CIENTO CATORCE

—Señor, señor, ¿puede oírme?

¿Era la voz de un ángel… o de una sirena? Una de esas criaturas mitad mujer que seducían a los marineros con la dulzura de su canto. La pregunta desfiló por mi mente, mientras vacilaba entre la luz y la oscuridad. Cuando la luz volvió a iluminar mi mente, me di cuenta de que todavía estaba sentado en el asiento del conductor del carruaje. Elena había subido y se había sentado junto a mí.

—Estoy tratando de detener la hemorragia —dijo. Yo tenía un trozo de tela blanca de lino, empapado en sangre, atado alrededor del brazo, y ella estaba rompiendo otro de su enagua.

Mi mente seguía un poco embotada, pero mi experiencia médica salió a relucir.

—Póngamela alrededor de la herida —le dije—. Coja algo, el mango de uno de sus peines por ejemplo, insértelo en la venda y hágala girar como un torniquete para que me apriete el brazo.

Después de hacerlo, Elena levantó la vista y su mirada se encontró con la mía; eran los ojos de mi ángel personal. Una vez más, la oscuridad parecía acosarme. En medio de una nebulosa, estuve seguro de oír ruido de cascos de caballos y de notar que el carruaje se balanceaba.

Cuando la luz volvió a mis ojos y las cosas tomaron forma, descubrí que Elena seguía junto a mí; sostenía las riendas, y los caballos lentamente tiraban del carruaje. Qué curioso —pensé—, nunca había visto a una mujer manejar las riendas de un vehículo y por un momento me pregunté si no estaría soñando de nuevo. Pero ¡no! ¡Aquella mujer no sólo sabía leer y escribir, sino que además creaba poemas y obras de teatro!

—¿Y que también apuñalaba a un pirata con su daga?

—¿Qué ha dicho? —preguntó ella.

Yo no me había dado cuenta de que lo había pronunciado en voz alta.

—Yo… me preguntaba de dónde había sacado usted la daga que me salvó la vida.

—Un amigo me dijo que las prostitutas siempre llevan una daga para defenderse. Y no veo por qué una prostituta habría de estar mejor protegida que una dama.

Tiró de las riendas y les habló con suavidad a los caballos, ordenándoles que se detuvieran.

—¿Dónde estamos? —pregunté.

—A una o quizá dos leguas de la ciudad. Durante la última hora no ha hecho más que entrar y salir de la inconsciencia.

A una hora más de trayecto hay una hacienda de caña de azúcar propiedad de un conocido mío. El camino es lo suficientemente llano para las ruedas del carruaje. Iremos allí en busca de refugio y para que su herida pueda sanar.

Yo seguía sintiéndome débil y el dolor del brazo era muy intenso. Aflojé el torniquete que ella había hecho sobre la herida y oprimí la venda que la cubría.

—Hay que cauterizar esa herida con aceite caliente —dijo.

—No, el aceite le hace incluso más daño a la piel —repuse—. Un médico francés, el doctor Paré, lo demostró. Si la hemorragia no cesa, entonces hace falta suturar las venas que pierden sangre.

—¿Usted es médico?

—No, aunque tengo algunos conocimientos de medicina. Mi fa… mi tío era médico y de vez en cuando yo lo ayudaba.

Me escrutó un buen rato con una mirada que me abarcó por completo.

—¿Nos conocemos? ¿Tal vez de la Ciudad de México? ¿De alguna recepción?

—No. Acabo de llegar por primera vez a Nueva España en el barco aviso. Pero le doy gracias a Dios por permitirme haberla conocido.

—Qué extraño…

—¿Cree conocerme? Quizá me confunde con alguien que se parece a mí.

—Su cara me resulta familiar, pero no sé muy bien por qué. Además, se dirigió a mí por mi nombre.

Por suerte, Elena se había girado para tirar de las riendas, porque de lo contrario habría visto la expresión de estupor de mi cara. Me controlé y le sonreí cuando volvió a mirarme.

—Alguien gritó su nombre cerca de la posada cuando esos hombres querían sacarla del carruaje.

—Entonces alguien debe de haberme reconocido.

—¿Vive en Veracruz?

—No, en México. Estaba visitando a unos amigos.

—Su marido está en Veracruz…

—No estoy casada. —Permaneció callada un momento—. Por su cara veo que se pregunta por qué no me he casado cuando ya ha pasado la edad en que la mayoría de las mujeres contraen matrimonio. Mi tío quiere que me case, pero yo todavía no sé si casarme con un hombre o con Dios.

—¿Quiere decir que está pensando en hacerse monja?

—Sí. Estoy en conversaciones con la priora de las hermanas de la Merced.

—¡No!

—¿Señor?

—Quiero decir, bueno, que no me parece que deba entrar en un convento. Hay tantas cosas en la vida…

—La espiritualidad del convento es algo que nunca encontraría en el matrimonio.

Casi se me escapó que ella podía escribir obras de teatro y poemas fuera de un claustro, pero me contuve. No podía revelarle que la conocía. Confesarle mi verdadera identidad no me serviría de nada. Tampoco la ausencia de un marido era un motivo para alegrarme. Ella seguía siendo la hija de una gran casa de España y sólo podía casarse con un igual. Había pocos nobles en toda Nueva España; Luis era uno de ellos. Mi intuición me dijo que Elena preferiría entrar en un convento que casarse con él.

Una vez más, ella me exploró el alma con la mirada.

—Señor, no sé por qué ha arriesgado su vida para salvarme, pero lo cierto es que, por razones que sólo usted y Dios conocen, no he sido violada y estoy viva. Mi tío, el virrey, le estará muy agradecido.

Don Diego Vélez había sido nombrado virrey un año antes, cuando yo estaba en Sevilla. Ramón de Alva estaba estrechamente relacionado no sólo con Luis, sino también con don Diego. Teniendo en cuenta la manera en que los servicios y los cargos gubernamentales se compraban y se vendían, lo más probable era que don Diego estuviera involucrado en la debacle del túnel. De ser así, hundir a De Alva y a Luis destruiría también a Elena.

—¿Su dolor ha empeorado, señor? Lo noto en sus facciones.

—No, señorita. Sólo que por un momento recordé a una persona amiga y me entristecí.

Ella sonrió.

—Entiendo. Usted dejó atrás, en la Península, un pedazo de su corazón. Espero, señor, que no haya hecho lo mismo que muchos hombres que vienen a las colonias; que no la haya dejado con el corazón destrozado.

—Puedo asegurarle, señorita, que fue a mí a quien le rompieron el corazón.

—Tal vez ahora que somos amigos podríamos ser menos formales, tutearnos y usar nuestros nombres de pila. El mío, como sabes, es Elena…

¡Ay de mí! Podría haber dado todo el oro de la cristiandad para decirle que mi nombre era Cristo el Bastardo; que la amaba desde el momento en que la vi por primera vez casi doce años antes, en una calle de Veracruz. Pero a quien ella llevaba a la hacienda de caña de azúcar era a «don Carlos», un joven hidalgo.

Volví a desmayarme en el trayecto y tuvieron que pasar varios días antes de estar en condiciones de viajar. Durante casi todo ese tiempo, Elena, con la ayuda de la esposa del mayordomo, me curó la herida.

Después de la enorme emoción que sentí al verla, me había vuelto callado y adusto. Ella lo tomó como una reacción natural a causa de mis heridas. Pero mis heridas eran mucho más profundas. Había regresado a Nueva España para vengarme. Hasta que vi a Elena no había pensado en cómo podría afectarla esa venganza ni en cómo el hecho de verla podría alejarme de mi camino.

Durante los días que me cuidó, la relación entre Elena y yo se hizo más cercana. Para escándalo de la esposa del mayordomo, Elena insistió en ponerme compresas húmedas y frías en la cabeza y en el pecho desnudo cuando mi fiebre aumentaba. Y cuando me sentía débil, pero consciente, ella permanecía sentada junto a mi cama y me leía poesía. Ninguna mujer bien nacida y soltera habría hecho ninguna de esas dos cosas.

Me di cuenta de que la esposa del mayordomo había notado la relación cada vez más estrecha que había entre Elena y yo. Si el virrey llegaba a enterarse de que yo la cortejaba, no se sentiría nada complacido. En lugar de elogiarme como un héroe, examinaría mis antecedentes con la lupa de un joyero y, por desgracia, mi historia pasada no resistiría ese escrutinio. Ay, además estaba Luis. Sus celos también podían poner en peligro mí nueva vida.

Finalmente comprendí que mi amor por Elena sólo podía terminar en una tragedia para ambos. Resolví poner fin a mi amistad con ella de una manera radical, que no alentara ningún contacto adicional. Mi lengua mentirosa de lépero me vendría bien para ello.

—Elena —dije, cuando ella me trajo la cena personalmente porque no quería permitir que lo hiciera una criada—, algo me pesa en la conciencia.

—¿Qué es, Carlos? ¿Vas a decirme que detestas la manera en que todas las noches te leo poesía?

—Un ángel no podría hacerlo con más elocuencia que tú. —No le mencioné que había reconocido algunos de los poemas como suyos—. No, esto tiene que ver con otro asunto. Porque hace poco estuve cerca de la muerte… el cruce del océano, el ataque de los piratas, la fiebre, todo me parece una premonición terrible. Hay decisiones que no puedo seguir postergando.

—¿Hay algo que pueda hacer por ti?

—Sí. Necesito tu consejo. ¿Debería traer ahora aquí a mi esposa y a mi hijo, o sería mejor hacerlo más adelante?

Deliberadamente bajé la vista al pronunciar esa mentira. No quería que ella me viera la cara y tampoco yo deseaba ver la suya.

Logré farfullar el resto de las mentiras. Había dejado atrás a mi familia para buscar fortuna en el Nuevo Mundo, pero ya los echaba demasiado de menos. Muy pronto simulé adormilarme para que mi voz no le revelara mi angustia.

Al día siguiente ella regresó a Veracruz en el carruaje. Se había corrido la voz de que los piratas se habían marchado después de saquear la ciudad y de que los soldados del alcalde tenían controlada nuevamente la situación. También nos enteramos de la razón por la que la ciudad había sido una presa tan fácil de los piratas. Cuando se produjo el ataque, a la mayoría de los soldados les faltaba suficiente polvo negro y balas de mosquete para resistir. El hecho de que el comandante del fuerte no hubiera reconocido antes que no se trataba de la flota del tesoro sino de barcos piratas y la facilidad con que los piratas habían diezmado a las tropas del fuerte al robarles las chalupas fueron también factores que contribuyeron al desastre.

—Tanto el alcalde como el comandante del fuerte fueron arrestados —me informó el mayordomo de la hacienda antes de partir hacia Veracruz con Elena.

Deliberadamente había fingido necesitar más tiempo de convalecencia para evitar acompañarla. Elena pensaba que yo debería ser trasladado a la capital en una litera tirada por mulas cuando ella regresara acompañada por una tropa de soldados. Pero en realidad lo que necesitaba era llegar a la Ciudad de México solo.

—El alcalde y el comandante del fuerte tendrán suerte si logran llegar a la capital para ser juzgados —dijo el mayordomo—. Es una vergüenza. La gente está furiosa. El dinero para la protección de la ciudad fue a parar a sus bolsillos. Tenemos el mejor ejército del mundo. España domina el mundo. ¿Cómo pudo pasar algo así?

Pues sucedió, pensé, agotado, porque el alcalde y el comandante del fuerte le compraron sus cargos al rey. Ellos pagaron por el derecho de malversar los fondos de la ciudad, incluyendo el dinero de los impuestos destinado a la compra de proyectiles para los mosquetes. El rey, a su vez, usaba esos sobornos para librar guerras en Europa. Todo estaba amañado, todo había sido acordado de antemano. Nadie era ingenuo.

Pero no dije nada.

Ahora Elena planeaba que yo entrara triunfalmente en la ciudad montado a caballo, donde ella organizaría una bienvenida para el héroe digna de Aquiles y de Ulises, todo lo cual atraería más atención a mi historia falsa y también generaría rivalidades que yo no podía permitirme el lujo de tener.

En cuanto el mayordomo regresó de acompañarla a Veracruz, lo convencí de que me vendiera un caballo.

—Me ayudará a recuperar fuerzas para poder viajar a la Ciudad de México como un caballero en lugar de hacerlo en una litera como una vieja.

Montado, pues, en un caballo, partí a la Ciudad de México, adonde planeaba llegar una semana antes que Elena.