—¿Qué has hecho qué? —Volqué mi exasperación contra Mateo en el patio de mi vivienda recién alquilada. Él no era un hombre que se pasaba la vida acercándose a la prisión: él corría hacia la soga del verdugo.
Mateo jugueteó con la copa de vino que siempre tenía en la mano y una expresión santurrona y a la vez complacida en la cara. Me sonrió apenas por entre una niebla de humo.
—¿Quieres que hablemos del asunto con calma y en voz baja o prefieres que se enteren los criados y también tus vecinos?
Me senté.
—Dime qué locura te llevó a visitar a don Silvestre. Comienza por el principio para que pueda saber si tengo que huir de la ciudad… o estrangularte.
Él sacudió la cabeza y trató de parecer inocente, cosa que difícilmente lograba: con todas aquellas cicatrices, cada una de las cuales llevaba el nombre de una mujer, su cara era como un campo de batalla.
—Bastardo, amigo mío…
—Ex amigo.
—Fui a casa del viejo amigo de tu familia, don Silvestre, un excelente caballero. Tiene el pelo blanco, sus rodillas son débiles, por no mencionar lo arqueadas que están por toda una vida sobre una montura, pero todavía arde fuego en su corazón. Es tal como te lo imaginaste: casi ciego. Con una excusa le pedí permiso para examinar su monóculo. Sin él, el anciano no podía contar los dedos de mi mano a treinta centímetros de su nariz.
—Confío en que rompieras el monóculo.
—Desde luego que no. ¿Acaso crees que un caballero como yo le haría eso a un anciano?
—No, a menos que eso te significara ganar una partida de cartas en una cantina o llevarte a una mujer a la cama.
Mateo suspiró y apuró el contenido de la copa. Volvió a llenársela antes de continuar con su historia.
—Esperaremos a otro día para romper el monóculo del anciano —dijo.
—Hubo un cambio. La reunión de De Soto se celebrará en el palacio del virrey, y lo más probable es que el viejo asista a ella.
—Eso ya lo sé. El no sólo asistirá, sino que irá con nosotros en nuestro carruaje.
—Santa María, Madre de Dios. —Me puse de rodillas y oré frente a un ángel de piedra que vertía agua en la fuente del patio—. Sálvame de este demente, Madre Santa, y haz que Dios lo parta con un rayo.
—Bastardo, te pones nervioso con demasiada facilidad. Debes hacer frente a los inconvenientes de la vida con ecuanimidad, no con histeria. Ahora levántate. Mira que yo no soy tu sacerdote.
Me puse en pie.
—Dime cómo me las arreglaré para ir en un carruaje a la fiesta del virrey con un hombre que me acusará de impostor tan pronto me vea.
—El viejo cree que eres don Carlos porque yo le dije que eras don Carlos. No hace falta que lo convenzas. Lo que tienes que hacer es evitar «desconvencerlo». Cuando lo recojamos estará oscuro. El lépero que espía para ti de pronto aparecerá de entre la oscuridad, le arrancará el monóculo y huirá. De todos modos, aunque —Dios no lo quiera— ese ataque fracase, don Silvestre no te reconocerá. Tiene que acercarse mucho incluso para ver con el monóculo. Y, como cualquier caballero de edad avanzada, es muy presumido con respecto a su edad y a su estado físico. No sólo está medio ciego, sino también medio sordo. Si le hablas en voz baja cuando no tienes más remedio que hacerlo, tampoco notará la diferencia. Además, yo estaré allí para mantener la conversación. Don Silvestre no te tiene simpatía porque violaste el código de honor de un caballero. No te hablará a menos que se vea obligado a hacerlo. Sin embargo, cuando le expliqué las verdaderas circunstancias de los delitos que cometiste en España…
—Sí, las verdaderas circunstancias de mis delitos. ¿Por qué no me cuentas cuáles son esas circunstancias?
Él sacudió la ceniza de su rollo de tabaco.
—Lo que hiciste, por supuesto, fue proteger el honor de la familia.
—Pero si ataqué al padre de mi prometida con un candelabro y robé la dote de su hija.
—Ah, Bastardo, tú crees todo lo que oyes, y lo mismo hace don Silvestre. Un amigo le escribe de España y le dice que el joven don Carlos es un ladrón y un tunante, y él se lo cree. Pero, ahora, otro amigo, es decir yo, viene y le cuenta la verdad.
—¿Cuál es esa verdad? ¿Me lo dirás antes de que me corte el cuello?
—La verdad es que tú asumiste la culpa de tu hermano mayor.
Quedé estupefacto. Repetí las palabras con lentitud. Y, luego, una segunda vez, esta vez saboreándolas.
—O sea, que asumí la culpa de mi hermano mayor… para proteger el nombre de la familia.
Empecé a pasear de acá para allá, sintiendo esas palabras y entrando en la disposición de comedia que Mateo estaba creando.
—De modo que mi hermano, el heredero del título y de la fortuna de la familia, el dueño del buen nombre y del honor de nuestra familia, es un sinvergüenza. Viola a mi prometida y roba mi dote. ¿Cuál es la actitud más honorable por mi parte? Si lo mato, como bien se merece, se sabrá la verdad y el nombre de nuestra familia, del que estamos tan orgullosos, quedará arruinado. No: sólo hay una cosa que puedo hacer. Yo soy el hermano menor, el heredero de nada, el dueño de nada. Asumo la culpa de las malas acciones de mi hermano, salvo el honor de la familia y recibo el castigo.
Hice una reverencia y saludé a mi amigo con el sombrero.
—Mateo Rosas, eres un genio. Cuando me dijiste que habías creado una comedia, me pareció que sería un desastre. Si presentáramos esta comedia en la Ciudad de México y en Sevilla, seríamos consagrados como héroes de la pluma y el papel. Esta obra de teatro nos permitiría ganar la fortuna que nunca conseguimos… al menos legalmente.
Mateo trató de parecer modesto.
—Don Silvestre aceptó la historia con la misma facilidad con que Moisés aceptó la palabra de Dios. En este momento se está grabando en piedra en la mente del anciano. Incluso la estaba embelleciendo cuando se la conté a Elena.
¿Había oído bien? ¿Mateo acababa de decir que él se lo había explicado todo a Elena? ¿También se lo susurró al oído al virrey? Amigos, ¿tenía o no razón cuando pronostiqué que algún día Mateo conseguiría que me ahorcaran si no recibía el merecido castigo por mis delitos?
—Bastardo, será mejor que bebas un poco de vino. Tienes la cara del color de la muerte, y ahora comienza a arder como fuego.
—¿Cuándo has visto tú a Elena?
—Esta tarde, cuando fue a ver a don Silvestre después de la reunión que tuvisteis con el virrey.
—¿Por qué fue ella a casa de don Silvestre?
—Para hablarle al anciano de ti. Quería conocer los detalles de tus malas acciones, para ver si podía ayudarte a obtener el perdón.
—¿Y, después de convencer a don Silvestre, tú le contaste esta historia acerca de que yo asumí la culpa de mi hermano?
—De hecho, la inspiración para el relato me vino al ver a la hermosa Elena. Bastardo, tienes un gusto exquisito para las mujeres. Ella es un poco demasiado delicada e inteligente para mí, con un poco más por encima de la línea del cuello y un poco menos debajo de ella de lo que yo prefiero, pero sus ojos podrían conquistar el alma del mismísimo Eros.
—Explícame qué ocurrió exactamente, y no omitas ningún detalle. Cuando te asesine, no quiero tener remordimientos.
—Esa hermosa mujer entró y expuso lo sucedido delante de don Silvestre y de mí. Nos contó con todo lujo de detalles cómo habías luchado y vencido a una docena de piratas…
—¿Una docena?
—Algo así. Mientras la escuchaba, comprendí que te amaba.
—No digas eso; no podría soportar la pena.
—Tenemos que hacer frente a la verdad. Hemos vuelto aquí para vengarnos, pero el odio es sólo una cara de la moneda de la vida. La otra cara es el amor. Cuando percibí amor en su voz, supe que tenía que asegurarme de que ese amor se cristalizara. ¿Sabías que mis comedias siempre tienen un final feliz? Sí, ésa es la verdad. En cuestiones de amor, la tragedia es tan ubicua que sólo escribí finales en los que el amor triunfaba.
—¿Qué dijo ella al enterarse de que yo había asumido la culpa de mi hermano?
—Lloró, Bastardo. Lloró de alivio y de alegría. Dijo que había sabido que eras un hombre bueno y honorable desde el primer momento en que te miró a los ojos.
¡Ay de mí! Me senté y me cubrí la cara con las manos. La pobre Elena estaba tan ciega que había pensado que un lépero mestizo era un hombre noble. Si supiera la verdad acerca de mí, saldría corriendo horrorizada.
—¿Y don Silvestre? ¿Él no negó la historia?
—Él incluso la embelleció. Por lo visto le gustó a ese anciano caballero. Y resultó que también su hermano mayor era un sinvergüenza. Pero sus malas acciones siempre eran borradas para salvar el honor de la familia. A don Silvestre le pareció correcto que un hermano menor hiciera semejante sacrificio. Se involucró tanto en la historia que empezó a imaginar que todas las malas acciones de las que se acusaba a don Carlos habían sido cometidas en nombre del honor. Sin embargo, tu inocencia jamás debería saberse si el propósito era proteger el buen nombre de la familia. Por supuesto, yo acepté que la supiera también el virrey. Y Elena fue corriendo a contársela.
—Y Luis. Ella se la contará a Luis. Y se la contará también a su criada, que se la contará a la criada de la casa de al lado…
Mateo se encogió de hombros.
—Y, dentro de algunas semanas, nosotros ya no estaremos aquí.
—Pero Elena quedará envuelta en el escándalo. Hoy, deliberadamente insulté a Luis dándole a entender que estaba enamorado de Elena. Mientras lo enfurecía, yo no era una amenaza seria como el desacreditado don Carlos. Ahora soy un héroe por partida doble: me sacrifiqué por mi hermano y casi perdí la vida por Elena. Cuando ella se lo cuente a Luis, él me verá como una amenaza.
Mateo sacudió la cabeza.
—El virrey nunca te permitirá casarte con Elena aunque hubieras repelido sin ayuda de nadie el ataque de los piratas. Sigues siendo el tercer hijo de una familia poco importante. Luis será un marqués cuando muera su padre. Socialmente, su reclamo de nobleza es tan fuerte como el del virrey. Por eso el virrey la obliga a casarse con Luis. Será el orgullo lo que hará que Luis te mate, no porque seas una amenaza para su matrimonio. Evidentemente, si descubre que te estás viendo con Elena, te matará más pronto que tarde.
Sentí que otro cuchillo se me clavaba en las entrañas.
—Dime que no hiciste nada tan tonto como fijar una cita para que yo la vea.
Mateo no respondió. Aguardé hasta que terminó de beberse otra copa llena de vino.
—¿Qué hiciste, Mateo?
—Luis es un canalla.
—¿Qué hiciste?
—La muchacha quiere hablar contigo para pedirte perdón por haber dudado de ti. Si manejas bien el asunto, disfrutarás de sus favores antes de que Luis tenga oportunidad de hacerlo.
—¿Estás loco? ¿Acaso crees que usaría a Elena para vengarme de mis enemigos?
—¿Y tú me preguntas a mí si estoy loco? Volviste a Nueva España para matar a su futuro marido y, quizá, destruir a su tío, que la crió como a una hija. ¿Y te parece que puedes hacerlo sin causarle daño a Elena?
Se puso de pie desde el borde de la fuente.
—Bastardo, tendré que esforzarme mucho, muchísimo, para escribirle un final feliz a la tragicomedia que iniciaste tú.