La experiencia en Sevilla resultó muy instructiva. Incluso aprendí a intuir, en los pasos de los criados, el carácter de sus señores. Pero mi corazón echaba de menos Nueva España. Ya había renunciado al sueño de que Elena sería mía algún día. Igual que Calixto y Melibea, nosotros no podríamos hacer frente al destino y a las costumbres. Ella se casaría con Luis, tendría hijos con él, pero nunca haría realidad su sueño de ser poeta y escritora de obras de teatro. Bien sujeta en el puño cerrado de Luis, Elena lentamente se marchitaría y se transformaría en una vieja seca cuyos sueños se habían evaporado.
Con un poco de suerte, yo conseguiría convertirla en viuda.
A veces iba al muelle y miraba cómo llegaban y zarpaban los barcos. Iban a diferentes partes del Imperio español, distribuido en los cuatro rincones del mundo, pero, para mí, todos se dirigían a Veracruz.
Esa obsesión mía era tan fuerte que Ana comenzó a quejarse de que yo no era divertido; me decía que no me acercara a ella hasta que aprendiera a reír de nuevo. Yo sospeché que el conde italiano que la cortejaba tenía más que ver con sus comentarios que mi estado de ánimo.
Mi deseo de volver a México se acrecentó aún más cuando un nombre conocido se convirtió en la comidilla de toda Sevilla: Catalina de Erauso, la mujer hombre que había escapado de un convento y se había convertido en soldado del rey.
Al oír anécdotas suyas en cantinas y teatros separé mentalmente algunos de los hechos de la ficción. Si bien los soldados contaban increíbles hazañas de Catalina como alférez del ejército y de sus muchos duelos y aventuras, omitían el hecho de que había capitaneado un grupo de bandidos que robaba la plata del rey y de que llevaba ropa de hombre para seducir a las mujeres.
Catalina pasó por Sevilla para presentarse frente al rey en Madrid. Él le había asignado una pensión y la hizo comparecer frente a la corte en su carácter de heroína del Imperio español. Catalina pensaba volver aquí para embarcarse hacia Italia, donde sería recibida por el papa. Le envié una nota a la posada donde se alojaba, en la que le preguntaba si ya había gastado toda la plata que había robado en Zacatecas.
Ella no sabría quién era el autor de esa nota hasta que estuviera frente a mí. Aunque me reconociera, no me preocupaba que me denunciara a los funcionarios del rey como un esclavo fugitivo de las minas. Si bien era capaz de clavarme un cuchillo por la espalda si se le presentaba la oportunidad, no desearía que me interrogaran acerca de mis actividades en Nueva España por miedo a que se descubrieran sus propios actos delictivos.
Respondió a mi mensaje diciendo que me esperaría en su posada. Yo debía tener un carruaje a mi disposición y, por supuesto, los gastos correrían de mi cuenta. ¿Acaso aquella mujer hombre había olvidado que una vez trató de asesinarme?
Catalina salió de la posada con un hábito de monja, pero a mí no me engañó. En primer lugar, yo nunca había conocido a una monja con la cara llena de cicatrices, la nariz roja por muchos años de beber alcohol y tantas veces rota que parecía un nudillo aplastado. Las monjas que había conocido tenían, en general, todos sus dientes delanteros; sus ojos, fijos en la Eternidad, y un aspecto de beatífica serenidad. Y esa monja tenía la mirada de un perro especializado en matar ovejas.
«Si tú eres una esposa de Cristo —murmuré para mí—, yo soy el papa de Roma».
Catalina no me reconoció cuando me presenté frente a ella en la puerta de la posada. Habían pasado demasiados años, demasiadas vidas como para que ella me identificara como el chiquillo mestizo que había robado un templo para ella. Y sólo me miró un instante cuando la vi por la ventana de la posada. En mi opinión, no corría ningún riesgo al hacerle preguntas sobre Luis, pero en cambio tenía mucho que ganar.
—Necesito cierta información con respecto a Luis de la Cerda. Mi hermano te vio cuando te reuniste con él hace poco en Nueva España. Pillaste a mi hermano mirando por la ventana de una posada en la tierra de la plata.
Vi el bulto de una daga larga debajo de su hábito. Ella me miró sin revelar ninguna emoción, pero noté que sus ojos se entrecerraban un poco. Sin duda en su mente revoloteaba la idea de cortarme el cuello.
—El hombre que me vio a través de aquella ventana fue arrestado por la Inquisición.
—Arrestado y enviado a las minas, donde murió. Él me habló de ti y de Luis antes de morir.
—Pero, por lo visto, su hermano parece haber prosperado.
—Dios protege a los Suyos —dije, modestamente—, y los recompensa. —Saqué una bolsa llena de ducados de oro—. Quiero que me hables de los robos de la plata. Quiero saber cómo te relacionaste con Luis y el nombre de todas las personas con quienes estuviste involucrada.
—¿Por qué habría de decirte nada? ¿Por un poco de oro? Lo obtendría como recompensa si te entregara al Santo Oficio.
—Obtendrías más que una recompensa. Me pregunto cómo te recibiría el papa si supiera que te acuestas con mujeres.
Sus ojos entrecerrados se abrieron ahora de par en par por la sorpresa. Todavía no me había identificado como el muchacho mestizo que robaba en los templos. Yo no quería que me reconociera, pero necesitaba asustarla.
—¿Y el rey? ¿Me ofrecería una pensión o el nudo corredizo de un verdugo si le informara de que no sólo robaste su plata sino también tumbas antiguas?
Su semblante no pudo seguir manteniendo aquella expresión estoica. Sus labios se retorcieron en una mueca de desprecio feroz.
—Un hombre al que le han cortado la lengua no puede decir nada de eso.
Reí por lo bajo.
—Hermana, esos pensamientos impuros no pueden salir de sus labios sacrosantos. —Me volví y señalé a dos hombres que nos seguían en un carro.
—Por lo visto, has contratado a dos criminales para que me asesinen. ¿Ves a los cuatro hombres con uniforme del rey montados a caballo detrás de ellos?
Agité la mano hacia ellos, que se adelantaron y detuvieron el carro. Cuando volví a mirar a Catalina, los soldados sacaban a los hombres a rastras del carro. La mano derecha de ella estaba oculta en los pliegues de su hábito.
Le arrojé la bolsa con el oro.
—Guarda tu daga. Otra bolsa como ésta será tuya si me proporcionas la información que te he pedido.
Su mente empezó a funcionar como la de un perro con pocas luces y dientes afilados. Su primera reacción fue la de arrancarme la piel con los dientes. Sólo después de que eso pasó, su mente evaluó la situación.
—¿Por qué quieres esa información?
—Para vengarme de los que mataron a mí hermano.
Una lucha sangrienta era una circunstancia simple y honorable que cualquier español comprendería.
Catalina me sonrió. Durante el viaje desde el Nuevo Mundo los marineros habían sacado del mar a un hombre cuya sonrisa era como una mueca que dejaba al descubierto unos dientes afilados. Catalina, aun simulando ser cordial, tenía esa misma mueca filosa.
—Tal vez el buen Dios me ayudará a recordar los días en que ayudaba a transportar la plata del rey, pero en este momento tengo una necesidad más apremiante.
Le dio instrucciones al conductor de que nos llevara a uno de los callejones que quedaban de la época en que Sevilla era una ciudad morisca.
—¿Por qué nos dirigimos allí? —pregunté.
—Alguien que conozco se ha enamorado de una viuda que se siente muy sola. Pero ella necesita cierto aliento para consumar esa relación.
No necesitaba las cenizas de un búho para adivinar que la persona enamorada de la viuda solitaria era la propia Catalina.
—¿Qué clase de aliento le darás?
—Una poción de amor.
Ecos de Flor Serpiente.
Por las angostas calles donde estaba ubicada la tienda de la hechicera de los enamorados no cabía nuestro carruaje, así que tuvimos que hacer el resto del trayecto a pie. El conductor se sobresaltó al ver a Catalina. Una monja había subido al carruaje y, ahora, descendía de él un caballero bajo y fornido. Le dije al conductor que nos esperara y dejamos el hábito de monja sobre el asiento.
La hechicera de los enamorados era una mujer mayor y sombría, que prometía misterios oscuros y secretos esotéricos. Su pequeña tienda, con fuerte olor a incienso y repleta de frascos de alquimista llenos de cosas innombrables, podría haber parecido intimidante, al menos de acuerdo con los estándares de Sevilla, pero, en comparación con las hechiceras aztecas de la misma especialidad, que cortaban alegremente trozos de penes, ella era tan inocente como un bebé.
Por conversaciones oídas en el teatro, sabía que la magia del amor hacía furor en España y era practicada abiertamente sin interferencia de la Inquisición.
Catalina, que se identificó como don Pepito, le explicó el problema de la viuda solitaria. El oro pasó rápidamente de mano, incluso una de las monedas de la bolsa que yo le había dado a «don Pepito», y la hechicera en seguida le explicó la manera de encantar a la viuda.
—Es posible que tenga que probar diferentes conjuros —dijo—, porque las personas reaccionan de manera distinta. El método que tiene más éxito con las viudas es la mecha de lámpara de aceite encantada.
Explicó que el hombre debía «tomar» un poco de su semen. Supuse que después de estimularse. Reprimí una sonrisa detrás de mi mano; a Catalina no iba a gustarle ese remedio.
La mecha de la lámpara debía mojarse en el semen y arder en presencia de la viuda.
—Cuando ella aspire su esencia masculina, sentirá un deseo incontrolable e instantáneo mientras usted invoca el sagrado…
—No me gusta ese conjuro. Déme otro.
Entonces la hechicera extendió la mano reclamando otra moneda de oro.
—Cuando esté en presencia de la viuda, sin que ella vea lo que usted está haciendo, métase la mano en el pantalón y arránquese vello púbico mientras recita: «Ven a mí, caliente como un horno, mojada como…».
Abandonamos a la hechicera con varias monedas de oro menos, pero con Catalina armada con un conjuro.
Catalina me habló entonces de su participación en los robos de la plata.
—Fui arrestada por un delito menor y sentenciada a la horca-dijo.
No pregunté qué clase de delito «menor» podía terminar en una sentencia de muerte.
—En vez de enviarme a la cárcel, el condestable me vendió a un hombre que, en lugar de asignarme un trabajo honesto, me ofreció un empleo delictivo.
—¿Quién era ese hombre?
Ella no lo sabía.
—Descríbemelo.
Catalina lo hizo y estuve seguro de que no se trataba de Ramón de Alva. No le mencioné su nombre; si ella me traicionaba, no querría que las personas de quienes pensaba vengarme estuvieran al corriente de mis planes.
—El delito que me obligaron a cometer fue robar las caravanas de plata. Un mensajero de la Casa de la Moneda me traería el plan de los embarques y yo mentiría y esperaría a mis camaradas.
—¿Con quién más te pusiste en contacto?
—Con el hombre con el que tú hermano me vio en la cantina. Su nombre es Luis. Eso es todo lo que sé de él.
—No te has ganado la segunda bolsa de oro. Necesito más información.
—¿Quieres que te mienta?
—Lo que quiero es que escarbes en tu memoria y me digas más acerca de ese hombre llamado Luis. Quiero saber si alguna vez lo viste con el hombre que le pagó al condestable por tu libertad.
Ella reflexionó un momento.
—No, nunca los vi juntos. —Calló y me miró—. Mi memoria comienza a despertar. Si me das esa segunda bolsa de oro te diré el nombre de la persona que compró mi libertad.
Le di la bolsa.
—Miguel de Soto.
El mismo que compraba y vendía hombres para el proyecto del túnel. El cuñado de Ramón de Alva.
Catalina se alejó de prisa de mí, tal vez para arrancarse el vello púbico para la viuda, pero no me molesté en llamarla de vuelta. Acababa de establecer una conexión entre Luis, De Alva, los robos de la plata y el proyecto del túnel. Sin embargo, no eran pruebas que pudiera presentar a las autoridades. Con mis pecados, reales e imaginarios, no podría haberlo hecho aunque hubiera tenido a Dios por testigo.
Pensé en la pequeña Juana, desnuda sobre el potro, siendo examinada por demonios vestidos de cura, y en el valiente don Julio, que marchaba hacia su horrible muerte.
Había llegado el momento de regresar a Nueva España.
Mateo no estaba en la ciudad. Sabía que se sentía feliz de encontrarse una vez más en España, entre los suyos. No lo molestaría, pero le dejaría un mensaje a Ana para que ella se lo diera de mi parte. Echaría de menos a mi compadre, pero en el gran círculo de mi vida tal vez volveríamos a encontrarnos.
Me había enterado de que uno de los barcos rápidos que navegan por el Caribe zarparía pronto hacia Cuba. Desde allí conseguiría un pasaje a Veracruz.