CIENTO ONCE

El entusiasmo de Ana por el teatro, por las fiestas y por hacer el amor era inagotable, y ella me mantenía ocupado con esas tres cosas. Lo único que yo deploraba era lo poco que veía a Mateo. Al principio, su nombre estaba en boca de todos. Las historias de un caballero que había regresado del Nuevo Mundo con los bolsillos llenos de oro lo convirtieron en seguida en una leyenda. ¡Las anécdotas que contaban de él! Oí decir que Mateo había descubierto la isla perdida de California, donde la reina Amazona está sentada en un trono de oro, con los pies apoyados en los cráneos de los hombres que tuvieron la mala suerte de que sus naves encallaran en sus orillas. Pero la historia más increíble fue la de que él había descubierto las Siete Ciudades Doradas de Cíbola mientras exploraba los desiertos al norte del río Bravo.

Ana me expresó su curiosidad acerca de esas ciudades fabulosas y yo le conté su historia.

Después de saquear a los aztecas y a los incas, los conquistadores buscaron más conquistas doradas. En 1528, una partida de españoles desembarcó en la península que tiempo antes Juan Ponce de León había bautizado como la Florida, cuando buscaba la fuente de la juventud. Álvaro Núñez Cabeza de Vaca era uno de ellos. Ese hombre, con un nombre tan extraño, y un esclavo africano llamado Esteban se encontraban entre los sesenta hombres que naufragaron en las costas de la Florida. Núñez, Esteban y otros dos hombres viajaron durante ocho años por el continente, a lo largo de más de mil leguas, hacia una zona más al norte de las zonas con asentamientos de Nueva España. Allí, en una tierra desértica más allá del río Bravo, cerca del actual asentamiento de Santa Fe, aseguraron haber visto a lo lejos siete ciudades doradas. Las expediciones que partieron en busca de esas ciudades, incluyendo una comandada por Francisco Vázquez de Coronado, no lograron hallar nada aparte de algunos pueblos indios pobres.

Pero Mateo había encontrado las siete ciudades, ¿no es así?

Yo esperaba que Mateo se involucrara a fondo en la escena teatral de Sevilla, pero aunque alguna vez lo encontré asistiendo a las funciones, él estaba por completo concentrado en otra de sus empresas favoritas.

—Mateo mantiene relaciones con una duquesa —me contó Ana—, una prima del rey.

—¿Está casada?

—Por supuesto. Su marido es el duque, y en este momento se encuentra en los Países Bajos pasando revista al ejército. La duquesa se siente muy sola y le exige a Mateo todo su tiempo y energía. Mateo cree que, por primera vez en su vida, está realmente enamorado.

—¿En España hay alguien que esté casado y no tenga un amante?

Ana lo pensó un momento.

—Sólo los pobres.

En varias ocasiones Ana había hecho referencias crípticas acerca del pasado sombrío de Mateo. Durante una conversación sobre una obra de Miguel de Cervantes, Ana arrojó un poco más de luz con respecto a la vida de Mateo. Y, en definitiva, logré arrancarle secretos que me sorprendieron muchísimo y modificaron la imagen que yo tenía de mi amigo.

Yo conocía una pequeña parte de su pasado, y sabía que le tenía mucho rencor a Cervantes. Sin embargo, su odio hacia él estaba relacionado con algo más profundo. Ana me explicó la animadversión de Mateo por don Miguel mientras viajábamos en su carruaje hacia el teatro.

—Cuando Mateo conoció a Cervantes, él era muy joven, y Cervantes, bastante viejo. Supongo que estás familiarizado con la historia del autor de Don Quijote.

Ana, que parecía saberlo todo acerca de la literatura española desde la época de los romanos, me ilustró al respecto. Cervantes había nacido en circunstancias razonablemente humildes. Era el cuarto de siete hijos y su padre era un barbero cirujano que ponía huesos en su lugar, realizaba sangrías y atendía problemas médicos menores. El joven Cervantes no asistió a la universidad, sino que fue educado por los sacerdotes.

Después de conocer el servicio militar de Cervantes me sorprendió que Mateo no le tuviera más respeto. Los dos habían servido en Italia y habían luchado contra los turcos. Cervantes fue soldado en un regimiento de infantería apostado en Nápoles, una posesión de la corona española, y sirvió en la flota comandada por don Juan de Austria, cuando derrotó a la flota turca en la batalla de Lepanto, cerca de Corinto. A pesar de tener mucha fiebre, Cervantes no quiso permanecer en el camarote. Una vez en cubierta, recibió dos heridas de bala en el pecho y una tercera le inutilizó la mano izquierda para el resto de su vida. Más tarde luchó en Túnez y en La Goleta. Enviado de vuelta a España, lo recomendaron para nombrarlo capitán, y los corsarios bárbaros capturaron su barco y se llevaron a Cervantes y a su hermano Rodrigo. Fueron vendidos como esclavos en Argel, el centro musulmán para el tráfico de esclavos cristianos. Lamentablemente para Cervantes, las cartas de recomendación aumentaron su importancia a los ojos de sus captores. Pero si bien esas cartas elevaron el precio de su rescate, también lo protegieron de la muerte, la mutilación o la tortura cuando sus cuatro intentos de fuga se vieron frustrados.

Cinco años de cautiverio bajo el bey de Argel, cuatro intentos heroicos de fuga, su resonante éxito en batalla, todo eso no le sirvió de nada. Cuando regresó, descubrió que el príncipe don Juan de Austria había muerto y había perdido todo favor frente al rey. Es decir, que las recomendaciones para su ascenso ya no valían nada.

Cervantes encontró un empleo monótono. Una aventura con una mujer casada tuvo como resultado una hija ilegítima, que él mismo crió. Se casó con la hija de un granjero, veinte años menor que él. La muchacha tenía una pequeña propiedad en La Mancha. Mientras visitaba esa región, concibió su primera obra de ficción publicada: La Galatea, un romance de género pastoril. Habrían de pasar otros veinte años para que, a la edad de cincuenta y ocho, se publicara su obra maestra: Don Quijote de la Mancha. A lo largo de esos veinte años escribió poesía, obras de teatro, trabajó como recaudador de impuestos y en una ocasión fue a la cárcel por discrepancias en los registros contables de su cobro de impuestos.

—Una de las obras de teatro que escribió fue Numancia —dijo Ana, y me llevó a ver una puesta en escena de esa obra—. Numancia era una ciudad española que tuvo que soportar un terrible sitio por parte de los romanos. Durante diez largos y sangrientos años, tres mil españoles defendieron la ciudad con desesperado coraje contra una fuerza romana de más de cien mil hombres. Cervantes eligió situar su obra en los últimos días de ese sitio, en un momento en que los muertos y los hambrientos yacen tendidos unos sobre otros en la ciudad. Los bebés maman sangre del pecho de su madre, en lugar de leche. Dos jóvenes numantinos se abren camino hacia el campamento romano para robar pan. A uno lo matan, pero el otro, herido de muerte, regresa con pan manchado de sangre antes de morir.

»Piensa en esa imagen —dijo—: pan manchado de sangre y bebés que maman sangre.

Para asistir a esa obra, Ana se vistió como una mujer de clase noble, llevó una máscara, desde luego, y nos sentamos en un palco. Incluso los mosqueteros permanecieron en silencio durante la representación.

—Es la historia de un gran patriotismo, del coraje del pueblo español —explicó Ana—. No se le arrojan sobras a nuestro pueblo. La primera vez que vi la obra, era apenas una chiquilla. Un borracho le gritó un insulto a uno de los muchachos que había dado su vida por conseguir pan, por la forma en que interpretó la escena de su muerte. Y los hombres del foso casi lo destrozaron.

Al ver la obra, casi no respiré durante esa escena por miedo a enemistarme con los que me rodeaban.

En esa tragedia en cuatro actos no había un único héroe. La gente, la ciudad y España misma eran sus héroes. Los personajes iban desde damas españolas, soldados romanos, hasta el río Duero.

Estaba impresionado por la maestría de Cervantes en fundir las oscuras supersticiones paganas con el heroísmo del pueblo español al resistir a los invasores romanos. En una escena, la tierra se abría y un demonio aparecía y escapaba llevándose consigo un cordero para el sacrificio. Marquinio el Hechicero, un negro con una lanza en una mano y un libro de magia en la otra, convoca a un joven muerto del palacio de los Muertos. El muchacho le habla a la gente de su deber y de su destino. Ellos deben destruir su ciudad y negarles a los romanos tanto la victoria como el botín y los despojos. Ni el oro ni las gemas ni las mujeres debían caer en manos de los invasores.

Ana señaló a un interesante hombrecillo que se encontraba entre el público.

—Es Juan Ruiz de Alarcón, uno de tus colegas de la colonia. Vino aquí desde Nueva España para estudiar derecho y teología y terminó siendo dramaturgo. Una de sus obras, La verdad sospechosa, se estrenará la semana próxima.

Ruiz era un jorobado patizambo con una barba de color rojo fuego. Tenía la mirada penetrante de un fanático religioso, el cuerpo de un enano y el labio superior curvado de un lobo hambriento.

Se lo comenté a Ana.

—Tiene hambre de fama y de gloria, pero su cuerpo le niega tanto el campo de batalla como el campo del duelo. Así que vuelca toda su energía en su pluma y en su garrancha.

—¿Cómo?

—Él se cree un gran tenorio.

—Santa María —dije, y me santigüé—. Pobre diablo.

—¡Pobres mujeres! Dicen que está tan bien dotado como un toro.

Después de la obra, Ana y yo nos relajamos en su baño romano. Yo le froté los pies mientras ella fumaba hachís. Anteriormente ella me había ofrecido fumar ese sueño morisco, pero me dio dolor de cabeza. Quizá mi sangre azteca sólo se veía satisfecha con el producto que induce al sueño preparado por las tejedoras de flores.

—Háblame de Cervantes y de Mateo —le supliqué.

—Mateo era un joven dramaturgo, el director de una compañía de teatro ambulante y…

La interrumpí:

—¿La misma compañía de actores a la que te uniste cuando huiste de tu casa?

—Exactamente. Como ya habrás adivinado, él fue mí primer amante. No el primer hombre en disfrutar de mi cuerpo, sino el primero que yo deseaba que me hiciera el amor.

Sonreí al imaginar a aquellos dos picaros en el escenario y en la cama. Dios mío, sin duda habría sido como un volcán que choca con una enorme ola.

—¿Por qué odia tanto a Cervantes?

—Cervantes fue un dramaturgo, pero todavía no había alcanzado la fama que lograría después de la publicación de Don Quijote. Mateo era el director de una compañía de actores y deseaba poner en escena sus propias obras. Le mostró algunos de sus trabajos a Cervantes.

—¿El relato del caballero errante —pregunté—, un viejo hidalgo que luchaba contra molinos de viento?

—Nunca supe con exactitud cuál era el argumento de las comedias de Mateo. Me contó que a Cervantes le gustaron y que durante un tiempo los dos fueron amigos.

—¿Lo suficiente como para que Mateo le abriera su corazón a Cervantes? ¿Y le contara todas las aventuras y desventuras que había conocido en su afán de vino, mujeres y gloria?

—Sí, también Mateo me dijo eso, que el viejo le «pidió prestadas» sus aventuras, y no tengo motivos para no creerle. La vida de Mateo podría llenar muchos libros. Pero también es cierto que, si bien las obras de Mateo acerca de caballeros y dragones y hermosas princesas eran muy bien recibidas por el público, eran todo lo que Cervantes detestaba. En Don Quijote, él parodió sin piedad a Mateo y su forma de escribir.

—O sea que Cervantes le «pidió prestada» su vida y sus ideas y, encima, las presentó con burla.

—Mateo no lo ha perdonado.

—Estoy seguro de que no —dije—. Se vuelve loco cada vez que oye mencionar a Cervantes.

—Si supiera que tú y yo hemos ido a ver Numancia

—Sí, nos cortaría una oreja a cada uno. Ana, me dijiste una vez que Mateo no era un pícaro, sino un caballero. Por supuesto, él me contó toda su historia durante nuestros merodeos y batallas con piratas, pero me pregunto si te contó a ti el mismo cuento…

—No, no me dijo nada. Lo supe por alguien que había conocido a Mateo cuando él era marqués.

¡Un marqués! Un noble por encima de un conde y por debajo de un duque. Un gran personaje. Incluso aquellos que ostentaban un título vacío porque habían perdido sus bienes o se los habían confiscado podían venderse en matrimonio a una viuda muy rica o a la hija de un comerciante adinerado.

—Tú conoces la versión de Mateo —dijo ella—. Él quedó huérfano a los cinco años; su padre murió en una batalla, y su madre, a causa de la peste. Su padre, el marqués, era un general del rey con una excelente reputación. Después de la muerte de sus padres, Mateo fue criado en casa de su primo, un conde. A muy temprana edad lo prometieron en matrimonio con la hija del conde, que tenía uno o dos años más que él. Cuando Mateo cumplió los diecisiete, un criado lo despertó y le informó de que un hombre había sido visto entrando a hurtadillas en la casa. Él cogió su espada y empezó a buscar al intruso, que resultó ser su mejor amigo. Encontró al hombre en brazos de su prometida.

»¿Puedes imaginarte la escena, Cristo? El joven noble, idealista y fogoso, criado en la tradición de hombría, en la que un hombre debe ser honorable y su honor está inexorablemente vinculado a la conducta honorable de las mujeres en su vida. Y encuentra a su futura esposa haciendo el amor con su mejor amigo. ¿Puedes imaginar lo que sucedió a continuación?

Conocía demasiado bien a Mateo como para no adivinarlo.

—Que mató al hombre, por supuesto —respondí.

—Cristo, si simplemente hubiera matado al hombre, hoy sería un marqués en lugar de un pícaro. No sólo mató a su amigo sino también a su prometida. Ella se interpuso entre los dos hombres mientras peleaban y resultó herida. Ay, hombres y mujeres por toda España elogiaron el acto de honor de Mateo, pero se trataba de la única hija del conde. Para salvar el honor de su familia, el conde se aseguró de que Mateo se convirtiera en un hombre perseguido.

Después de escuchar a Ana me quedé callado un buen rato. Cerré los ojos y pensé en lo que debía de haber significado aquello para Mateo… y para los dos amantes. El golpe brutal al descubrirlos; el miedo cuando la espada del hombre injuriado se tiñe con sangre; la desventurada mujer tumbada en el suelo…

Esos pensamientos me deprimieron y me alivió oír que Ana me pedía que le diera el masaje un poco más arriba.