CIENTO DIECISIETE

Mateo hizo salir a la puta y yo me senté en una silla, con los pies sobre la cama, mientras él se recostaba sobre las almohadas. Llevaba el ojo izquierdo cubierto por un parche negro.

Sacudí la cabeza al ver el parche.

—¿Cómo se llama esa herida, amigo? ¿Margarita?, ¿Juanita?, ¿Sofía?

—Ésta es la duquesa.

—Ah, de modo que el duque regresó y te pilló en la cama con su esposa. Nada menos que una prima de la reina.

—Sin duda, una prima del demonio. Ella misma le envió un mensaje «anónimo» al duque poco después de que comencé a acostarme con ella, sin duda pensando que los celos lo harían volver.

—¿Hasta qué punto es grave la herida del ojo?

—¿Grave? Al ojo no le pasa nada. —Levantó el parche y debajo vi una cavidad vacía y color rojo sangre. Di un respingo—. El ojo está muy bien. Lo que pasa es que ya no lo tengo.

—¿Una lucha con espadas?

—No, nada tan honorable. Los hombres del duque me sostuvieron mientras él me lo arrancaba. Cuando estaba a punto de hacer lo mismo con el otro, logré soltarme.

—¿Y tú? ¿Le cortaste el cuello o le arrancaste los dos ojos?

—Ninguna de las dos cosas. Su cuello está intacto, igual que sus dos ojos. Sin embargo, ahora orina a través de una pajita.

—Bien hecho. ¿Y cómo lo hiciste para mutilarlo y seguir con vida?

Él sonrió.

—Moviéndome con rapidez. El último barco de la flota del tesoro había zarpado de Sevilla cuando llegué al puerto. Alquilé un barco costero veloz para seguirlo. Alcanzamos a una embarcación que tenía dificultades con sus aparejos. Su destino era Hispaniola, no Veracruz. Desde allí, un bote me llevó a Veracruz. Cuando oí hablar de un hombre con la cara afeitada y una cicatriz en la mejilla, que había salvado a una dama de los piratas, bueno, supe que se trataba de mi viejo amigo. ¿Quién más sería tan tonto como para luchar contra los piratas en lugar de unirse a ellos?

—Mateo, estoy metido en un lío.

—Eso ya lo sé, don Carlos. Hasta la puta de la mulata sabe que le robaste la dote al padre de la que iba a ser tu esposa y huiste, dejándola embarazada.

—¿Eso hice? ¡Qué bandido!

—Peor que un bandido. Fue un comportamiento cobarde y nada honroso. Si hubieras matado al padre en un duelo, los hombres te ocultarían en su casa para salvarte de los agentes del rey. Pero ¿robarle a un padre la dote de su hija? ¿Y dejarlo gravemente herido por haberle golpeado la cabeza con un candelabro? ¡Un candelabro! ¿Cómo quieres que mire a la cara a sus amigos después de ser vencido por un candelabro? Era un candelabro de plata y tú también le robaste eso. Caramba, don Carlos, eres una mala persona. En este momento estarías encadenado si el tío de Elena no fuera el virrey.

Le conté a Mateo mis actividades desde que salí de Sevilla hasta la invitación a cenar de De Soto.

—Esas cadenas y el nudo corredizo que mencionaste todavía me esperan. El sábado iré a cenar a casa de Miguel de Soto. También asistirá un viejo amigo de mi familia.

—¿Qué familia?

—La de España.

—¿Alguien conoce a don Carlos aquí, en la Ciudad de México?

—Al menos una persona. Un viejo que está enterado de todos mis pecados. Me dijeron que es medio ciego pero, incluso en la oscuridad él se dará cuenta de que soy un impostor. Por la forma en que la diosa Fortuna me está tratando, puede haber otra persona íntima de don Carlos o víctima suya a la vuelta de cada esquina, esperándome para denunciarme.

—Ah, Bastardo, esto es lo que sucede por pensar tanto en ti mismo. Si me hubieras dicho que volvías aquí para vengarte, no habría permitido que vinieras solo. Yo seguiría teniendo los dos ojos y tú no estarías metido en este lío. ¿Qué plan tienes? ¿Asesinar al viejo? ¿Arrancarle los ojos antes de la cena?

—Confieso que he pensado en ambas cosas, pero no tengo corazón ni agallas para ninguna.

—Silenciar al viejo antes de que pueda contarle al mundo tus pecados arrojaría sospechas sobre ti.

—Eso también lo he pensado. He estado barajando la idea de utilizar polvo yoyotli, si es que logro conseguirlo. —Le recordé cómo usamos ese polvo para desorientar a la criada de Isabela.

—Es arriesgado. Y eso no te validará como don Carlos.

—¿Y crees que ese viejo lo hará? Él no ve a don Carlos desde hace siete u ocho años, pero yo sí lo he visto, y no me parezco nada a él. Su piel, su pelo y sus ojos son más claros que los míos. Con sólo olerme ese viejo podría saber que no soy el hijo de su viejo amigo.

—De Soto trata de encontrar la manera de justificar hacer negocios contigo, aunque sea a espaldas de sus socios. Hasta el momento ha oído historias acerca de ti que lo intrigan. Eres un ladrón y un truhán. Eso le resulta conveniente para sus planes, pero necesita saber más sobre ti. Si no obtiene suficiente información del viejo, es posible que siga investigando, y entonces podría irte peor que con un viejo que para ver necesita un monóculo.

—Una única lente le permitirá ver lo suficiente para saber que soy un impostor.

—Es posible. Pero ¿y sí se le rompiera? Los monóculos son poco frecuentes y muy caros. Nadie aquí en Nueva España es capaz de fabricar una cosa así. Tardaría por lo menos un año en conseguir uno nuevo si algo le llegara a suceder a su único monóculo.

—No sé. Tal vez lo mejor para mí sea olvidarme de Luis y de De Alva. Podría secuestrar a Elena y llevármela a algún lugar desierto.

—¿Y como qué bribón te presentarías a ella? ¿El mestizo bandido que aterrorizaba los caminos de Nueva España? ¿O el despreciable hijo de un hidalgo que golpeó a un anciano con un candelabro para robarle la dote de su hija?

Cuando salí hacia el palacio del virrey, Mateo se quedó en la posada. Me dijo que le pidiera al posadero que le enviara de nuevo a la puta. Aseguró que la lujuria lo ayudaba a pensar.

Un soldado apostado en el portón principal me escoltó hasta la recepción del palacio y una vez allí el ayudante del virrey se ocupó de mí. Los criados o empleados del virrey, tanto de su casa particular como del palacio, tenían todos una presencia real. Las alfombras y los tapices eran espléndidos, estaban artísticamente bordados y en ellos predominaban los hilos de oro. La chimenea de piedra tenía un cañón imponente del que colgaba una gran variedad de herramientas para el fuego. Los enormes candelabros que se encontraban sobre la repisa eran casi tan altos como yo. Contra una pared había varias sillas de caoba de respaldo alto con tapizado de cuero oscuro lustrado.

La mayoría de las personas sin duda quedarían impresionadas por los muchos pesos que valía semejante lujo. Yo, en cambio, me pregunté cuántas vidas habría costado tanta opulencia.

Cabía esperarse que el virrey viviera como un rey. De hecho, lo era. Gobernaba con un poder casi absoluto tierras de un tamaño cinco veces mayor que España. Si bien la corte suprema, llamada la Audiencia, y el arzobispo tenían voz y voto en las decisiones, el virrey podía invalidar la decisión de cualquiera de los dos. Las quejas relativas a su conducta debían ser presentadas al rey, en Madrid, por intermedio del Consejo de Indias. El proceso podía tardar un año para asuntos de extrema urgencia y una eternidad para cuestiones de menor importancia.

Esperé, muy nervioso, ser citado a comparecer frente a él. ¿Estaría allí Elena? ¿Vería en sus ojos mucho desprecio hacia mí? Probablemente no más de lo que yo sentía por mi persona. Toda mi vida era ahora un enorme castillo de mentiras, una sobre otra. Ni siquiera yo conocía la verdad.

Sentí una mirada fija en mí y, al volver la cabeza, vi que Elena había entrado en la habitación. Hizo una pausa junto a la puerta y se detuvo para mirarme con preocupación. Con una sonrisa, se me acercó y me tendió la mano a modo de saludo. Yo se la besé.

—Elena, nos encontramos de nuevo.

—Carlos, me alegra ver que estás bien. Nos diste un susto cuando abandonaste la hacienda. Al principio pensamos que te habías equivocado de camino y te habías perdido.

—Mis disculpas, señora mía. La verdad es que me fui para no ser una carga para tantas personas.

—Nada de eso, sólo nos preocupamos por alguien que había arriesgado su vida por mí. Soy consciente de que deseas mantener tu privacidad. Sin embargo, mi tío se enteró de que ibas a ser el huésped de don Miguel de Soto, y le ha pedido a don Miguel que te invite en otra oportunidad para que puedas asistir a una recepción aquí, en el palacio.

Murmuré mi asentimiento y mantuve la sonrisa, mientras que la perspectiva de comparecer ante todos los notables de la ciudad me provocaba una gran ansiedad.

Nos miramos a los ojos y mi corazón se derritió. Ella empezó a decir algo, apartó la vista y vaciló un momento. Llevaba una cruz colgada de una cadena de plata alrededor del cuello. Me sobresalté al verla: era la cruz de mi madre, la que el abogado de la Inquisición me había quitado. Me puse muy nervioso al verla y me costó mantener la compostura.

Los ojos de Elena estaban húmedos cuando volvieron a cruzarse con los míos y sus mejillas se habían encendido. Habló en voz baja y con tono de confidencia:

—Con respecto al problema que dejaste en España, he hablado de ello con mi tío y él te ayudará.

—Elena —le cogí la mano y sentí que se me rompía el corazón por lo que debía de estar pensando de mí—. Lo siento.

—¡Elena!

Los dos dimos un brinco.

Luis había entrado en la sala de recepción.

Por un momento me alarmé e instintivamente me llevé la mano a la espada y la levanté varios centímetros de la empuñadura antes de controlarme.

Los labios de Luis formaron una sonrisa, pero sus ojos seguían siendo como yo los recordaba: despiadados. Ojos de serpiente que miraban hacia arriba después de haber lanzado los dados sin suerte.

—No era mi intención sobresaltarlos. El virrey los aguarda.

—Don Carlos, le presento a mi prometido, don Luis de la Cerda.

Los dos intercambiamos reverencias y me costó mucho que la expresión de mi cara fuera neutral. La palabra «prometido» me había pinado desprevenido.

—Cuenta usted con la admiración de toda Nueva España por lo que hizo por doña Elena. Reciba usted el agradecimiento especial de su futuro marido.

Otra reverencia. Esas palabras fueron dichas con sinceridad, pero cada una de ellas me hizo chirriar los dientes. No tenía la menor duda de que aquel hombre se sintiera muy atraído hacia Elena, pero me constaba que era incapaz de amar realmente a una mujer. Recordé sus comentarios de hacía tanto tiempo, cuando yo viajaba escondido debajo del asiento de un carruaje.

—Será mejor que nos reunamos con el virrey —dijo Elena.

Ella nos precedió, con Luis detrás de mí. Sentí que se me erizaban los pelos de la nuca. Cuando Luis me expresó su agradecimiento, advertí algo en sus ojos: celos. Era obvio que, cuando Elena y yo nos miramos a los ojos, Luis había notado algo especial, más allá del hecho de que yo le había salvado la vida.

A diferencia de mí, el aspecto de Luis no había cambiado. La barba le cubría sus muchas cicatrices de viruela, pero sus ojos traicionaban la dureza de su alma negra.

Fui consumido por la furia frente a los asesinatos trágicos de las personas que yo amaba, pero eso no me llevó a sentir animosidad hacia el mundo entero. Me pregunté qué recovecos del destino, qué decepciones habían hecho que aquel descendiente de riqueza y poder se manchara las manos con robos. Conocía las historias de su necesidad de involucrarse en negocios. Es cierto, su padre había dilapidado la fortuna de la familia. Si Luis no hubiera podido amasar la propia, habría tenido que vender su título y contraer matrimonio con la hija de un hombre rico y obtener su dote, en lugar de casarse y entrar a formar parte de la familia del virrey.

¿Qué había hecho que Elena cambiara de idea con respecto a entrar en un convento? Sospeché que aquel cambio de planes tenía algo que ver con la petición de Elena a su tío en mi beneficio. En un convento ella estaría a salvo del monstruo, y a mí me quedaría la posibilidad de soñar con sacarla de allí. Ay, mi nuevo disfraz de caballero español la había apartado incluso más de mí y la había arrojado en brazos de un villano.

Don Diego Vélez de Maldonado era un hombre bajo, no más alto que Elena, pero compensaba su pequeña estatura con una arrogancia aristocrática y una mirada firme y dominante. Llevaba el bigote y la barba cortos, y el pelo casi tan rapado como el de un monje. Gobernaba como un rey tierras salvajes tan extensas como media docena de países europeos juntos. Aunque se sabía que tenía amantes, el virrey era viudo y sin hijos. Y había criado a Elena como si fuera su propia hija.

Después de las presentaciones de rigor, el virrey rodeó su escritorio dorado para preguntarme por el estado de mi herida.

—Don Carlos, su intrepidez y su coraje fueron de gran nobleza. Si en Veracruz hubiera habido una docena de hombres como usted, todo el ejército pirata habría sido derrotado rápidamente.

—Estoy seguro de que aquella mañana hubo actos más importantes de valentía, su excelencia. De hecho, si su sobrina no hubiera apuñalado al hombre que estaba a punto de cortarme la cabeza, yo estaría enterrado en Veracruz en lugar de estar hoy de pie frente a usted.

—En realidad, la codicia fue lo que despojó a nuestros soldados de sus armas. Y, en cuanto a mi sobrina, muchas veces le he dicho que no debe llevar dagas ni mostrar conductas que son impropias de una dama. Pero, por suerte para ustedes dos, mi sobrina no presta atención a mis consejos.

—Tío, eso no es cierto. Yo presto atención a todas tus órdenes.

—Pero obedecerlas es otra cuestión, ¿no?

Elena murmuró su desacuerdo… en voz muy baja.

—Pero, por lo que sabemos, su desobediencia resultó oportuna en esa ocasión. En todo caso, la cuestión de si debe o no llevar armas pronto caerá en otras manos; estoy seguro de que don Luis lo invitará a ocupar un lugar de honor en la mesa de su boda.

—Espero ese día con impaciencia —respondí en tono monocorde.

—Quiero hablar un momento con don Carlos a solas —dijo el virrey.

Cuando Luis y Elena salieron, el virrey dejó caer su máscara de amabilidad y pasó a ser un administrador que se enfrenta a un problema.

—El hecho de que rescatara usted a Elena fue afortunado en varios aspectos. Salvó a mi sobrina de indecibles horrores y, quizá, incluso de la muerte. Los ecos de la debacle de nuestros soldados, que carecían de pólvora y proyectiles para resistir el ataque, reverberará hasta Madrid y volverá. El alcalde y el comandante del fuerte serán castigados, aunque no en la medida en que el pueblo lo reclama. Su valiente rescate de mi sobrina de alguna manera eclipsó la vergüenza de esa derrota. Ese rescate ocupaba un lugar destacado en el despacho que le envié al rey. Tan pronto él lo reciba, la noticia llegará rápidamente a su provincia natal.

Y entonces, se correría la voz hasta Madrid de que era un hombre buscado.

—Relaté la historia de su valiente hazaña con todos los elogios que se merecía. También di a entender que existía un problema de indiscreción juvenil que debía ser subsanado. Hasta que no recibamos noticias de Madrid, no sabré qué honores conferirle.

O si, en cambio, era mejor decapitarme, pensé.

—Usted, desde luego, permanecerá en la ciudad hasta que yo reciba esas noticias.

Epa, no debía abandonar la ciudad. Tendrían que pasar por lo menos seis meses hasta que en Madrid se arreglaran las cosas.

El virrey me estrechó la mano sana.

—Quiero que entienda esto, jovencito. Para mí, lo que usted hizo por mi sobrina compensa las barbaridades que pudo haber cometido en España, pero debemos movernos con lentitud y cautela para asegurarnos de que este gesto suyo borre los pecados del pasado. Si no ocurre nada nuevo, daré gracias a Dios por que lo ocurrido me haya permitido persuadir a Elena de que se case con uno de los mejores jóvenes de Nueva España.

Luis me estaba esperando cuando salí del despacho del virrey.

—Acompañaré a don Carlos a la salida —le dijo al secretario del virrey.

Mientras caminábamos, Luis me preguntó si el virrey me había ofrecido algún tipo de seguridad en lo concerniente a mis «problemas».

—Ha sido muy generoso —respondí.

—Elena me dio a entender que tal vez usted desee conocer a algunas de las mujeres que serían un excelente partido para cualquier soltero. Pocos lugares en la Tierra como nuestra ciudad pueden jactarse de tener a mujeres y caballos de excelente estirpe y hermosas proporciones. Como tal vez le dijo su propio padre, existe una gran similitud entre la manera en que uno maneja a una espléndida mujer y un espléndido corcel.

No pude reprimir una sonrisa. ¡Si Elena hubiera oído este comentario!

—Me temo que mi padre nunca comparó a mi madre con un caballo, pero quizá él no era experto en ninguna de las dos cosas; sin embargo estoy seguro de que su padre sí lo fue.

—Mi padre no es experto en nada, ni siquiera en los juegos de azar y en las bebidas con las que dilapida su vida.

La voz de Luis se había vuelto dura y llena de rencor. Y su mal genio me hizo provocarlo aún más.

—Su ofrecimiento de presentarme a las damas de su ciudad es sumamente generoso. Y en cuanto mi herida cicatrice, estaré encantado de aceptarlo. —Me detuve y me puse frente a él—. Como sabrá, señor, me enamoré de la hermosa Elena y confiaba en que ella correspondiera a ese amor. Pero me apenó saber que estaba comprometida.

La cortesía de Luis se esfumó. Por un momento de gran tensión pensé que desenvainaría su espada en el palacio del virrey, lo cual me habría complacido mucho.

—Buenos días, señor —dije con un movimiento de la cabeza y una reverencia. Di media vuelta y me alejé con la inquietante sensación de que en cualquier momento iban a clavarme una daga por la espalda.