíz del que los pequeños granjeros le entregan a la Recontonería. A esas alturas, esos cerdos habrían duplicado y triplicado su dinero y tu amor estaría camino de España con su flamante marido. No. Tenemos que dar un golpe audaz y rápido: quemaremos el maíz del depósito y haremos que la provisión de maíz sea escasa.

Lo miré, azorado.

—Has perdido el juicio. Eso sería seguirles el juego. Cuanto menos maíz haya, más alto será el precio. Ellos traerán maíz de otras zonas y amasarán una fortuna.

Mateo sacudió la cabeza.

—Ya te lo he dicho, limitan el suministro de maíz a la ciudad para que suba el precio. Cuando los pobres se amotinan, como han hecho otras veces en el pasado, esos cerdos entregan sólo la cantidad de maíz necesaria para anular la presión. Pero si nosotros destruimos sus existencias, no sólo no tendrán maíz para vender, sino tampoco el suficiente para eliminar la presión. Tardarían una semana o incluso más en conseguir maíz de los depósitos más cercanos, como por ejemplo los de Texcoco. Y a esas alturas, la gente ya estaría hambrienta.

—Bueno, no sé…

—Escucha, es un plan magistral. Les ganaremos en su propio juego. Para subir el precio, utilizan el maíz de su depósito como un cubo de agua para sofocar un incendio. Hacen que los que se están quemando paguen muy cara esa agua y sólo les ofrecen una salpicadura cuando parece que el fuego está a punto de propagarse. Nosotros les quitaremos el cubo. Cuando eso ocurra, no tendrán nada para evitar que el fuego se ex-tienda. Las personas hambrientas no tienen una actitud pasiva. La maldad de los hombres o los dioses no hará que los habitantes de esta ciudad se rebelen… pero sí los hará tener la panza vacía.

—Ya se han amotinado anteriormente —repuse.

—Y volverán a hacerlo. Nosotros destruimos las provisiones de maíz. Los propagadores de rumores que contratemos salen a la calle a decir que el virrey en persona ordenó la quema del maíz, que los soldados de palacio han sido vistos prendiendo fuego al edificio.

Me eché a reír.

—Mateo, eres el mayor dramaturgo del mundo civilizado.

—Subestimas mi talento —dijo él con tono de falsa modestia.