Empleamos el carruaje alquilado para recoger al anciano caballero y llevarlo a la reunión. Yo estaba muy nervioso, más de lo que lo había estado en cualquier otra situación social en toda mi vida. Mateo había investigado a fondo los preparativos de la fiesta y tenía un plan para cada contingencia. Todavía tenía la sensación de que todos éramos actores en una obra escrita por él. Incluso había creado un papel para Jaime, el muchachito lépero, que debía interpretar esa misma noche.
—Si el viejo se da cuenta de que no soy don Carlos, ¿qué haremos? —pregunté, mientras las ruedas del vehículo nos acercaban cada vez más a la puerta de la casa de don Silvestre. Yo ya conocía sus respuestas. Le había repetido esas preguntas hasta la saciedad y finalmente él me respondía lacónicamente:
—Lo asesinaremos.
—¿Y qué me dices de Isabela? ¿Qué haré si nos encontramos con esa perra?
—La mataremos.
Buenos consejos, ninguno de los cuales ni él ni yo éramos mentalmente capaces de llevar a la práctica, aunque confieso que seguramente estaría muy tentado de hacerlo en el caso de Isabela. Mateo se había enterado de que la Iglesia había aceptado anular su boda con don Julio, tras lo cual ella se había casado con un rey de la plata de Zacatecas menos de un año después de la muerte de don Julio. Como es natural, ella tenía una casa, no sólo en la Ciudad de la Plata, sino también en la capital. Por lo que Mateo pudo averiguar, ella había demolido la casa de la Ciudad de México y estaba construyendo allí un palacio que rivalizaría con el del virrey. Mateo supuso que eso la mantendría ocupada en Zacatecas y, por tanto, no asistiría a la reunión, pero no estaba seguro en ese sentido. Yo, en cambio, tenía la certeza de que asistiría a la recepción, lista para apretarse el pecho y soltar alaridos en cuanto nos viera.
Mateo no creía posible que nos reconociera. Él se había afeitado la barba y ahora sólo llevaba un enorme bigote. Igual que yo, llevaba el pelo muy corto. Cuando nos alojábamos en la taberna, las putas de allí le habían teñido el pelo y el bigote de rojo. Con un parche rojo en el ojo, sombrero rojo, jubón rojo y pantalones también rojos, su aspecto era tan discreto como el de un pavo real entre una bandada de palomas.
—La extravagancia define mi disfraz —me había dicho anteriormente, cuando yo miraba, boquiabierto, la ropa que se proponía usar para la fiesta del virrey—. Aprendí el arte del disfraz cuando tuve que desempeñar varios papeles distintos en la misma obra. Si Isabela me ve, no me reconocerá como el amigo de don Julio.
—O sea, que te ocultarás a la vista de todos…
—Exactamente.
Habíamos visto a Mateo en el escenario, ¿no es así, amigos? Es un excelente actor… a veces. Otras veces comete el pecado propio de los actores de sobreactuar. Como en todo lo demás referente a Mateo, no había término medio. Cuando actuaba bien en el escenario, era el mejor; y cuando lo hacía mal, Dios mío, provocaba disturbios.
Si el Libro del Destino determinaba que Isabela asistiera a la fiesta, yo confiaba en que, como de costumbre, estuviera tan pendiente de sí misma que no nos reconociera.
—Me mataré si quedo en evidencia delante de Elena.
Mateo retorció una de las puntas de su bigote.
—Amigo, tu problema es que no aceptas a las mujeres por lo que realmente las necesitamos. Tú quieres que sea, a la vez, puta y ángel. Yo me conformo con la mujer pecadora.
Cuando nos detuvimos frente al portón de la casa de don Silvestre, aguardé en el interior del coche mientras Mateo iba a buscar al anciano. Nerviosamente comencé a darme golpecitos en la rodilla con la punta de la daga, más propenso a cortarme mi propio cuello que el del anciano si él me ponía en evidencia.
La única luz que había en el portón era una vela grande dentro de un farol de bronce y cristal. Sólo iluminaba algunos centímetros a su alrededor, pero de todos modos permanecí en la parte más oscura del vehículo.
A pesar de mis temores, se había producido un hecho alentador. Miguel de Soto se había presentado inesperadamente ante mi puerta. Rogando mi perdón, me había anunciado que sus anónimos asociados habían decidido aceptarme como socio. Pero había un precio: necesitaba cincuenta mil pesos para comprar mi parte.
El hecho de provocar a Luis había inclinado los platillos de la balanza. Al comprender que el virrey nunca le permitiría matarme en un duelo, él quería arruinarme y, después, clavarme una daga por la espalda. Era una cantidad enorme de dinero y acepté participar solamente con treinta mil. Le entregué tres mil pesos en ducados de oro para demostrar mi buena fe y le dije que tendría el resto dentro de algunos días. Mientras le daba el oro, le pedí más detalles con respecto a mi inversión.
—El precio del maíz está subiendo muchísimo —dijo.
Y así era. El maíz prácticamente había desaparecido de los mercados… pero los depósitos estaban repletos. Mis nuevos criados se quejaban por ello. Sin duda ese hecho hacía que ganaran menos cuando me timaban con las compras de alimentos.
—Mis socios son los dueños de los silos de maíz. Yo controlo su distribución.
Ellos lo estaban manteniendo fuera de los mercados —literalmente, matando de hambre al pueblo—, para poder aumentar su precio. Cuando ese precio alcanzara su cota máxima, llenarían a sus clientes de grano y cosecharían una ganancia prodigiosa. Yo había sospechado que se trataba de eso, pero oírselo decir sin empacho confirmó mis dudas acerca del daño que podía causarle a Elena. Esa clase de manipulaciones no podían llevarse a cabo sin el conocimiento y el consentimiento del virrey.
Cuando oí que Mateo y don Silvestre se acercaban, espié por la ventanilla del coche, muy tenso. Mateo dejó que el anciano traspusiera primero el portón y se quedó atrás para cerrarlo.
Don Silvestre se acercó solo al carruaje y yo le abrí la portezuela.
—Carlos… —comenzó a decir.
Alguien apareció de la oscuridad y manoteó hacia la cara del anciano. Don Silvestre trató de agarrarlo y el asaltante lo empujó hacia atrás y lo hizo trastabillar con sus rodillas débiles. Mateo sostuvo a don Silvestre cuando caía hacia atrás.
—¡Ladrón! —Gritó el anciano—. ¡Se ha llevado mi monóculo!
Me bajé a toda velocidad del vehículo y me uní a Mateo y al conductor del carruaje en la persecución del ladrón. Pero fue inútil, había desaparecido. Para mi gran alivio, Jaime, el lépero, había desempeñado su papel a la perfección.
Intercambié una mirada con Mateo mientras corríamos de vuelta hacia donde don Silvestre nos aguardaba junto al carruaje. Era el momento de la prueba. Respiré hondo, me acerqué al anciano y le di un gran abrazo.
—Don Silvestre —dijo Mateo—, lamento que el encuentro entre ustedes dos, después de tantos años, tenga lugar en medio de este terrible incidente.
—Mi monóculo, se ha llevado mi monóculo… y era el único que tenía. Sólo Dios sabe dónde podré conseguir otro.
—Tengo entendido que un fabricante de lentes vino a bordo de la última flota del tesoro y trajo muestras de sus cristales al país de las minas —dijo Mateo—. Lo averiguaremos, ¿no es así, Carlos?
—Carlos. —El anciano me acarició la cara con la palma de su mano.
—No permitiremos que este trágico robo arruine el encuentro entre usted y Carlos —dijo Mateo—. Adelante, vayamos al palacio del virrey —le dijo al conductor—. Toda la ciudad aguarda al invitado de honor.
Mateo no dejó de hablar durante todo el trayecto al palacio. Lo poco que dije yo lo hice en voz tan baja que el medio sordo don Silvestre se perdió la mayor parte de mis palabras. Durante el viaje, Mateo encendió un rollo de tabaco con una vela que estaba encendida dentro de un farolillo a un costado del carruaje. Sostuvo deliberadamente la vela cerca de mi cara para que ésta la iluminara en medio de la oscuridad del vehículo. En la fiesta habría una gran iluminación, y era mejor que probáramos allí la visión del viejo y no frente a cientos de invitados.
—¿Qué opina, don Silvestre? —Preguntó Mateo—. ¿Ha cambiado mucho Carlos desde que lo vio cuando era un adolescente?
El anciano se inclinó hacia adelante y entrecerró los ojos como para verme mejor.
—Es la viva imagen de su padre —dijo—. Lo habría reconocido como el hijo de su padre en medio de un ejército de mil soldados.
Tuve que resistir el impulso de santiguarme y darle gracias a Dios en voz alta por haber hecho que el anciano caballero fuera tan vanidoso como para no reconocer los achaques de la vejez.
Habíamos pasado una prueba, pero yo sabía que no era tan fácil apaciguar a las parcas que tejían nuestro destino. Una sensación extraña se apoderó de mí al cruzar los portones del palacio. Siempre me había preguntado quién era yo en realidad. Telémaco, el hijo de Ulises, pregunta en la Odisea: «¿Algún hombre sabe realmente quién es su padre?». Yo me había hecho la misma pregunta durante toda mi vida, acerca de mi padre, mi madre y una vieja matrona demente que vestía de negro y trataba de beber mi sangre.
Pues bien, con frecuencia el fraile decía que el mayor regalo de Dios era no responder a algunas plegarias, y por fin entendí la sabiduría de esas palabras.
Ahora tenía miedo de que Dios contestara a esas preguntas.