Había asistido a fiestas procaces ofrecidas por la gente de teatro de Sevilla, pero ésa era la primera reunión social importante en la que participaba. Fuimos recibidos por un oficial de la guardia, que con su magnífico uniforme nos escoltó hasta la entrada del palacio. Allí, unos hombres del virrey nos aguardaban para acompañarnos al salón de baile. Los dos asistentes miraron de soslayo el atuendo carmesí de Mateo y el parche que le cubría un ojo. Si no hubiera llegado conmigo, el invitado de honor, sin duda habrían llamado al capitán de la guardia antes de permitirle entrar en el salón de baile.
Los espejos del corredor que conducía a la sala de baile brillaban con la luz de las velas y las antorchas y reflejaban asimismo los uniformes de vivos colores de los guardias de honor que estaban dispuestos en fila a ambos lados.
Al final del corredor cruzamos unas puertas abiertas y entramos en un salón de baile de tres pisos de altura que podría haber alojado varias residencias comparables a la que yo había alquilado, con el terreno incluido. Al igual que el corredor con espejos, estaba profusamente iluminado con velas y antorchas. El techo, los herrajes y las molduras brillaban con plata y oro y, por un momento, quedé boquiabierto por la magnificencia de aquel salón de baile. Me resultó difícil adoptar la arrogante indiferencia de un hidalgo.
Varios cientos de personas bebían y charlaban y se paseaban por el salón. Sin embargo, todas las miradas se centraron en mí cuando me detuve un momento en la parte superior de la majestuosa escalera que conducía al salón. Nunca me había sentido tan fuera de lugar; sudaba por todos los poros de mi piel.
El virrey se me acercó y, con gesto grandilocuente, anunció:
—Señoras, señoritas y caballeros, les presento a don Carlos Vásquez de Monterrey, el héroe de Veracruz.
Los asistentes se alinearon a ambos lados del salón, dejando apenas un estrecho pasillo en el medio. La orquesta comenzó a tocar. El virrey me cogió del brazo y me guió por los escalones. Yo debía desfilar entre los invitados para que cada uno de ellos pudiera verme bien.
Ay, ¿cuántos de los que estaban en el salón podían identificarme? ¿Tal vez alguno de los mercaderes a los que había saqueado en el camino a Jalapa y que aguardaba para saludarme? ¿Un obispo cuya ropa había robado, junto con su cartera y su mula? ¿Una dama de cuyo cuello había arrancado un collar de perlas?
La vida es un círculo y, mientras escuchaba el aplauso de la concurrencia, tuve la horrible sensación de que las víctimas de cada uno de los actos que yo había cometido en mi vida se habían reunido allí para dejarme en evidencia delante de la mujer que amaba.
Bajé muy tieso por la escalinata, una sonrisa helada en mi rostro, mi mente sumida en un verdadero caos. Sujeté fuerte el brazo de don Silvestre para que bajáramos más despacio. En el otro extremo del salón reconocí a una figura que me resultaba familiar, y eso casi me hizo tambalear.
Isabela.
Por el rabillo del ojo vi un resplandor rojo y supuse que el caballero rojo, mi amigo, acababa de huir del salón.
Mientras luchaba yo también contra el impulso de escapar, avanzaba por el pasillo formado por la gente e inclinaba la cabeza y les sonreía a las personas que se encontraban a ambos lados, supe que pronto las cosas se pondrían bien feas. Lo sentí en mis huesos. Isabela estaba en el extremo más alejado de la línea de recepción. Cuando llegara junto a ella se desataría un verdadero infierno. No me importaba lo que Mateo había dicho acerca de que ella no me reconocería sin la barba. Era una mujer astuta y mis ojos me traicionarían. Ella se cubriría la cara con su abanico chino y entrecerraría los ojos mientras me escrutaba el rostro. Habría un momento de perplejidad, después de asombro y finalmente de un horror que la llevaría a gritar.
Hasta mi amigo Mateo, que había hecho frente a miles de espadas, o al menos eso aseguraba, había huido de aquella bruja.
Elena estaba de pie junto a Luis y su sonrisa me transmitió su amor. La cara de Luis era inexpresiva, pero no hizo falta ningún hechicero para adivinar sus pensamientos. Cuando Isabela comenzara a gritar y los asistentes se abalanzaran sobre mí, Luis sería el primero en desenvainar su daga.
Mi peor pesadilla era quedar en evidencia frente a Elena. ¿Qué pensaría ella cuando su héroe fuera arrastrado a un calabozo por los guardias del palacio? La siguiente vez que viera mi cabeza, ésta estaría empalada en la parte superior de las puertas de la ciudad.
El instinto que me impelía a huir era abrumador, pero mis rodillas comenzaron a aflojarse. Todo esto mientras me iba acercando a Isabela. Una serie de pensamientos desfilaron por mi mente a toda velocidad. ¿Era así como terminaría todo? ¿En lugar de matar a Luis y a Ramón, terminaría siendo arrestado? ¿Dónde estaba Ramón? Sin duda debía de estar allí, en alguna parte. ¿Reconocería él al muchachito mestizo que había tratado de matar hacía toda una vida? ¿Contribuiría Isabela a poner al descubierto mi impostura?
Una mujer gritó.
Isabela corrió hacia el pasillo por el que yo avanzaba con don Silvestre y el virrey.
En ese momento quise morirme.
El vestido de Isabela estaba en llamas.
Mientras los hombres trataban de apagar el fuego, vi una figura de rojo que desaparecía hacia el fondo de la multitud. No pude evitar sonreír, algo muy descortés, considerando la desesperación de la dama.
Amigos, ¿realmente pensasteis que mi amigo me abandonaría?
Por desgracia, el fuego no consumió a Isabela, sino tan sólo la parte de atrás de su vestido y parte de sus enaguas. Sin embargo, el incidente la obligaría a retirarse de la fiesta. Se fue en un estado de histeria total. Se daba por sentado que se había acercado demasiado a una vela.
—Música —ordenó el virrey a un asistente—. Dile a la orquesta que toque música alegre. Quiero que la gente baile para olvidar este lamentable incidente.
Se disculpó y habló con severidad de Isabela.
—Esa mujer no volverá a ser invitada al palacio. —Se acercó más a mí y me susurró—: Su anterior marido era un marrano.
Cuando el baile se inició, con Luis y Elena como la primera pareja, dejé a don Silvestre con sus amigos y me alejé hacia una pared. La sonrisa tonta se había esfumado de mi cara. Tenía los nervios a flor de piel y luchaba por recuperar el aliento. Miré en todas direcciones para ver si había allí alguien más que pudiera reconocerme. Por lo que pude apreciar, Ramón no estaba entre los presentes.
Tomé una copa de vino para tranquilizarme y, después, otra. Y otra. Muy pronto comencé a marearme, pero tenía el corazón pesado por ver bailar a Luis y a Elena una y otra vez. Ella me miró y sonrió, y yo supe que él la acaparaba a propósito en la pista de baile.
Me hice a un lado para evitar a unos criados con bandejas de comida y, al hacerlo, rocé a un hombre.
—¡Perdón! —dije.
—Soy yo el que debería pedirle perdón —repuso él—. Del mismo modo en que Agesilán de Colchos montó un hipogrifo para salvar a la hermosísima Diana, usted se merece todos los elogios que Constantinopla puede brindarle.
El individuo me resultaba vagamente familiar. No como si lo conociera realmente, sino como si debería haberlo conocido. Había algo en su semblante, en sus ojos, que revivió un recuerdo en mí.
—Gracias, señor, pero me temo que no tengo la suerte de Agesilán ni de ninguno de los otros caballeros de antaño. Verá, en los relatos de aquella época, el héroe siempre se casaba con la mujer hermosa cuya vida había salvado. En mi caso…
—Tiene usted razón. En lugar de con el héroe, la princesa se casará con el villano.
El vino y el comentario del hombre me soltaron la lengua.
—Jamás había oído palabras más certeras. Elena está obligada a casarse con un hombre que piensa que a las mujeres hay que domarlas y doblegarlas como a un caballo.
—Veo que conoce bien a don Luis a pesar de llevar poco tiempo en la ciudad. Y me temo que su evaluación es correcta. Pobre Elena. Estaba dispuesta a encerrarse en un convento para no tener que casarse con él, porque don Luis nunca le permitirá la libertad de leer y escribir. Y ella es una excelente poeta. Las palabras que Elena deberá reprimir en su interior supondrán una gran pérdida para el mundo. Pero usted no debe culpar a Luis de todo. Él fue criado en la pobreza por el heredero de un nombre y un título importantes. La gente cree que la culpa es de su padre, un famoso jugador y un mal poeta. Incluso un borracho. Si no hubiera sido por Luis, el escudo de armas de la familia habría sido vendido a los comerciantes de cerdos.
—He oído decir que su padre era una mala persona, un hombre que despilfarró su fortuna en el juego y las mujeres. Sólo su título le impidió estar en una casa de beneficencia. Pero eso no es excusa para el hijo. Estamos los que nacimos con mucho menos y hemos tenido que enfrentarnos a muchas más adversidades que a un padre que fue siempre un pelagatos.
—Desde luego, y usted es uno de ellos. Elena me contó cómo se sacrificó por su hermano mayor.
—¿Usted conoce a Elena?
—Yo también escribo poesía. Aunque, a diferencia de ella, mis poemas son execrables. Pero a lo largo de los años, nuestro mutuo interés nos dio la oportunidad de conversar a menudo, hasta el punto de que la considero una amiga.
—Entonces, como amiga suya que es, ¿qué podemos hacer para impedir que se case con el canalla de Luis?
—Amigo, usted es nuevo en la ciudad. Permanezca aquí un tiempo y descubrirá que lo que Luis quiere lo consigue. Él le hizo muchos favores al virrey para ganarse la mano de Elena después de que ella lo rechazó repetidamente. No, me temo que no se puede hacer nada. Confiemos en que Elena tendrá el coraje y la decisión necesarios para insistir en seguir escribiendo poesía después de su matrimonio.
—Si es que ese matrimonio se lleva a cabo —repuse.
El hombre me dio una palmadita en la espalda.
—No debería hablar en esos términos. Si Luis llega a enterarse, tendría que retarlo en duelo. Usted demostró gran coraje en Veracruz, pero participar en un duelo es algo completamente distinto. Además de ser un excelente espadachín, Luis es un sinvergüenza que no juega limpio. Si no pudiera ganarle honradamente, lo haría asesinar por su gente. Se lo digo como amigo y admirador de Elena y porque le estoy agradecido por sus servicios.
—Parece que conoce bien a Luis —dije.
—Muy bien. Soy su padre.
Bebí lentamente mi vino mientras observaba a los que bailaban. Había oído hablar de él, evidentemente. Don Eduardo Montez de la Cerda. Al cabo de un momento se dirigió de nuevo a mí:
—No se ofenda —dijo—. Realmente soy amigo de Elena. Y la amo como a la hija que nunca tuve. —Apartó la vista de mí—. La amo como al hijo que desearía haber tenido, en lugar del que me merecía.
Lo que percibí en su voz no era autocompasión, sino pesar… y autocensura.
—Le hablo como un amigo, don Carlos, porque sé que Elena es amiga suya. —Cruzó su mirada con la mía—. Tal vez de una manera que debe permanecer oculta, ella es más que una amiga. Y debido a la triste situación familiar de usted —me saludó con su copa—, mis labios sin duda están guiados por el vino que he bebido hoy. Siento que puedo revelar parte de los problemas que me aquejan. Realmente desearía que algo pasara para impedir ese matrimonio, pero eso es imposible. Y no culpo a Luis por la persona en que se ha convertido. Luis nunca tuvo el padre que se merecía. Ni tampoco la madre. Su madre murió cuando él era relativamente pequeño. Su abuela, mi madre, dominó el hogar. Mi propio padre había sido débil y creó un hijo también débil. Mi madre compensó mi debilidad instilando en Luis sus despiadadas ambiciones cuando no pudo transmitírmelas a mí. Mientras esto sucedía, escondí aún más la cabeza en la bota de vino y en las mesas de juego. Mientras Luis se volvía más fuerte, yo me iba debilitando. —Me saludó de nuevo con su copa—. Y ésa, don Carlos, es la historia de mi vida.
Mientras él me hablaba, yo percibí algo.
—¿Elena le pidió que hablara conmigo? ¿Le habló de mi amor por ella?
—Sí. Ella lo ama y lo respeta lo suficiente como para querer desearle una vida larga y feliz. Eso no ocurrirá si se enemista con Luis por prestarle demasiada atención a ella. Elena no bailará con usted esta noche, ni volverá a verlo excepto en público. Lo hace para protegerlo.
Empecé a decirle que no necesitaba la protección de Elena, cuando él me agarró del brazo.
—Mi madre nos ha visto hablar. Venga conmigo y se la presentaré. —Me guió hacia una anciana que estaba sentada en una silla en el otro extremo del salón—. En pocos minutos junto a ella se enterará de más cosas con respecto a Luis que si lo examinara durante un año.
Lo seguí, pero mi atención estaba centrada en Elena. Estaba bailando con otra pareja, y le sonreí mientras pasaba junto a mí girando. Me dedicó una leve sonrisa y en seguida volvió la cabeza. Me llevó un momento aclarar mi mente y recordar que la madre de don Eduardo era la vieja matrona que quería verme muerto.
—Probablemente mi madre quiera conocerlo porque Luis le ha hablado mal de usted. No se ofenda si parece evaluarlo como si lo estuvieran juzgando. Ella se ha esforzado tanto como Luis para hacer realidad ese matrimonio.
¿Podría haber evitado ese enfrentamiento? Sí, pero después de pasarme la mitad de la vida escapando de la ira de aquella anciana, permití que mis pies avanzaran.
Una leve risa entre dientes escapó de mis labios.
—Su madre y Luis son como víboras.
Él me miró. A pesar de la franqueza con que me había hablado de su vida, no era propio de un caballero que me refiriera a su madre de una forma tan irrespetuosa. En otras circunstancias, me habría retado en duelo por un comentario así.
—No la culpe a ella. Cualquier madre que diera a luz a un hijo como yo, se preguntaría por qué Dios la había maldecido de esa manera.
Los ojos de la anciana se toparon con los míos cuando nos acercamos a ella, y a pesar de tener los nervios de acero, me sobresalté. La vieja matrona hizo que me enfureciera. Aquella mujer había enviado a Ramón a matar a fray Antonio. Abrumado por la furia, me solté de don Eduardo en el momento en que la anciana, boquiabierta, se ponía en pie.
—¿Qué… qué sucede? —preguntó don Eduardo.
De los labios de la mujer brotó un gemido audible de dolor. Dio un paso adelante, su rostro del color de la ceniza, mientras sus labios trataban de articular palabras. Cayó hacia adelante y se desplomó al suelo.
Don Eduardo corrió hacia ella, gritando su nombre. Un segundo después, Luis estaba junto a él. Yo me abrí camino entre el gentío que en seguida se había agrupado alrededor de la mujer. Tendida en el suelo, rechazaba los ofrecimientos de ayuda y les hizo señas a su hijo y a su nieto de que se acercaran a sus labios temblorosos. La anciana susurró sus últimas palabras. Al hacerlo, tanto don Eduardo como Luis me miraron con el mismo azoramiento de la anciana cuando me reconoció.
Yo los fulminé con la mirada, desafiante. No sé qué palabras se pronunciaron, pero sí sé que lograrían arruinar mi vida todavía más. Ella les había susurrado un secreto a su hijo y a su nieto, un secreto terrible que había marcado mi vida desde el día en que nací. Aunque no había oído las palabras, las sentí. Me retorcieron el corazón y me pusieron de punta los pelos de la nuca.
Mi mirada pasó de las dos personas arrodilladas junto a la anciana a un espejo que había detrás de ellas. Y vi mi propio reflejo.
Y entonces supe la verdad.