Una serie de cañonazos procedentes del otro lado de la bahía anunciaba que el arzobispo estaba a punto de bajar a tierra. La muchedumbre me arrastró hasta los muelles para darles la bienvenida a los enormes barcos. La flota del tesoro había salido de España seis semanas antes: cuarenta y un barcos zarparon de Sevilla. Dieciséis se dirigían a Veracruz, mientras que los otros tenían como destino otros puertos del Caribe como Cuba, Puerto Rico, La Española y Jamaica.
Durante semanas, montañas de mercancías se habían apilado en el muelle, desde donde serían cargadas en los barcos. El tesoro y otros productos de Nueva España eran descargados en Sevilla una vez al año. Los barcos regresaban a Veracruz con su cargamento de odres de aceite y vino, barriles con higos, pasas de uva, aceitunas, lana basta llamada kersey, lino fino y barras de hierro. También había una infinidad de pequeños barriles de azogue para las minas, con los cuales se extraía la plata pura de la tierra y los metales de Zacatecas.
Al acercarme al puerto vi los productos de Nueva España listos para ser embarcados una vez que los bienes españoles fueran descargados. Las colonias producían plata, azúcar, melaza, ron, cochinilla, índigo, chocolate y cuero.
La cochinilla era un tinte inventado por los aztecas, y su llamativa tonalidad carmesí era muy apreciada por la realeza española. Su color intenso procedía de un insecto oscuro llamado cochinilla, que yo mentalmente asociaba siempre con las garrapatas de los perros. Nuestras mujeres indias cosechaban la cochinilla hembra de las carnosidades del cactus con un golpecito de pluma. Después, los insectos eran hervidos hasta reventar, luego se secaban y se empaquetaban en bolsas de cáñamo.
Enormes pilas de bolsas con granos de cacao se mecían por encima del muelle; en España valdrían una fortuna. Allí, el chocolatl sería molido en un mortero junto con pequeños chiles verdes muy picantes, una vaina de vainilla y algunas semillas de anís. A eso se le agregaría harina de maíz y agua, y toda esta mezcla se llevaría a ebullición.
Los españoles también añadían azúcar a esa bebida, lo cual la convertía en adictiva para ellos tanto como lo era aquí para nuestras mujeres; además, aquí tiene, sin duda, un innegable poder sobre la gente. Nuestras mujeres bebían tanto ese brebaje en la iglesia, preparado por sus sirvientes, que el obispo publicó un edicto prohibiendo dicha práctica. Poco tiempo después, él enfermó de gravedad y se rumoreaba que algunas de las mujeres lo habían envenenado.
El cacao, como bebida, fue creado por los aztecas. Prohibido a la gente común y corriente, el chocolatl era consumido solamente por la nobleza y se lo consideraba un manjar sagrado. El más famoso de estos connoisseurs fue Moctezuma, su emperador, quien bebía varias tazas al día, frías. Sus semillas, muy atesoradas en todas partes, eran usadas a lo largo de toda Nueva España como moneda corriente. Algunos incluso creían que el chocolatl poseía una especie de fuerza espiritual y que, mezclado con sangre menstrual, era una irresistible poción para el amor.
Los exóticos cargamentos de los galeones de Manila también embarcaban su mercadería en Veracruz. Marfil y madera de sándalo de las Indias Orientales; sedas y té de la China; también porcelana china, embalada en granos de pimienta y otras especias para evitar que se rompiera: todo ello era transportado desde el puerto de Acapulco por caravanas tiradas por mulas.
Cuando llegué al muelle vi que los barcos anclaban y amarraban al abrigo de San Juan de Ulúa, la isla fortaleza que quedaba a menos de un disparo de mosquete de la ciudad. Los pasajeros desembarcados en botes comenzaban a llegar a la costa. Después de bajar de los botes, todos se arrodillaban para rezar y muchos incluso besaban la tierra. Algunos sacerdotes sollozaban, no por haber sobrevivido a ese mar salvaje, sino porque creían haber llegado a un lugar sagrado. Por sus luces, Veracruz era, sin duda, la Ciudad de la Cruz Verdadera, que los recibía con los brazos abiertos en una tierra donde la Santa Iglesia reclamaba para sí a millones de ignorantes salvajes.
En conmemoración por la llegada del arzobispo, dos mil cabezas de ganado habían sido arreadas por las calles de la ciudad al amanecer, y el ruido de sus cascos prácticamente nos había sacado a todos de la cama. En las calles aún había un fuerte olor a establo. La finalidad de ese transporte de ganado era ostensiblemente medicinal. Los santos padres creían que la respiración de las vacas limpiaba el aire de pestilencia, en particular de los vapores procedentes de los pantanos infestados de plagas que ensuciaban nuestra ciudad. De este modo, ese ganado liberaría a nuestro santo arzobispo de la tan temida peste. Cuando le pregunté al fraile acerca del valor curativo de ese ganado jadeante, él me contestó con un gruñido: «El Señor actúa a través de medios misteriosos».
Yo no estaba tan seguro de ello, y tampoco lo estaban mis amigos indios más escépticos. Me pareció una broma extraña que los santos padres confiaran más en el poder sanador de los resuellos vacunos que en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Además, el espantoso hedor procedente de la suma de los vapores del pantano, de los cadáveres en putrefacción del río y de los excrementos del ganado era un auto de fe digno del mismísimo Torquemada.
Desembarcó un grupo de personas que no vestían como clérigos, sino como criados. Dos de ellos eran hombres hechos y derechos, luego había un enano y dos mujeres que eran sirvientas. Exudaban una alegría de vivir que nuestros propios sirvientes no poseían.
En la madre España deben de tener amos muy descuidados —pensé—. Nuestros gachupines les borrarán en seguida la sonrisa de la cara.
Beatriz Zamba se acercó a mí. Se había puesto ella misma el apellido de Zamba por su casta, no por sus padres. Su padre era un esclavo, por lo que ella no tenía apellido propio. Todos los días, Beatriz atravesaba Veracruz con una bolsa de caña de azúcar a la espalda y cocuyos colgando de su sombrero. Dondequiera que fuera, gritaba: ¡Azúcar! ¡Cocuyo! ¡Azúcar! ¡Cocuyo!
Ella vendía esos productos en las calles.
La caña de azúcar se sembraba localmente, y su amante —un esclavo africano que trabajaba en los sembrados de caña de azúcar y era el padre de su hijo— robaba las cañas que ella vendía. A la gente de Nueva España le encantaba el azúcar. La mitad de las personas que me rodeaban chupaban caña o sus distintos derivados. Y, como Beatriz me señaló poco después de mi llegada a Veracruz: «Pronto llegará el día en que la chuparán sin dientes».
La pérdida de dientes entre sus entusiastas era un mal endémico. Sin duda, los gusanos que horadan agujeros en los dientes proceden de la caña de azúcar.
Los cocuyos, en cambio, son inocuos y, debido a su aspecto raro, incluso decorativos. Pequeños y negros, con puntos verdes luminosos, cuando un cocuyo es capturado su lomo se resquebraja y un pequeño lazo surge de su caparazón. A través de este aro rígido puede enhebrarse pelo o la cuerda de un collar o de una pulsera. El dueño de un cocuyo con frecuencia trata a ese bicho viviente como una mascota además de un adorno, y le da de comer trozos de caña de azúcar o de tortilla.
Beatriz le daba de comer caña de azúcar al cocuyo que le colgaba del cuello.
—Dulces para los dulces —decía, sonriendo. Beatriz jamás comía caña de azúcar y todavía tenía todos sus dientes, por lo que su sonrisa era resplandeciente.
Beatriz era mi amiga, y debo decir que eran pocas las personas a quienes consideraba amigas: en realidad, sólo ella y el fraile. La vida en las calles era demasiado dura como para tener más que conocidos casuales. El amigo que uno atesoraba hoy lo encontraba muerto mañana en una alcantarilla o camino a las minas del norte, que era más o menos lo mismo, o lo descubría con la mano en el bolsillo de uno, robándole la última tortilla.
Pero Beatriz era diferente. En una ocasión asistí a fray Antonio cuando curó a su bebé de una fiebre intensa y una serie de alarmantes manchas de peste que le inflamaban la carita y el cuerpo. Cuando el fraile logró bajarle la fiebre y librarlo de las temidas bubas, ella pensó que ambos habíamos conjurado milagros. Hasta el día de hoy, Beatriz lleva a su pequeño hijo, Jacinto, sobre la cadera y no olvida lo que hicimos por él.
El estado legal de su hijo no estaba muy claro. Nada en el sistema legal español era sencillo cuando de raza se trataba. Las leyes españolas reconocían veintidós categorías raciales, cada una gobernada por diferentes estatutos, y cada una de las categorías se subdividía en subcategorías para los individuos predominantemente «blancos», «africanos» e «indios».
Una criatura de padre español y madre india era un mestizo.
El hijo de padre español y madre africana era un mulato.
Beatriz tenía un padre africano y una madre mulata, y su categoría era zamba.
Cuando las personas con sangre mixta se casaban entre sí, a la burocracia se le hacía cada vez más difícil categorizarlas. La categoría más extraña era la del hijo de padre mulato y madre zamba: el fruto de esta unión era llamado «zambo miserable». No sé por qué ese hijo debía llamarse «miserable», pero lo cierto era que la categoría de Jacinto era la de zambo miserable, porque la ley decía que él tenía «sangre corrupta».
También era posible hacer determinaciones raciales cuando los registros de ascendientes o de matrimonios estaban en duda. En ese caso se realizaba un examen físico. Se le prestaba poca atención al color de la piel, porque muchos españoles no tenían la tez clara. En cambio, se le concedía mayor importancia al color del pelo y a la estructura física. El pelo corto y lanudo indicaba que era africano. Pelo lacio y grueso o la imposibilidad de tener vello en el cuerpo significaba indio. Los mestizos eran un problema porque poseían características tanto de españoles como de indios, y a veces un rasgo se superponía a otro.
La razón de este sistema, me explicó el fraile, era que resultaba obvio que nuestras peculiaridades y habilidades se heredaban con la sangre. La sangre española pura hacía que la gente se sintiera inclinada a construir barcos, a navegar y a conquistar imperios. Cuando la pureza de la sangre se diluía, también lo hacía considerablemente la fuerza; por consiguiente, la fuerza de España también se diluía.
«La obsesión con respecto a la pureza de la sangre nació de batallas libradas hace cientos de años para forzar a los moros y a los judíos a salir de España y, así, unificar nuestro reino —me susurró una vez el fraile cuando estaba un poco ebrio—. Pero lo que comenzamos como una cruzada santa ha terminado en el potro de tortura, la horca y millones de tumbas. Nuestro gachupín hace que los otomanos parezcan monjas de clausura. Es una locura».
En el sistema de la delineación racial no había categorías para las mujeres españolas casadas con indios o africanos. «Los hombres que despiadadamente corrompen a nuestras mujeres indias, africanas y mestizas no pueden concebir que las mujeres españolas deseen a hombres de sangre diferente». —Dijo el fraile—. Por tanto, sus hijos no pertenecían a ninguna categoría conocida. Y la vida de ese hijo era un infierno en la Tierra.
—Tanta gente y tanta felicidad —señaló Beatriz con una sonrisa burlona.
—Tal vez en el mundo venidero.
—Eres un fraude, Cristóbal —dijo Beatriz. Era una de las pocas personas de la calle que me llamaba por mi verdadero nombre—. ¿Dónde más podrías ganarte la vida desempeñando el papel de un payaso lisiado?
—Todos necesitan a alguien a quien despreciar.
—Pero esos trucos, mover el cuerpo que Dios te dio en contorsiones obscenas, ¿no son una burla a Su don? —Su sonrisa socarrona destilaba mofa.
—Si yo, un pobre lépero, ofendo el orgullo de Dios, todos tenemos más problemas de los que yo creía.
Beatriz echó la cabeza hacia atrás y rió.
—Ésa es una de las muchas cosas por las que te admiro, Cristóbal. Careces por completo de virtudes.
—Soy práctico.
No me ofendí; era un juego entre nosotros. A ella le encantaba mortificarme y después esperar mi réplica. Todo lo que yo decía le resultaba divertido.
Pero el viejo de las Indias Orientales que me había enseñado las artes arcanas de la contorsión sí impugnó mis creencias. Huesudo, deforme, calvo y con la voz estridente de una gaviota con dolor de garganta, lo habían apodado Gaviota por alguna agudeza hace mucho olvidada, y el apelativo se mantuvo. Gaviota no era partidario de la fe cristiana. Él creía en incontables dioses y diosas, en indecibles cielos, miles de infiernos, y con frecuencia declaraba que los había padecido todos y que había regresado después a la Tierra vida tras vida, del más allá al más allá, en una reencarnación infinita: «Como un perro dentro de su vómito», afirmó en una oportunidad. Creía que la justicia no era nada más que el Sombrío Ser que Lanza los Dados, decide la suerte de nuestras almas y hace girar nuestro destino en una Rueda Kármica, y que al final toda vida era una ilusión: la Tierra, la muerte, la vida, el karma, el más allá, incluso el mismo Ser que Lanza los Dados, hasta la creencia, todo.
Solía afirmar que la mejor manera de sobrevivir a tanto caos, tanta falsedad y tanto dolor era ocultar la propia naturaleza detrás de una máscara. «La máscara puede reír y gritar, enfurecerse y llorar, pero el rostro que hay debajo de la máscara, nuestra propia naturaleza, permanece impenetrable, impasible, tan carente de alma como el vacío».
También me habló de Shiva, el dios de la creación y de la destrucción. Había creado y destruido el mundo muchas veces y volvería a hacerlo antes de lo que pensábamos. Y, sin embargo, paradójicamente, era el más ardiente de los amantes: en los cielos, en la Tierra, en todos los mundos del infierno que hubo en la inmensidad de los tiempos. En todas partes, las mujeres veneraban cada movimiento suyo, cada mirada, cada roce. Cuando una de sus esposas confundía una pira en llamas con él, se arrojaba a las llamas. Gaviota me cantó el himno de Kali al amor y la muerte.
Como amas el fuego,
convertí mi corazón en una hoguera
donde tú, El Oscuro,
puedas bailar.
En su India, Kali se transformó en el avatar femenino de los amantes de todas partes. A lo largo de toda la India, viudas, amantes y concubinas de una sola noche se arrojaban a la pira de su amado. Al igual que Kali, las mujeres elegían la hoguera en lugar del desconsuelo.
—¿La muerte iguala el amor? —pregunté con incredulidad.
—Es su ejemplo más noble.
Me quedé mirándolo un buen rato. Finalmente, sacudí la cabeza y le dije:
—En la India, puede ser, pero no expreses ese punto de vista por aquí con demasiado entusiasmo. La Inquisición también tiene hogueras, y sus tenazas ardientes y sus postes en llamas no tienen nada que ver con amor vincet omnia. Me parece que tampoco algunas mujeres de por aquí apoyarían tus creencias.
—Pero tú llevas también sangre azteca. En tu corazón habita la llama azteca. Ellos conocían la verdad de la que hablo.
—Ellos no vendrán en tu ayuda cuando grites sobre un potro de tortura o sujeto a una estrapada.
Sí, era cierto lo de mis antepasados indios. Yo había oído relatos de labios de Flor Serpiente y de la mujer que una vez llamé madre; historias de muchos dioses indios, de mundos antiguos creados y destruidos muchas veces, cada mundo nuevo un «Ciclo del Sol». Flor Serpiente me aseguró que nuestro mundo ignorante moriría algún día a través del fuego.
Y yo también sabía de la existencia de la Tierra de los Muertos de Hornero, sus Campos Elíseos, y dioses en lo alto.
Pero también guardé para mí esos puntos de vista.
De todos modos, yo escuchaba con total fascinación… y aprendía. No sólo cuentos de los dioses, sino las artes secretas del misterioso Oriente: estoicismo, resistencia, meditación, indiferencia al dolor y contorsión corporal. Tratar de perfeccionar solamente las habilidades necesarias para la contorsión me llevó muchísimas horas, pero las practiqué religiosamente. Con el tiempo fui tan flexible como Gaviota. Podía doblar mis articulaciones como si fueran la savia meliflua que fluye de los árboles de nuestro Pueblo de la Goma.
Gaviota era un mentor curioso. Menudo, con huesos pequeños y delicados, durante un tiempo fue un acróbata de Papantla, en ese aterrador espectáculo en el que los hombres se columpiaban con una cuerda alrededor de la imponente punta de un altísimo poste. Por desgracia para Gaviota, su cuerda se rompió un día y, al igual que su apodo, tuvo que volar realmente. Lanzado al espacio como la piedra de una honda, remontó y remontó; por un momento tuvo la sensación de tener alas, hasta que cayó como una roca.
Su fatal vuelo terminó contra una pirámide abandonada, y la rampa de piedra le partió las dos piernas. Después de permanecer inconsciente durante un mes —«merodeando por lo más abyecto del pueblo azteca», como lo describía Gaviota—, cuando despertó, me dijo que había visto cosas maravillosas: el amanecer de la Creación, la extinción de las estrellas, la muerte de los dioses, el fin de los tiempos. Nunca volvió a caminar. Pero no se quejaba por ello. Dijo que esas visiones inspirarían todos sus días. «Estoy satisfecho —dijo simplemente—. Mi verdadera naturaleza permanece detrás de la máscara fiel a sí misma, remota, intrépida, impenetrable como una roca».
Durante un tiempo, Gaviota se apropió de las piernas de otro. Un lépero grandote apodado «Montaña» —por su altura y su peso— lo transportó sobre sus hombros. Sin embargo, Montaña era un ladrón inepto que, finalmente, cayó en la emboscada que le tendieron sus vengativas víctimas. Esa gentuza asesina lo azotó, con una hacha le cortó las dos manos y le cauterizó las muñecas con aceite hirviendo. En los años siguientes sus muñones adquirieron un aspecto incluso más desagradable y lacerado, nada de lo cual afectó su gusto por la vida. Todo el tiempo hacía bromas en el sentido de que esa doble amputación le había evitado ir a las minas. Ni siquiera el alcalde quería un esclavo sin manos. Así que Gaviota montaba los enormes hombros del gigante, contorsionándose constantemente en monstruosas convulsiones, aun cuando Montaña metía sus obscenamente cauterizados muñones debajo de la nariz de clientes potenciales y gritaba: —¡Una limosna! ¡Una limosna para este hombre sin manos, sin piernas y sin articulaciones!
Gaviota era el cerebro, y Montaña, los pies, las piernas y el poder. Durante un tiempo fueron los pordioseros con más éxito de Veracruz.
Hasta que aparecí yo y le robé a Gaviota su espectáculo.
La multitud partió hacia la vasta procesión de sacerdotes, frailes y monjas que descendían al muelle. La mayoría de los sacerdotes usaba un sayo de tela basta de pelo de cabra, lana o arpillera, y sus hábitos eran blancos, grises, marrones o negros, según la orden a la que pertenecían.
Alrededor de la cintura llevaban cuerdas anudadas. De sus cuellos colgaban rosarios con cuentas de madera; delante de ellos sostenían cruces. Llevaban la cabeza cubierta con cogullas, y preferían las sandalias de cáñamo, que levantaban polvo cuando caminaban. Parecía existir un concurso con respecto a qué hábito tenía un aspecto más andrajoso. Varios de esos hábitos parecían a punto de desintegrarse. Tampoco se concedía demasiada importancia a la limpieza. El sudor y la suciedad desfiguraban los hábitos y las caras.
Fray Antonio había sido uno de ellos durante una época: fiel a sus votos de humildad, buenas obras y pobreza. Sin embargo, algunos de los sacerdotes y frailes obviamente despreciaban ese credo; eran los clérigos que montaban a caballo, usaban camisas de lino fino y medias de seda; cuyos monasterios eran en realidad ricas haciendas llevadas adelante por el trabajo de los esclavos, y que vivían como reyes sobre las espaldas y el sudor de los peones indios que supuestamente ellos habían venido a salvar.
—El Nuevo Mundo fue conquistado no sólo por la espada, sino por un ejército de sacerdotes —me dijo en una ocasión el buen fraile—. La mayoría dieron todo lo que poseían, incluso su vida, para traer la cruz de Cristo a esta tierra sumida en la ignorancia. Pero estos malvados vienen ataviados con sedas y tratan a su rebaño como bestias de carga.
—Para una ganancia sucia —acoté yo.
El fraile asintió con pesar.
—Y que un sacerdote saquee a su rebaño, como un lobo en el aprisco, es un pecado contra Dios.
El gran desfile de sacerdotes y monjas pasó junto a mí. Hombres sagrados habían llegado de toda Nueva España, y cada orden estaba ansiosa por superar a la otra en aclamar al nuevo arzobispo, y su música y el polvo flotaban en ese aire ardiente.
Con las cruces extendidas delante de ellos, marchaban entonando el Te Deum, un himno triunfal al Señor.
Tú eres Dios:
te alabamos.
Tú eres el Señor:
te aclamamos.
Tú eres el Padre Eterno
toda la creación te venera.
Las órdenes religiosas se adueñaron del centro de la calle, con grandes masas de gente ejerciendo presión a ambos lados: comerciantes, hacendados, médicos, abogados, dueños de plantaciones, dueños de tabernas, soldados, amantes mulatas, esclavos africanos, léperos de la calle como yo mismo, bandoleros, carteristas, rameras. La gente se reunía allí en busca del correo que traía el barco, el dinero de los parientes, para darles la bienvenida a amigos largo tiempo perdidos. Esposas mestizas e indias de marineros que sólo veían a su marido una vez al año mientras los barcos eran descargados, reparados, calafateados y equipados nuevamente. Y también estaban los simples curiosos, como yo.
Más barcos entraban a puerto y dejaban caer el ancla y aseguraban sus amarras a los pesados aros de amarre de bronce incrustados en la pared del fuerte, rogando, al amparo de éste, estar a salvo de las violentas tormentas del norte. Las lanchas de la costa habían transportado a los inspectores de aduana del rey y a los representantes del Santo Oficio de la Inquisición. Una vez a bordo, examinaron todas las mercaderías y el equipaje, salvo quizá el del arzobispo y su séquito. Los inquisidores rápidamente confiscaron cualquier trabajo que desafiara o profanara la doctrina de la Iglesia.
El gentío partió rumbo a otra procesión, y tres caballos de carga pasaron al trote junto a nosotros. Cada uno de ellos llevaba detrás una gran tinaja de arcilla compactada con paja en el interior de unos canastos de cáñamo. Las tinajas estaban llenas de nieve del gran volcán Citlaltépetl, la montaña más alta de Nueva España, y esos jinetes eran conocidos como la posta de nieve. Esa nieve iba dentro de las tinajas junto con sabrosas hierbas y azúcares y era transportada rápidamente desde la montaña a una distancia de alrededor de treinta leguas, con continuas postas de caballos veloces a Veracruz, donde se la servía como una mezcla deliciosa llamada sorbete. Un festín frío para el arzobispo, un regalo de los mercaderes de la ciudad con la esperanza de que contribuiría a protegerlos del tan temido vómito. Era sólo la segunda vez que yo había visto los caballos de carga galopar a toda velocidad por las calles transportando nieve saborizada. El último cargamento había llegado al lecho de muerte del alcalde anterior. Agonizando con la enfermedad del vómito, se decía que murió con la boca llena de sorbete frío y una sonrisa en los labios.
Me resultaba imposible imaginar el gusto del sorbete. Ni siquiera había tenido nunca nieve en las manos. Sin embargo, mi boca se llenaba de saliva con sólo pensarlo. Cualquiera que recibía esa exquisitez directamente desde las altas montañas podía considerarse realmente bendecido.
No obstante, yo me sentía bendecido cuando Beatriz me vendía caña de azúcar robada a la mitad del precio de venta.
La procesión religiosa llegó a los muelles. Yo logré abrirme paso hasta el borde de la procesión, con la esperanza de encontrar suficiente espacio para hacer mi representación de pulpo lisiado. Encontré mi oportunidad entre un grupo de monjas muy serias, varias de las cuales tañían laúdes mientras todas entonaban el Te Deum.
Su música y sus cantos eran serenos; sus sonrisas, beatíficas, y su mirada anhelante fija en los cielos, pero representaban un público difícil para mi actuación. En ningún momento dejaron de cantar ni de sonreír, pero una de ellas metió la mano debajo del hábito en busca de un real, un mendrugo de pan, la cuenta de un rosario, algo. Ninguna mostró hacia mí nada que se pareciera al afecto, la misericordia o la ternura. Cuando una miraba hacia mí era como si mirara a través de mi persona, como si yo no estuviera allí. La única que me prestó algo de atención era una madre superiora de aspecto siniestro que estaba directamente por encima de mí y me lanzó una mirada feroz.
Estaba prácticamente de pie sobre mí, y estuve tentado de clavar mis dientes de lépero en su tobillo sólo para hacerle saber que… yo también soy un ser humano. Pero en ese momento una enorme bota negra me aplastó la mano ostensiblemente lisiada.
—¡Aaah! —bramé.
Me puse de pie trabajosamente, y un hombre me aferró por el pelo y me alejó de las monjas. Yo miré sus ojos oscuros y su sonrisa aún más oscura. En él había algo que me hizo pensar que era un caballero, uno de esos nobles caballeros cuya espada ha sido ofrecida a Dios y al rey. Su atuendo era de libertino. Sobre la cabeza llevaba un sombrero de ala ancha de color cervato, con una larga pluma negra alrededor del ala y otra vertical de color rojo sangre. Su jubón de terciopelo rojo no tenía mangas y su camisa elegante de lino negro tenía unas mangas abullonadas que le llegaban hasta las muñecas. Sus pantalones de montar de terciopelo negro estaban metidos dentro de botas negras y altas de piel de serpiente bien bruñida, para ser más exacto, de una serpiente letal cuyo beso lo manda a uno al infierno más de prisa que una prostituta con sífilis. No usaba espada de gala, sino una arma de trabajo, un espadín de acero de Toledo, cuya empuñadura, como el dorso de sus muñecas y de sus manos, demostraba haber tenido buen uso.
Sí, irradiaba arrogancia de pies a cabeza. Su bigote de color rojizo dorado era exuberantemente amenazador; la barba, corta y puntiaguda. El cabello le caía en cascada sobre los hombros en rizos apretados, uno más largo que el resto. Este «rizo de amor» lo llevaba sujeto con una cinta sacada de la prenda interior de una dama. Él quería que el mundo supiera que era un famoso libertino y, al mismo tiempo, un avezado espadachín.
Pero ése no era un caballero refinado que dormía en una cama magnífica con un cofre de oro a sus pies; tampoco el hijo menor de un noble que había despreciado el sacerdocio para seguir al dios de la guerra. Ese hombre era un espadachín a sueldo; una espada y una garrancha que tomaba cuanto deseaba.
Cualquier impresión de que era un noble caballero era ilusoria.
Supe lo que era tan pronto posé mis ojos en él: era un pícaro. Había leído el cuento de ese pícaro infame, Guzmán de Alfarache. Todos los que podían lo habían leído, y más tarde me enteraría de otros picaros legendarios, incluyendo el espadachín poeta Mateo Rosas de Oquendo. Un día incluso conocería la verdadera identidad del hombre que tenía delante.
Un pícaro era un pillo aventurero que vivía gracias a su ingenio y a su espada, con frecuencia, un paso por delante de la ley. Su reputación de bribón en España era tan reprensible como la de los léperos en Nueva España, y por ley les estaba prohibido entrar aquí. Si era encontrado a bordo de un barco, se le detenía y enviaba de vuelta a las Filipinas, un lugar terrible que prácticamente certificaba una muerte segura a manos de saqueadores o de la malaria. Las islas, del otro lado del gran mar Occidental y cercano a la China, la tierra de los chinos, fueron descubiertas por Fernando de Magallanes, quien perdió allí la vida. Nombradas en honor del buen rey Felipe II, se dice que las islas son tan bonitas como letales.
Las razones eran de índole más pecuniaria que moral. La plata era la sangre vital de la madre España, y la Corona no quería correr el riesgo de que esa línea de transporte de plata fuera amenazada y secuestrada por ejércitos de espadachines picaros.
Sin embargo, el atractivo de tanta plata y tanto oro, combinado con la posibilidad de escapar de las órdenes de arresto y de las cárceles del Viejo Mundo, resultaba difícil de resistir. A pesar de la amenaza de deportación a las Filipinas, muchos barcos transportaban pillos que se habían embarcado de forma clandestina o pagando un soborno, y que llegaban a Veracruz con intenciones aviesas.
Ahora bien, el que yo tenía delante podía haber engañado a los agentes de la Corona, pero yo en seguida lo calé. Era un pícaro vestido de caballero. Tal vez su atuendo era aristocrático —y estoy seguro de que el noble a quien se lo robó había pagado un buen precio por él—, pero reconocí los tacos gastados, los puños deshilachados, las mangas sucias. Ése era un hombre cuyo tiempo y tesoro estaba dedicado a obtener placeres de la carne, no trajes a la moda.
Estaban, también, sus ojos. Tenían un brillo temerario y desafiante. Eran los ojos de un hombre que en un momento nos pagaría una copa y, al siguiente nos cortaría el cuello; que aceptaría nuestra ayuda y nuestro consuelo, y después seduciría a nuestra esposa y a nuestras hijas. Ésos eran los ojos de un asesino, de un bandolero, de un libertino, un corruptor de mujeres, un hombre dispuesto a vender sus servicios de espadachín al mejor postor. Eran los ojos de un hombre que, a diferencia del resto de nosotros, se negaba a sentir culpa y miedo y que llevaba una existencia regulada por sus propios términos. Ése era un hombre del cual yo podría aprender mucho.
Me dedicó una sonrisa centelleante. Fue bastante abrumadora y lo suficientemente malévola como para quebrarle el corazón a una mala mujer o hacer que una mujer buena se convirtiera en mala. Quedé tan fascinado por el singular brillo del diente de oro que logré verle, que casi se me pasó por alto el hecho de que frotara dos reales entre el pulgar y el resto de los dedos. Como es natural, me di cuenta de que su sonrisa tenía la misma sinceridad que las lágrimas de cocodrilo.
—Tengo una misión para ti, chico —dijo.
—¿Qué misión? —pregunté, los ojos fijos en las monedas. Dos reales eran el jornal de un día para los hombres hechos y derechos y más de lo que yo había poseído así, junto, en toda mi vida.
El pillo señaló una tienda de campaña con la cabeza. Bajo su dosel el alcalde de Veracruz y los nobles de la ciudad se encontraban reunidos para darle la bienvenida al arzobispo. Había mesas dispuestas con toda clase de bebidas y comida.
Mirándonos desde la tarima más alta estaba la joven y nueva esposa del alcalde. Su esposa anterior había muerto hacía poco de fiebre. La mujer nos vio levantar la vista hacía ella, sonrió con coquetería a mi recientemente encontrado empleador y lo observó con mirada seductora. Estaba medio sentada, medio de pie, y llevaba uno de esos enormes vestidos con forma de globo que no han sido diseñados para caminar, estar acostada o sentada sino tan sólo para la admiración de un gachupín.
Pensé que el vestido era estúpido, no así la mujer. Yo ya la había visto anteriormente en un carruaje que pasó junto a mí. Destilaba sensualidad y me miró como si yo fuera capaz de hacer caer en una trampa el alma de una santa exenta de pecado. Se lo comenté al fraile, que en ese momento estaba conmigo. Él la reconoció y la describió como «la serpiente que tentó a Lucifer» que supongo que, en este caso, era una comparación apropiada. Mi nuevo empleador no necesitaba ser presentado a Satanás.
El bribón me entregó un pequeño trozo de papel plegado.
—Llévale esto a la señora. Trepa por los tablones que hay debajo de la tribuna principal para llegar hasta ella. Procura que nadie te vea dándoselo. Si te pillan, trágate el papel.
Yo vacilé un instante.
—¿Qué sucede? —preguntó él con una sonrisa agradable.
—¿Cuál es su nombre, por si ella me lo pregunta?
—Mateo.
—Mateo —repetí en voz baja.
Él me dio las monedas y después se agachó un poco para que yo recibiera su aliento cargado de olor a ajo y a vino. Y sin dejar de sonreír, añadió:
—Si le cuentas esto a alguien, te cortaré los cojones. ¿Entendido?
Yo no tenía ninguna duda de que tenía una colección completa de cojones.
—Entendido.
El pabellón en el que yo debía entrar tenía tres niveles de mesas y bancos de madera, cada uno una fila más arriba que el anterior. La última fila estaba a tres metros del suelo.
La mesa del alcalde se encontraba en la mitad de la fila superior. Cada fila tenía un banco de madera de entre nueve y doce metros de largo y una mesa de la misma longitud. Encima de las mesas cubiertas con un mantel había una selección de comida, frutas y vino. Debajo de las filas de bancos y mesas había un laberinto de tablones y maderas que las apuntalaban.
¿Dos reales por tomar por asalto esa ciudadela? ¡Dios mío!
Yo podría perder la cabeza y los cojones. Me merecía toda una flota del tesoro. Miré hacia atrás y Mateo extrajo su daga y apuntó amenazadoramente con ella a su entrepierna.
Sentí que mis cojones se apretaban y miré de nuevo la estructura que tenía que escalar. Comprendí la razón por la que él me había escogido: sólo un contorsionista era capaz de doblarse, reptar y escabullirse por ese laberinto de maderos de apoyo.
Cuando estuve fuera de su vista, leí con ansiedad la nota que debía entregar.
Tu rostro está escrito en mi alma,
ninguna rosa es más roja que tus labios,
tus ojos están marcados a fuego en mi corazón,
ningún ganso es más suave que tus mejillas.
Esta noche, mi amor,
a la hora en que tu cuerpo es más acogedor.
«¿Ningún ganso es más suave que tus mejillas?» ¿No podría haber robado una poesía mejor que ésa?
Me introduje debajo del pabellón y comencé a retorcerme y a abrirme paso por entre los tablones. Algunos no estaban firmemente sujetos y constantemente tenía que probar su estabilidad y mantener mi peso sobre ellos. En un momento dado, un madero cruzado se me aflojó en la mano y tuve que ponerlo de nuevo con cuidado en su lugar.
Supuse que en cualquier momento sería descubierto por los nobles que estaban arriba o que aquella jungla de maderos caería en cascada sobre mí y mataría, de paso, a todos los que estaban en la tribuna principal.
Sin embargo, finalmente llegué al nivel superior y me puse debajo de la mesa para no ser visto. Yo estaba en un extremo, a unos cuatro metros y medio de donde se encontraba sentada la esposa del alcalde, y lentamente repté hacia ella, evitando los zapatos de los hombres y las enaguas de las mujeres.
Seguí reptando hasta reconocer el vestido de la mujer en cuestión. Extendiéndose como una enorme pelota en todas direcciones, su atuendo de color rosado estaba sostenido por debajo por radios hechos de caña y círculos de alambre. Creo recordar que esa clase de vestido se llama guardainfantes. Algunos de los que he visto se extienden bastantes centímetros en cada dirección. La mujer no estaba sentada en una posición natural, ni nadie esperaba que lo estuviera, porque el marco del vestido no se lo permitiría. Habían construido una estructura especial de madera para que la mujer pudiera recostarse sobre ella en una posición semi sentada.
Tiré del dobladillo de su vestido para avisarle de que estaba allí. Y en el momento en que levantaba la mano para entregarle la nota, su marido gritó:
—¡Amigos! No duden cuando les digo que soy el más grande matador de toda Nueva España. Ustedes han visto hombres que toreaban toros con lanzas desde la montura de un caballo. Yo me pongo en el suelo y lucho contra el toro con solamente una capa en las manos.
Lo oí pisar fuerte para demostrar su técnica.
—Necesito una capa. Despejen esta mesa —les dijo a los criados—. Usaré el mantel.
¡Yo necesitaba ese mantel! ¡Si lo perdía, también perdería mi cabeza!
Desesperado y muerto de pánico, me escondí en el único lugar disponible —incluso mientras los criados tiraban del mantel—: debajo del vestido de la mujer. Me enterré debajo de esa carpa con marco de alambre y enaguas.
Ayyo, ¿a qué santo dejé de honrar en su día para merecer este castigo? ¡Dios mío, Madre Santa, Jesucristo! Soy un chico inocente. Ladrón, sí. Cómplice, es verdad. Mentiroso, con frecuencia. Pero ¿por qué tengo que permitir que me corten la cabeza y la empalen en las puertas de la ciudad por culpa de una aventura amorosa de la que yo no participo?
Además, las corridas de toros se hacían a caballo; todo el mundo lo sabe. ¿Por qué el tonto del alcalde tiene que simular hacerlo de pie? Eso era una ofensa no sólo hacia los toros sino también hacia mí, a quien él había puesto en peligro. ¿Por qué no salía del pabellón para demostrar sus habilidades montado a caballo?
Mientras él entretenía al público con sus payasadas infantiles, yo estaba instalado debajo de la carpa del vestido de su esposa, arrebujado en ese lugar cálido y misterioso entre las piernas de su mujer. Por miedo a que cualquier parte de mi cuerpo asomara, me apreté más contra ese sanctasanctórum, y ella abrió bien las piernas para permitírmelo. Descubrí entonces que la mujer no llevaba nada debajo de sus voluminosas enaguas, y que yo estaba en contacto con sus partes más íntimas.
Yo había visto a chiquillas léperas orinar en la calle, y me habían contado que también las mujeres mayores tenían una abertura entre las piernas. Ahora comprobé que era cierto. Podía confirmar que era un lugar cálido y húmedo, una suntuosidad mojada más tierna y acogedora de lo que jamás imaginé. Empecé a entender por qué los hombres querían meter allí su garrancha.
Su mano aferró mi pelo y me empujó hacia la rendija que tenía entre las piernas. Muy pronto mi nariz se apretaba contra aquella humedad cálida, y la mujer me empujaba cada vez con más fuerza contra ella y se sacudía más y más al hacerlo. Entre sus piernas había algo que yo no sabía que una mujer tenía: un pequeño botón, un pene del tamaño de un hongo diminuto. Por los movimientos frenéticos de la mujer, comprendí que era muy importante que yo se lo tocara. Ese secreto tesoro parecía tener un nervio oculto. Cuando yo se lo acariciaba, los giros de ella aumentaban en proporción con la intensidad de ese roce. Cuando accidentalmente golpeé mi nariz contra ese punto, todo el cuerpo de ella tembló y se estremeció. La mujer se retorció, se apretó contra mí y la abertura que tenía entre las piernas comenzó a expandirse.
La voz del alcalde llegó hasta mí cuando caminaba de acá para allá dentro del pabellón luchando contra un toro… papel desempeñado por un criado.
Me sentía torpe, pero de alguna manera ella se las ingenió para sujetar su trasero contra una tabla y trabar una pierna alrededor de mi nuca. De pronto me encontré con su tesoro en mi boca y entre mis labios. Traté de liberarme, pero su pierna me sujetó con más fuerza. Ahora tenía la boca y la nariz enterradas en ese valle secreto, y casi no podía respirar. Abrí más la boca, mi lengua asomó en un jadeo silencioso, y…
Eso era lo que ella quería.
Mi lengua.
Estaba atrapado. Su pierna se cerró alrededor de mi nuca. Por todas partes había una multitud de gachupines que me castrarían y me despedazarían si llegaban a pillarme. Tenía a Mateo allá abajo, que también me castraría si yo no le entregaba la nota a ella. Mi único recurso era apaciguar a aquella mujer.
Nervioso y vacilante, comencé a rodear esa protuberancia con mi lengua, casi temeroso de tocarla. Pero cuanto más la rodeaba y más evitaba rozarla, más se estremecían las caderas de ella. Cada vez que tocaba ese botón, el cuerpo de la mujer se sacudía con tanta fuerza que tuve miedo de que nos descubrieran.
Pero a ella no parecía importarle. Se retorcía y giraba, y sus partes íntimas aumentaron de temperatura y se mojaron más hasta que me sentí muy excitado y mi garrancha creció y comenzó a pulsar de forma descontrolada.
Ahora, el miedo se vio reemplazado por una presión insoportable. Yo había experimentado antes estas sensaciones y una vez una puta amiga, al lado de la cual dormí una noche en la casa de los pobres, me enseñó cómo tocármela para aliviar esa presión.
—¡Magnífico! —La multitud estalló en ovaciones cuando el alcalde «mató» al toro con su espada.
Cuanto más gritaban, más me trababa la nuca la señora, y más mi boca y mi lengua trabajaban en su fuente de felicidad.
—Acaban de ver, amigos, la técnica de lidiar a un toro con los pies sobre la tierra. Les digo que, algún día, las corridas de toros ya no se harán montados a caballo. Nuestros amigos portugueses aseguran que eso jamás sucederá, pero recuerden bien mis palabras: será el hombre contra el toro, enfrentar los ataques del animal con nada más que el propio coraje y la propia capa como protección.
Y arrojó la capa mantel sobre la mesa, y los criados corrieron a ponerla de nuevo en su lugar. Mientras el público aplaudía, los muslos y las partes pudendas de la mujer vibraban vorazmente contra mi cara.
Yo sabía que mi garrancha pulsante pertenecía a ese lugar. Aunque el fraile prohibía expresamente cualquier conducta inmoral en la Casa de los Pobres y había colgado una manta para separar un sector cada vez que una mujer se quedaba allí, yo había visto a un lépero encima de una puta, bombeando sus nalgas al aire, tal como don Francisco había montado a Miaha. Mi posición ahora, arrodillado con la cabeza entre las piernas de esa mujer, con ella medio sentada detrás de la mesa, hacía que eso fuera imposible.
Inseguro con respecto a cómo continuar dándole placer, mis instintos de coyote tomaron el control de mi persona y entonces hice lo que sentía que era natural. Hundí la lengua en su abertura bochornosa y voluptuosa.
Pero fue un error.
Ella gimió y se retorció y un estremecimiento salaz la recorrió. Sólo Dios sabe qué expresión apareció en su cara. Mientras esperaba ser sacado a rastras de debajo de su vestido y de su hendidura, lenta, muy lentamente, sus espasmos comenzaron a aquietarse. Muerto de pánico, me deslicé de debajo de su vestido mientras el alcalde se dirigía hacia ella.
—Mi amor, mi amor, tienes la cara encendida por la excitación. ¡Nunca pensé que mi actuación te entusiasmaría tanto! —Por su voz, se notaba que el alcalde estaba maravillado y feliz por la excitación sexual de su esposa.
Yo levanté el mantel apenas lo suficiente para establecer contacto visual con la mujer. Líneas de sudor producidas por nuestros juegos eran visibles como trincheras en las gruesas capas de polvo a ambos lados de su cara.
Yo extendí la nota para que ella pudiera cogerla. Le sonreí para demostrarle que me complacía haberle dado placer. Ella me dedicó una sonrisa traviesa, mitad sonrisa, mitad mueca, y después levantó la rodilla, me apoyó el zapato en la cara y me empujó por entre la amplia abertura que había entre los tablones. En mi caída me golpeé, me tambaleé y reboté en cada travesaño y cada tablón hasta aterrizar en el suelo con un sonoro golpe.
Lentamente me puse de pie y me escabullí de debajo del pabellón. Me dolía casi todo el cuerpo, pero más que nada me dolía el alma. El bribón no se veía por ninguna parte. Mientras me alejaba renqueando, pensé en la experiencia que acababa de vivir. Había hecho dos descubrimientos importantes con respecto a las mujeres. Ellas tenían un lugar secreto donde se les podía tocar para proporcionarles placer. Y, una vez obtenían ese placer, lo único que podía esperarse era una patada en la cara.
Yo había avanzado poco cuando el gentío se abrió para dejar paso a un carruaje. Vi entonces una oportunidad de ejercer mi oficio. Pero, cuando trotaba hacia el carruaje, una vieja vestida de negro bajó de él, se detuvo y me miró de arriba abajo mientras era asistida por sus ayudantes. Su mirada de ave de rapiña se cruzó con la mía y una mano helada me oprimió el corazón.
La mujer dio un paso atrás, sorprendida, pero muy pronto la confusión abandonó su cara y fue reemplazada por la alarma. Una vez había observado yo una reacción parecida en un hombre al que había mordido una iguana: primero un salto hacia atrás, estupefacto; después, revulsión; finalmente, furia al matar a la iguana a palos.
Yo no tenía la menor idea de por qué esa señora española aristocrática me encontraba tan odioso, pero mis instintos de lépero pusieron alas a mis pies. Huí hacia la multitud que lanzaba vítores, mientras el arzobispo llegaba a tierra firme y se inclinaba para besar el polvo.
En ningún momento miré hacia atrás hasta haberme alejado del gentío y estar en un callejón demasiado estrecho como para que por él pudiera pasar un carruaje. Incluso allí, me sentí desnudo y expuesto, como si el mismísimo sol me estuviera espiando por encargo de aquella mujer.