—Cristo el Bastardo, te saludo.
Mi admirador era Ramón de Alva. Sentado en el carruaje, no tenía ninguna oportunidad de desenvainar la espada. No porque me hubiera servido de algo; además de Ramón y Luis, tendría que enfrentarme a dos individuos con aspecto de matones que supuse eran los secuaces de Ramón, y el conductor del carruaje.
Me llevaron al interior de la casa y me ataron a un enorme candelabro que colgaba del techo con una cadena. Me rodearon el cuello con un nudo corredizo y me pusieron una silla debajo de los pies. No se me pasó por alto la ironía de que me estaban sometiendo a la misma tortura que Mateo y yo habíamos sometido a Ramón.
Una vez estuve atado, sólo Ramón y Luis permanecieron en la habitación. Mi padre ni siquiera bajó del carruaje.
—Te felicito —dijo Ramón—, porque has superado todas las adversidades. Salvo ésta, desde luego. ¿Quién habría imaginado que un muchachito lépero se convertiría en el bandido más famoso de la colonia? Y que ese bandido se transformaría en su héroe más celebrado, un hombre de tanta valentía que el virrey ofreció un gran baile a toda la ciudad en su honor por haber luchado contra los piratas.
—¡Qué te jodan! —Era el insulto más provocativo que se me ocurrió mientras estaba de puntillas, con un nudo corredizo alrededor del cuello y poco tiempo por delante en este mundo.
—Como ya te he dicho, amigo, ¡a la que jodieron fue a tu madre!
Le dio una patada a la silla sobre la que yo estaba de pie. Por un instante, mi cuerpo cayó algunos centímetros. Cuando la caída se detuvo, tuve la sensación de que me arrancaban la cabeza de los hombros. La sacudida ajustó más el nudo corredizo alrededor de mi cuello, como un garrote de hierro. No podía respirar. No podía pensar. El resto de mi cuerpo estaba electrificado. Mis piernas se sacudían sin control. Por entre la bruma, oí los gritos de mi padre. Volvieron a ponerme la silla debajo de los pies. Me balanceé, muy mareado, mientras jadeaba en busca de aire y trataba de mantener el equilibrio sobre la silla.
—¡Dijisteis que no le haríais daño! —gritó don Eduardo.
—Sacadlo de aquí —le ordenó Ramón a Luis.
Ramón rodeó mi silla como un felino de la jungla que se pasea alrededor de un cordero atado, calculando qué parte del cuerpo le arrancará primero.
Luis se reunió con él instantes después.
—Cuando terminemos con éste, enviaré a mi padre a la tumba. Mi abuela ya no está aquí para ocuparse de él, y yo sólo siento desprecio por ese hombre.
Ramón sacó una moneda de oro de un bolsillo. La sostuvo en alto para que yo la viera.
—¿Reconoces esta moneda? —me preguntó.
Le escupí un insulto, algo de mis días en la calle, pero salió como un galimatías porque el nudo corredizo me apretaba demasiado. ¿Por qué me mostraba aquella moneda? ¿Por qué no me mataba de una vez?
—Una moneda interesante. —Ramón examinó la moneda y le dio la vuelta—. Una moneda muy especial. ¿Sabes por qué es especial, Cristo?
—¿Por qué te entretienes? —Preguntó Luis—. Sonsaquémosle la verdad con torturas y matémoslo después.
Eh, el que hablaba era mi hermano. También a él le dirigí un insulto incoherente.
—Paciencia, amigo mío —le dijo Ramón a Luis—, recuerda que la paciencia es una virtud. Este hombre es fuerte y valiente. Eh, Cristo, tú eres fuerte y valiente, ¿no? Resististe todo lo que se te vino encima y saliste todavía más fuerte. Hasta ahora.
Le dio una patada a la silla. La cuerda me estranguló y comencé a patalear. De nuevo sentí que la cabeza se me iba a desprender de los hombros. Un momento después volví a tener la silla debajo de los pies.
—¿Sabes cuál es la peor parte del problema en que estás metido? Que cada vez que te quito la silla, tu cuello se estira un poco más. Después de tres o cuatro veces, se te romperá. Pero no, no con el fuerte golpe de cuando te ahorcan en un cadalso. Esta caída no te matará, no en seguida. Amigo, te dejará lisiado. No podrás mover los brazos ni las piernas. Estarás totalmente indefenso. No podrás ni siquiera comer solo. Morirás lentamente, suplicándoles a los que te rodean que te maten de una vez porque tú mismo no puedes hacerlo.
Ramón hablaba con lentitud, pronunciando cada palabra con mucho cuidado para estar seguro de que entendía lo que me estaba diciendo. A pesar de la soga con el nudo corredizo que tenía alrededor del cuello, sus palabras me horrorizaban. Tenía coraje suficiente para morir, pero no para estar totalmente paralizado y morir despacio, como un trozo de carne que se pudre lentamente.
Ramón volvió a mostrarme la moneda.
—Quiero hablarte de esta moneda. Como te he dicho, es una moneda muy poco usual.
Yo no entendía por qué le interesaba tanto aquella moneda.
—¿Sabes cómo la conseguí? De mi cuñado Miguel. ¿Sabes dónde la consiguió él?
Me miró y yo le devolví una mirada impasible. Su pie se acercó a mi silla y yo asentí frenéticamente.
—De mí —jadeé.
—Ah, como ves, Luis, ha decidido cooperar con nosotros. —Ramón me sonrió con fingido pesar—. Luis es tan impaciente, siempre tiene prisa. Él quería matarte en seguida, así que gracias a mí de momento aún estás vivo.
Tiró la moneda al aire y la cogió al vuelo. La examinó una vez más, de un lado y del otro.
—Sí, es una moneda muy poco usual. ¿Sabes por qué es poco usual?
Negué con la cabeza.
—¿No lo sabes? Te creo. No pensé que lo sabrías. Una de las razones es que en este momento es la única cosa en el mundo que te mantiene con vida. —Lanzó de nuevo la moneda y la pilló en el aire—. Si no fuera por esta moneda, le habría permitido a Luis que te atravesara con su espada en el mismo momento en que se abrió la portezuela del carruaje.
Sacudió la moneda en la mano.
—Para ti, es sólo una moneda de oro que parece idéntica a tantas otras monedas del mismo peso y tamaño. Pero, amigo, si la observas con atención notarás que tiene una diferencia. ¿De quién es la cara que aparece en las monedas de oro acuñadas en todos los lugares del mundo donde ondea la bandera española? —Acercó el pie a mi silla—. Dime, amigo, ¿la cara de quién?
—Del rey —respondí con dificultad.
—Eso es, de nuestra Majestad Católica. —Levantó la moneda para que yo la mirara—. Pero, como verás, la cara del Rey no está en ella. Es la cara de otra persona. ¿Sabes a quién pertenece esta cara? No, sé que no lo sabes. Son las facciones no muy agraciadas de un tal Roberto Baltazar, conde de Nuevo León. No es un caballero de una de las casas antiguas de España, sino de lo que llamamos nuestra nobleza de segunda, el conductor de una caravana de mulas con aires de cateador que encontró una veta de plata pura. Suficiente para que un hombre con excrementos de mulas en las botas se comprara un título nobiliario.
»El conde Roberto, además de tener la vanidad de un título comprado, utilizó parte de la plata que transportaba en acuñar monedas de oro para su propio uso privado, con sus facciones en uno de los lados. Entregó los lingotes de plata a la Casa de la Moneda e hizo que le acuñaran monedas de oro a cambio de la plata.
Yo todavía no entendía por qué me contaban la historia de un hombre rico que quería tener su cara en las monedas.
—¿Sabes qué fue de las monedas del conde Roberto?
Y de pronto lo supe. Ahora sabía por qué mi pasado se había derrumbado con tanta rapidez después de que la anciana me identificó en la fiesta.
—Ah, creo que finalmente has entendido la situación. Un hombre llegó a esta ciudad y está gastando monedas de oro acuñadas de forma privada. Eh, a los comerciantes no les importa: el oro es oro. Pero estas monedas son robadas. Fueron robadas junto con bastante más oro, plata y gemas como para pagar el rescate de un rey de la cristiandad secuestrado por los moros. Ahora, amigo, entiendes cómo caen las cartas. Tú le diste muchas de estas monedas robadas a Miguel, lo cual significa que tú eres el ladrón que vació la Casa de la Moneda.
Cuando entré en la Casa de la Moneda para obtener el dinero necesario para financiar mi venganza, cogí también una bolsa con monedas de oro. No fue casualidad que, inadvertidamente, cogiera la bolsa que contenía las monedas con el rostro feo del conde Roberto. El destino y la fortuna guiaban mi mano, riendo igual que ellos.
—¿Entiendes ahora por qué no sucumbí a la impaciencia de mi joven amigo, que quería matarte en seguida? A él le preocupa que un pordiosero de la calle reclame su herencia y su mujer. Como tienes sangre impura, nunca comprenderás lo detestable que es para alguien de sangre pura estar vinculado de alguna manera con los de tu calaña.
Ramón sacudió un dedo frente a mí.
—Ha sido una suerte que hayamos podido apoderarnos de ti antes que los soldados del virrey. Los mercaderes a quienes les diste las monedas han sido interrogados y te identificaron a ti como la persona que se las dio. Ahora bien, tú eres un hombre muy inteligente, Cristo. Tienes que saber que, te hagamos las promesas que te hagamos, en cuanto tengamos el tesoro en nuestras manos te mataremos. Las opciones son muy claras. Puedes decirnos dónde está el tesoro, conducirnos hasta él si es necesario, y vivir un corto tiempo con la esperanza de que nos tranquilicemos y no te matemos, o huir milagrosamente, o —dijo y volvió a poner el pie sobre la silla— morir lentamente, sin poder mover los brazos ni las piernas.
Él estaba en lo cierto. Mi decisión fue clara. Debía morir para impedir que se apropiaran del tesoro, y confiar en que Mateo los castigaría. Yo mismo le di una patada a la silla.
—¡Se ahogará y morirá! —gritó Ramón.
Volvió a colocar la silla bajo mis pies. Yo los levanté para mantenerlos en el aire.
—¡Está tratando de matarse!
Ramón me agarró las piernas y me levantó.
—¡Corta la soga! —gritó.
Luis lo hizo con un golpe de su espada. Cuando la soga estuvo cortada, me bajaron al suelo, con las manos aún atadas a la espalda.
—Es más fuerte y valiente de lo que imaginaba —dijo Ramón y miró a Luis—. O quizá nos odia tanto que está dispuesto a morir con tal de no darnos el tesoro.
Luis me propinó un puntapié.
—Yo le sacaré esa información. Y cuando haya terminado con él, me suplicará que lo mate.
En ese momento se oyó una explosión que sacudió la habitación.
—¿Qué sucede? —exclamó Ramón.
Los dos corrieron hacia la puerta del dormitorio, abrieron el cerrojo y salieron. Oí que uno de los hombres apostados abajo gritaba:
—Una bomba de polvo negro explotó contra la casa.
¡Un grupo de gente de la calle trata ahora de derribar el portón!
Alguien entró por la ventana y voló por la habitación. Mientras trataba de volver la cabeza para ver quién era, esa persona cerró la puerta del dormitorio y volvió a atrancarla. En seguida se oyeron golpes en la puerta, pero Ramón había hecho construir aquella puerta muy sólida para estar seguro de no ser sorprendido durante sus aventuras amorosas con las esposas de otros hombres.
—Eh, Bastardo, ¿otra vez te diviertes sin mí? —me dijo Mateo.
—¡Córtame las ataduras!
Cortó las sogas que me sujetaban los brazos y me ayudó a ponerme en pie. Me guió a través de la ventana y los dos caímos hacia el callejón de abajo. Allí nos aguardaban dos caballos. Jaime, el lépero, los sostenía. Mateo le arrojó una bolsa llena de monedas mientras montábamos.
—Jaime siguió el carruaje cuando esta mañana se alejó de la casa. También reunió a la gente de la calle que está acosando a tus amigos.
Le di las gracias con una sonrisa y lo saludé con la mano cuando nos alejábamos. En seguida juré que recompensaría a Jaime como se merecía en cuanto estuviera en condiciones de hacerlo.
—¡Hacia la calzada elevada! —Gritó Mateo—. Los soldados ya estaban en la casa buscándote.
Los caballos no podían galopar de prisa sobre el empedrado, así que redujimos un poco la marcha para que no resbalaran con las piedras. A pie no llegaríamos muy lejos en la ciudad.
Al acercarnos a la entrada de la calzada elevada, vi a tres hombres con el uniforme de los guardias del virrey hablando con los dos guardias de la calzada elevada. Con ellos había un hombre al que reconocí como uno de los ayudantes del virrey.
Mateo y yo espoleamos nuestros caballos. Los guardias de la calzada elevada levantaron sus mosquetes al ver que cargábamos contra ellos. Mateo derribó a uno con su caballo. Del otro hombre partió un disparo de mosquete y sentí que mi caballo se derrumbaba debajo de mí. Saqué los pies de los estribos y me arrojé a un lado para no quedar aplastado cuando el animal se desplomara del todo.
¡Dios mío! Estaba sin aliento y sentí un dolor terrible en el costado derecho cuando caí al suelo. Rodé y luché por poner los pies debajo del cuerpo. Al levantar la vista, me topé con un mosquete que me apuntaba a la cabeza. Lo esquivé, pero me propinó un golpe que me derribó.
Los soldados me ataron las manos inmediatamente.
El ayudante del virrey me miró con furia.
—Llévense a este bandido al calabozo. Son muchas las preguntas que debe contestar.