Durante mucho tiempo después de la visita de Luis, pensé en lo que inadvertidamente él me había revelado y que explicaba los misterios de mi pasado. En la vida, me había visto forzado a vivir muchas mentiras. Lo que nunca supe era que la mayor de todas ellas me había sido impuesta en el momento de mi nacimiento.
Don Eduardo no me dijo que se había casado con mi madre. Así era como yo lo consideraba: como don Eduardo, no como mi padre.
Quizá dio por sentado que yo lo sabía o que fray Antonio me había contado la verdad. Pero la gran esperanza de fray Antonio era que el hecho de desconocer esa verdad me protegiera. Por supuesto, no fue así. Había demasiadas cosas en juego como para confiar en que la verdad quedaría sepultada.
Traté de imaginar cómo se había desarrollado la trágica obra del honor de la familia y la herencia familiar. La anciana matrona había enviado al joven don Eduardo a la hacienda para que Ramón, que era el administrador de la misma, le enseñara las cualidades propias de un caballero.
Amigos, ¿y qué es lo que indica que un caballero es un verdadero hombre? Pues su mujer, su espada y su caballo, y no siempre en ese orden. Ramón debió de pasarlo en grande cuando su joven protegido eligió a una bonita india para acostarse con ella. Tal vez él se lo contó a la anciana y le dijo que su hijo se estaba portando como un verdadero caballero español.
Ramón, desde luego, aunque no era de sangre noble, había pasado toda su vida al servicio de la nobleza y conocía bien a esa clase social. Lo que no entendió es que no todos los nobles son como las monedas del conde Roberto; que no todos tienen la misma cara. Eduardo, como Elena, había sido modelado de manera distinta del resto de su clase. Dios había puesto en su corazón pensamientos que ellos se veían impulsados a escribir en papel y a compartir con el mundo. Y esos pensamientos no siempre casaban bien con las exigencias de los demás.
La madre de Eduardo —no cabe en mí pensar en ella como mi abuela— acudió de visita a la hacienda, quizá para comprobar personalmente los progresos de Ramón en la formación de Eduardo. No me cabe duda de que aquí el destino desempeñó un papel importante, al hacer que esa visita coincidiera con mi nacimiento.
Traté de imaginar qué pensaba realmente Eduardo de mi madre. Lo primero que se me ocurrió fue que se había casado con ella para desafiar a su propia madre, pero el corazón me dijo que no había sido así. La voz de Eduardo hablando de mi madre en el carruaje destilaba verdadero amor hacia ella. Me convencí de que la amaba realmente. Tal vez, al igual que tantos poetas, él creyó que ese amor lo conquistaría todo. En ese sentido juzgó mal a la vieja matrona; ella era un producto del lugar que ocupaba en la sociedad. Después de la muerte de su marido, o quizá antes, puesto que su marido mostraba algunos de los rasgos que a ella le parecían tan perjudiciales en su hijo, ella tomó las riendas de la noble casa del marqués de la Cerda y luchó para evitar que desapareciese.
¿Qué debió de sentir Eduardo cuando le dijo a su madre que no sólo se había casado con una doncella india, sino que además ella le había dado un hijo y un heredero? El odio que vi en la cara de Luis del otro lado de los barrotes de la celda sin duda palidecía en comparación con la furia volcánica de la anciana al enterarse de que el próximo marqués de ese antiguo linaje sería un mestizo.
¿Qué pensó Eduardo cuando enviaron a Ramón a matar a su esposa y a su hijo? ¿Creía él que esas muertes eran un castigo por sus pecados? ¿Trató siquiera de protegerlos? ¿Sabía que iban a asesinarlos?
Me negaba a creer que don Eduardo supiera que mi madre iba a ser asesinada. Por el bien de su alma, rogué a Dios que no lo hubiera sabido y que, por tanto, no pudo hacer nada para impedirlo.
Además estaba convencido de que después de que tuvo lugar ese horrible hecho, él se atribuyó toda la culpa.
Todos actuamos de manera diferente, todos tomamos caminos distintos en la vida. Cuando todo se fue al traste en la vida de mi padre, él sencillamente se dio por vencido. Se casó con la mujer española tal y como su madre había dispuesto, tuvo un hijo cuya sangre no era impura y se sumió en su poesía, en las palabras de su corazón.
Eh, amigos, ¿habéis visto lo que acabo de escribir? Le he llamado «padre» en lugar de decir don Eduardo. Es obvio que en mi corazón había encontrado suficiente comprensión con respecto a su conducta como para considerarlo mi padre. Comprensión, pero no perdón.
Lentamente fueron pasando los días en la cárcel. A diferencia de lo que ocurría en la sala de torturas de la Inquisición, la mayoría de los prisioneros de la cárcel del virrey eran autores de delitos menores y deudores, aunque también había alguno que había asesinado a su esposa y algún que otro bandolero. Muchos de ellos estaban agrupados en las celdas más grandes. Aparte de mí, sólo había otro prisionero que se encontraba en una celda individual. Nunca supe su verdadero nombre, pero los guardias lo llamaban «Moctezuma», porque él creía ser un guerrero azteca. Sus delirios lo habían conducido a la cárcel del virrey y muy pronto a la horca porque había matado a un cura y se había comido su corazón cuando lo confundió con un guerrero enemigo. El único lenguaje de ese hombre parecía consistir en gruñidos y aullidos animales, que los guardias con frecuencia lograban sacarle provocándolo y castigándolo. En son de broma, los guardias solían arrojar a un nuevo prisionero en la jaula de ese individuo y después sacarlo en el último momento, cuando Moctezuma estaba a punto de comérselo.
Mientras me pudría en prisión, en espera de la muerte, sentí envidia de ese demente. Qué alivio supondría escapar a un mundo creado por la propia mente.
Varios días después del intento de Luis de asesinarme, recibí más visitas. Al principio pensé que los dos curas que se encontraban del otro lado de los barrotes eran el padre Osorio y el otro fraile buitre, y que los dos esperaban para poder arrancarme la carne. Se acercaron a la celda, ocultos en sus hábitos sacerdotales y sin pronunciar palabra.
No les presté atención y permanecí sentado en mi banco de piedra, pensando en los insultos que podía dirigirles.
—Cristo.
Esas palabras susurradas fueron pronunciadas por un ángel. Salté del banco y me aferré a los barrotes con las dos manos.
—Elena.
Ella se acercó y sus manos cogieron las mías.
—Lo siento —dijo ella—. Te he causado tantos problemas.
—Me los he buscado yo solo. Lo único que lamento es haberte involucrado a ti.
—Cristo…
Me alejé de los barrotes, convencido de que alguien estaba a punto de clavarme una daga.
—¿Ha venido a asesinarme porque su hijo no lo consiguió? —le pregunté a mi padre.
—He venido con Elena para colaborar en la huida de este hijo. Sé qué intentó hacer Luis. Me dijo que había fallado, pero que lo dispondría todo para que otra persona lo intentara. El dinero puede comprar muertes en un lugar como éste. Él encontrará a un guardia que aceptará hacerlo por suficiente oro. Hoy estamos aquí porque alguien recibió oro en la palma de su mano.
—Sería más fácil pagar por mi asesinato que por mi fuga. Lo más probable es que el asesino quedara impune porque, de todos modos, estoy condenado a muerte. Pero una huida comportaría que todos los guardias fueran castigados. Y escapar sin la cooperación de los guardias no sería posible. Estos barrotes son de hierro y las paredes tienen un grosor de más de sesenta centímetros.
—Tenemos un plan —dijo don Eduardo.
—Necesitarán más un milagro que un plan —repuse.
Elena volvió a cogerme de las manos.
—Yo también he rezado pidiéndolo.
—Para mí, es suficiente milagro verte y tocarte de nuevo. Pero, díganme por qué creen que puedo escapar de aquí.
Los tres nos acercamos más mientras ellos me susurraban su plan.
—Nuestro socio en esta empresa es tu amigo Mateo —me explicó don Eduardo—. Él nos asegura que ha planeado muchas huidas, incluso la del bey de Argel. Él buscó la ayuda de Elena y ella vino a mí, sabiendo que estoy desesperado por re-dimir mis pecados.
Casi gruñí en voz alta. Las fugas de Mateo eran ideadas sobre papel y llevadas a cabo en un escenario.
—Mateo ha tenido acceso al tejado del palacio por una trampilla que hay en mi dormitorio —dijo Elena—, cuya finalidad es permitir un escape en caso de incendio o de ataques. Desde el tejado del palacio él puede pasar a otros techos, e incluso llegar al de la prisión.
—¿Y qué hará una vez allí?
—Las chimeneas de la prisión y de los demás edificios están ahí. Mateo ha preparado bombas de polvo negro que dejará caer en las chimeneas, incluyendo la que está en el puesto del guardia. No explotarán como balas de cañón, pero producirán mucho humo.
—Aparte de conseguir que muera asfixiado, ¿qué harán esas bombas de humo?
—Disimular tu fuga —dijo don Eduardo—. Mi carruaje está fuera. Cuando empiece a entrar humo, saldremos corriendo, subiremos al carruaje y nos marcharemos.
Me quedé mirándolos.
—¿Y estos barrotes? ¿El humo también ensanchará el espacio que existe entre ellos para que yo pueda atravesarlos?
—Tengo una llave —dijo Elena—. El amante de mi criada es un guardia. Él me proporcionó una llave que abre las celdas y las puertas.
Pensé un momento.
—Los guardias me reconocerán y me detendrán.
—Tenemos el hábito de un cura —explicó Elena—. Podrás escapar sin problemas en medio de la confusión inicial.
—Pero si inspeccionan mi celda…
—Me encontrarán a mí —dijo ella.
—¡Qué!
—¡Chis! —susurró ella—. Tu padre quería ser el que ocupara tu lugar en la celda, pero en cuanto lo encontraran, lo ahorcarían. A mí, en cambio, no me harán nada.
—Serás juzgada por la huida.
—No. Les diré que vine a darte las gracias por haberme salvado la vida y para despedirme de ti, y que de alguna manera conseguiste una llave de la celda y me obligaste a entrar cuando esto empezó a llenarse de humo.
—No te creerán.
—Tendrán que creerme. Mi tío no permitiría otra interpretación de mis actos. Si su sobrina y pupila estuviera involucrada en la huida de un criminal preso bajo su autoridad, él sería llamado a España, deshonrado. Él no sólo me creerá, sino que pregonará lo sucedido.
—Tu amigo Mateo estará esperando fuera del palacio, con otro caballo —continuó explicando don Eduardo—. Después de dejar caer el polvo negro, usará una soga para deslizarse a la calle del otro lado de los muros del palacio.
—Nunca podrá cruzar la calzada elevada.
—Tiene un plan.
—Mateo tiene muchos planes. —Amigos, ¿acaso no sabemos que muchos de los planes de Mateo terminan en desastre?
Elena me apretó las manos y sonrió.
—Cristo, ¿tienes tú un plan mejor?
Sonreí.
—Mi plan es vuestro plan. ¿Qué puedo perder sino una vida que ya ha sido condenada? De modo que, amigos, decidme cuándo llevaremos a cabo el plan.
Don Eduardo cogió un pequeño reloj de arena que llevaba en el chaleco y lo puso sobre un barrote horizontal de la celda.
—Mateo tiene otro igual —dijo—. Cuando la parte superior esté vacía comenzará a soltar las bombas.
Miré el reloj, estupefacto.
—¡Pero si ya casi está vacía!
—Exacto. Así que prepárate —dijo—. Dentro de un momento te irás de aquí con el hábito de fraile que lleva Elena. Mantén la cabeza baja. En el bolsillo del hábito hay un pañuelo. Llévalo cerca de la cara todo el rato. Frótatela con el pañuelo. Elena ha puesto un poco de polvo negro cosmético en él para que parezca que el humo te ha tiznado la cara.
Elena deslizó la llave en la cerradura de la celda y lentamente la hizo girar. Cuando la puerta se abrió, me entregó la llave por entre los barrotes.
—Ve con Dios —susurró.
Los granos de arena del reloj descendían con rapidez. Con gran expectativa aguardamos a que el último grano cayera. Y no pasó nada.
—Mateo ha… —comencé a decir.
Una explosión sacudió la cárcel. Y, después, otra. Piedra y argamasa cayeron del techo y una nube negra fue cubriendo los pasillos.
Elena abrió de par en par la puerta de la celda y me entregó su hábito. Yo la besé. Don Eduardo me alejó de ella.
—Date prisa. Debemos aprovechar la confusión.
Un humo denso había comenzado a contrarrestar la poca luz que proporcionaban las velas en aquel tétrico pasaje de piedra. Casi no alcanzaba a ver a don Eduardo cuando lo seguí. Alrededor de mí, los prisioneros tosían y gritaban que los soltaran, temerosos de que hubiera estallado un infierno dentro de aquellas paredes de piedra. A mi derecha oí el aullido enloquecido de Moctezuma el Caníbal. Parecía deleitarse con el hecho de que en la prisión se hubiera hecho de noche.
Explosiones como con sordina brotaban de otras partes del palacio. Mateo se estaba asegurando de que los guardias del virrey estuvieran bien ocupados en todas partes.
Tropecé con alguien, e instintivamente pensé que era un guardia.
—¡Ayúdenme! ¡No veo! —gritaba el hombre y se aferró a mí con las dos manos.
Reconocí la voz; era fray Osorio. Sí, el hombre que me había desollado y arrancado la carne con tenazas calientes.
El destino finalmente me había repartido buenas cartas.
—Por aquí, padre —susurré.
Lo guié a la celda de Moctezuma, que abrí con la llave maestra.
—Fray Antonio y Cristo el Bandido le han preparado algo muy especial.
Y empujé a Osorio al interior de la celda.
—¡Carne fresca! —le grité a Moctezuma.
Corrí para alcanzar a mi padre. A mis espaldas, la dulce música de los aullidos feroces de Moctezuma y los alaridos de horror y de dolor del fraile.
Dando tumbos, salí de la prisión detrás de don Eduardo. Los demás ya estaban allí, tosiendo y ahogándose. Los guardias estaban tumbados en el suelo. La zona de los prisioneros se encontraba repleta de humo, pero las bombas de Mateo habían hecho volar madera, carbón y piedra de la chimenea de la sala del guardia y habían herido a varios.
Seguí los pasos apresurados de don Eduardo hacia un carruaje que nos aguardaba. No se veía al conductor por ninguna parte. Don Eduardo abrió la puerta del vehículo y se detuvo en seco.
Luis le sonrió desde el interior del coche.
—Vi el carruaje estacionado cerca de la cárcel y supuse que habías venido a visitar a este cerdo. Pero me sorprende que hayas tenido el coraje de ayudarlo a escapar. ¡Guardias!
Don Eduardo lo agarró y lo hizo bajar del vehículo. Mientras bajaba, en la mano de Luis apareció una daga, que clavó en el estómago de don Eduardo.
Mi padre soltó a Luis y se tambaleó hacia atrás. Luis todavía no había recuperado el equilibrio desde que lo habían hecho bajar del carruaje. Lo golpeé con el puño cerrado, él cayó hacia atrás contra el carruaje y yo le clavé el codo en la cara. Luis se desplomó al suelo.
Mi padre estaba de rodillas, oprimiéndose el estómago con las manos. La sangre le corría por los dedos.
—¡Corre! —jadeó.
Los guardias habían comenzado a buscarnos y yo no podía perder más tiempo. Subí al asiento del conductor y cogí las riendas.
—¡Vamos! ¡Vamos! —les grité a los caballos y los fustigué.
El carruaje cruzó a toda velocidad el patio empedrado arrastrado por los dos caballos. Enfilaron en línea recta hacia el portón principal, que estaba sesenta metros más adelante. Detrás de mí, los guardias daban la alarma y los mosquetes disparaban.
Delante de mí los guardias corrían a cerrar el portón principal. Cuando se cerró, hice girar a los caballos. Más disparos de mosquete sonaron cuando seguí fustigando a los caballos a lo largo del alto muro que separaba el terreno del palacio de la calle. Una andanada de disparos de mosquete le dieron a uno de los caballos, que se desplomó al suelo, haciendo que el carruaje volcara y se estrellara contra la pared. El asiento del conductor era casi tan alto como el muro, de modo que salté desde ese asiento hacia la parte superior de la pared y después me dejé caer sobre los arbustos que había abajo, en la calle.
—¡Compadre!
Desde el otro extremo de la calle, Mateo galopaba sobre dos caballos, directo hacia mí.