Durante dos días no tuve noticias de De Soto, pero a la mañana del tercero me pidió que me reuniera con él. Un segundo mensaje me indicaba que me presentara en el palacio del virrey esa misma tarde.
Jaime había seguido a De Soto a la casa de Ramón de Alva poco después de que yo me hube marchado de su oficina. Todas mis sospechas se vieron confirmadas. Lo único que tenía que hacer era esperar y ver si habían mordido el anzuelo.
De Soto volvió a recibirme en su oficina y me llevó aparte para que sus empleados no nos oyeran.
—Lamento informarle de que mis colegas han declinado su ofrecimiento de unirse a nuestro negocio.
Mi decepción fue genuina.
De Soto abrió sus manos codiciosas en un gesto de frustración.
—Les aseguré que, a través de amigos comunes, podía garantizar su honestidad y su honor, pero el negocio en el que estamos involucrados es muy delicado y requiere conocer a fondo los antecedentes de cada inversor.
En otras palabras, tenían miedo de no poder confiar en mí… es decir, de no poder confiar en que yo asumiría la culpa sin crear problemas.
—Bueno, entonces tal vez en otra oportunidad… —dije.
De Soto me tocó la manga.
—Quizá usted y yo podríamos hacer algún negocio juntos.
Me costó reprimir una sonrisa.
—Mis socios en este negocio son, ¿cómo lo diría?, más solventes que yo. El año pasado compré una gran hacienda en la zona de Taxco. Pero, ay, amigo, en esa transacción se me fue todo el dinero.
—¿Qué me propone usted, don Miguel?
Sus expresivas manos volvieron a abrirse.
—Que seamos socios, socios privados. Yo le venderé a usted una parte de mi participación en ese negocio.
—Cuénteme algo más acerca de ese asunto.
—Mi buen amigo, casi no lo conozco, pero ya siento por usted un afecto fraternal. Se le presentará un informe completo y detallado del negocio. Sin embargo, debo moverme con cautela; hace sólo un par de días que nos conocemos.
—Pero, don Miguel, como usted dice, somos como hermanos.
—Bueno, sí, pero también Abel tenía un hermano. Nos reuniremos y beberemos juntos algunas veces más y llegaremos a ser buenos amigos. Doña María Luisa, mi esposa, desea que usted nos acompañe a cenar mañana por la noche. Alguien que usted conoce estará también en casa.
Ninguna sorpresa representaba para mí una perspectiva agradable, aunque la misteriosa visita fuera Elena, pero no podía rechazar esa invitación. De Soto no participaría en ningún negocio conmigo hasta que me conociera mejor.
—Será un honor para mí. Pero, por favor, dígame qué conocido mío asistirá también. Quiero creer que no será mi suegro, el criador de cerdos.
Él rió.
—Si ese señor llega a presentarse en Nueva España, lo meteremos dentro de una vejiga de sus propios cerdos y lo enviaremos de vuelta a España. No, se trata del viejo amigo de su padre, don Silvestre Hurtado.
Noté que una tumba se abría bajo mis pies. Y mi semblante reveló la consternación que sentía.
De Soto me palmeó la espalda.
—Había olvidado que don Silvestre vive aquí, ¿verdad? Por supuesto, usted era apenas un muchacho cuando él abandonó España. ¿Qué edad debía de tener, diecisiete o dieciocho años?
—Sí, más o menos esa edad.
—No se preocupe, amigo. Hablé con don Silvestre y esas cuestiones acerca de las cuales su padre le escribió a él son nuestro secreto. Fue muy astuto por su parte explicar que su fortuna era fruto de la dote de la hija de un criador de cerdos. —Hizo un gesto de coserse los labios—. Mis labios están sellados, amigo. El asunto es muy serio, pero basta de hablar de dinero… —Se encogió de hombros—. Después de que hagamos negocios, usted podrá evitar el arresto devolviendo el dinero. Y podrá devolverle a la muchacha su honor robado o, al menos, permitir que ella y la criatura vivan con más comodidades.
Me despedí de De Soto después de prometerle que iría a su casa el sábado. Hoy era jueves, así que todavía tenía un día de vida antes de que una multitud enloquecida me hiciera pedazos por ser un impostor. No tenía la menor idea de a qué se refería De Soto. ¿Secretos? ¿Dote? ¿El honor robado a una muchacha? ¡Ay de mí!
Jaime, el lépero, estaba acurrucado cuando salí a la calle, y lo llamé por señas.
—Más tarde necesitaré tu ayuda. Ven a verme a la posada cuando oscurezca.
—Sí, señor. Ahora necesito un pago adicional porque mi madre está muy enferma.
—Tú no tienes madre. Fuiste engendrado por el diablo —re puse, y le arrojé un real a aquel mentiroso—. Llévame hasta un hechicero indio que vende pociones.
Me miró e hizo una mueca.
—¿Necesita una poción de amor?
—Necesito algo que calme las aguas tempestuosas.
¡Ay de mí! Conque un viejo amigo de la familia, ¿eh? De Soto me dijo que el viejo vivía con su hija, que era medio ciego y llevaba un monóculo para ver mejor. Mi primera reacción instintiva fue contratar a unos matones para que le rompieran el monóculo, pero aunque estuviera medio ciego se daría cuenta de que yo no era el hijo de su amigo. Incluso pensé en hacer matar al viejo o, al menos, en que le dieran una buena paliza que lo dejara inconsciente. Por desgracia, no tenía tiempo suficiente ni estómago para ello. El viejo era sólo el principio de mis problemas. ¿Qué maldades habría cometido don Carlos, el verdadero dueño del nombre que yo llevaba? ¿Evitar el arresto? ¿Devolver el dinero y reparar el honor de la muchacha? ¿Proporcionarles más comodidades a ella y a su hijo?
En mis dos conversaciones con Miguel de Soto ya había descubierto que los secretos brotaban de su boca como agua por encima de una represa. A esas alturas, probablemente toda la ciudad sabría que mi versión de la dote de la hija del criador de cerdos no era más que una fachada para ocultar vilezas.
¡Por Dios! ¿Por qué no había conservado mi identidad, como había planeado al principio? Había asumido la identidad de un villano. Al parecer, un ladrón y un corruptor de mujeres. Y pensar que había trabajado con ahínco durante toda mi vida para despojarme de mi personalidad de ladrón y convertirme en un caballero. ¡Y ahora el círculo se había completado y era un caballero y un ladrón!
¿Qué había dicho fray Antonio acerca de esas personas extrañas que viven en la tierra de los elefantes y los tigres, los hindúes? Que las malas acciones de una vida pasada determinan la fortuna o la miseria del presente. Que nuestras muchas vidas formaban un círculo y que las malas acciones con el tiempo vuelven a nosotros en el mismo punto o en uno peor.
Regresé a la posada para descansar antes de mi reunión con el virrey. Elena ya debía de estar de vuelta en la ciudad. ¿Se habría enterado ya del cuento de la hija del criador de cochinos? Yo le había expresado mi preocupación por «mi esposa y mi hijo», y ahora sabría que no sólo le había mentido con respecto a mi historia, sino que era un sinvergüenza que trataba con crueldad a las mujeres.
Quería evitar ser un héroe, quería entrar sigilosamente en la ciudad. Y ahora estaría en boca de todos, y los caballeros y las damas discutirían acerca de si se me debería elogiar o si habría que ahorcarme. Algo también me dijo que las miserias que se me iban acumulando encima no serían las últimas.
Cuando llegué a la posada, el dueño me dio una noticia todavía más sorprendente:
—Ha llegado su hermano. Lo espera en su habitación.
Le di las gracias. Mientras me dirigía a la escalera, mis pies se movían en línea recta pero mi mente me gritaba que huyera. Primero, un viejo amigo de la familia. Ahora, el hermano de don Carlos. ¿Acaso la totalidad de su familia, toda la provincia, se había mudado a Nueva España?
Una vez en el pasillo del piso superior, desenvainé la espada. No deseaba derramar sangre desconocida, pero no me quedaba otra alternativa. Si no mataba al hermano, sonaría la alarma y no podría cruzar las calzadas elevadas antes de que los soldados del virrey me apresaran.
Traté de serenarme un poco y respiré hondo. Después abrí la puerta de mi habitación con la espada lista.
Un hombre tuerto levantó la vista desde la cama mientras bebía de un odre de vino y disfrutaba de la mulata que yo había rechazado.
—Eh, Bastardo, baja esa espada. ¿Acaso no te enseñé que como espadachín eras hombre muerto?