Y fue así como un palurdo de la colonia se transformó en un caballero de Sevilla.
Lo que más me enfurecía del tutelaje de Ana era tener que fingir que me gustaban los hombres, con el fin de no despertar sospechas en el conde. Después de algunas discusiones, decidimos que mi atuendo consistiría en una camisa amarilla de seda y un jubón de un color que Ana describía como «un rosado provocativo».
—El hermano menor del conde es homosexual —me dijo Ana—. Es así como se viste. Si tú te vistes de esta manera, convencerás al conde.
Ayya ouiya! Qué caminos tan extraños tiene la vida.
A cambio de mi promesa de jugar a ser un dandi, fui invitado muchas veces a la alcoba de Ana… y a unirme a la vida profana de la comunidad teatral de Sevilla. En una reunión celebrada después del estreno de una obra entendí por qué la Iglesia les negaba a los actores sepultura en tierra sagrada. Además, esas fiestas acentuaban aún más las diferencias entre España y Nueva España. Las fiestas posteriores a las funciones de teatro, como a la que yo asistía, habrían sido inimaginables en la Ciudad de México. En esa reunión particular en Sevilla, la gente vestía como los personajes de Don Quijote y Amadís de Gaula, y se comportaba como los sátiros romanos en una orgía.
Yo quería participar de la vida teatral y a Ana le encantaba que yo la escoltara en ese ambiente. Aunque ya no pisaba las tablas, departía con los actores y tenía opiniones firmes acerca de sus interpretaciones. Con frecuencia se mostraba tan cáustica como los mosqueteros.
La primera obra a la que me llevó fue una sorpresa. Mateo me había enseñado que la mejor ubicación para un corral de comedias era un solar rodeado por dos o tres casas, lo cual era aproximadamente la disposición del corral. En Sevilla, los teatros tenían la misma disposición, pero eran mucho más elaborados. Ubicado entre dos casas largas, el escenario elevado estaba cubierto por una marquesina de lona sujeta a los techos de los dos edificios. Frente al escenario había una zona con bancos para sentarse. Detrás de los bancos había un patio, más comúnmente llamado «foso». En ese sector, los hombres ordinarios, como los carniceros y los panaderos, permanecían de pie. En el foso, por supuesto, estaban los temidos mosqueteros, cuyos silbidos, abucheos, la basura que después arrojaban al escenario y las espadas desenvainadas podían hacer que una obra de teatro llegara abruptamente a su fin.
Detrás de ese foso vulgar se elevaban las gradas. Cubiertas por un techo de madera o sostenidas por pilares, las personas de clase más alta se sentaban allí. Por encima de esas gradas en forma de anfiteatro estaban los aposentos o palcos, una ubicación reservada únicamente a las personas muy ricas.
—Los aposentos eran, originariamente, habitaciones con ventanas de las casas adyacentes, pero el dueño del teatro los construyó para estar seguro de cobrar las entradas —me dijo Ana. A un lado de las gradas se encontraba la infame cazuela—. Desde allí ven la obra las mujeres de clase más baja. Mateo dice que asististeis a algunas obras de teatro y que sufristeis en propia carne las vulgares payasadas de los mosqueteros —comentó Ana—. Pero no sabréis lo que es la auténtica vulgaridad hasta que oigáis cómo las mujeres de la cazuela expresan su decepción con respecto a una obra o un actor.
Fuimos al teatro en la carroza de Ana. Llevamos con nosotros a su amiga Felicia, una mujer algunos años menor que Ana y casi tan sensual como ella. Para mi sorpresa, las dos mujeres acudieron a la representación con máscaras… y vestidas como hombres. No como caballeros, sino como plebeyos.
—A menos que se trate de una obra religiosa, las mujeres decentes llevan máscara para asistir a las funciones —me explicó Ana.
—¿Para evitar que las reconozcan?
—No. Sí quieren ser reconocidas por sus amigas. Es por modestia. Una dama de clase alta no debe ser vista en un teatro, salvo por otras damas de su misma clase.
—Ah. —Yo no lo entendía, pero era un misterio más acerca de las mujeres, acerca de las cuales yo no sabía nada—. ¿Y la ropa de hombre? ¿Las mujeres de Sevilla siempre la llevan cuando van al teatro?
—Desde luego que no. La finalidad del disfraz es permitirnos hacer comentarios en público sobre la obra —aclaró Felicia.
Una vez más, no entendí de qué manera el disfraz de hombre les daba a Ana y a Felicia el derecho de criticar una obra, pero cuando ellas bajaron del vehículo con bolsas llenas de tomates comencé a sospechar que detrás del uso de esos disfraces había más de lo que me decían. En especial cuando me pidieron que sacara entradas para el patio.
—¿Vamos a tener que estar de pie en el foso? —pregunté—. ¿Con los mosqueteros?
Ay, el brillo de sus ojos me dijo que estaba en manos de un par de chifladas al estilo de Mateo. Salvo que muy pronto descubrí que la demencia de mi amigo no era nada comparada con la de aquellas dos mujeres vestidas de hombre.
La obra era considerada una obra maestra de la literatura española, sólo superada por Don Quijote.
—El Santo Oficio tiene sus dudas con respecto a La Celestina, que aparece en la lista de los libros prohibidos por la Inquisición y después desaparece —dijo Ana—. Y cuando la prohíben, sus edictos se ignoran, lo cual les preocupa. Los familiares no se atreven a meter preso al autor o a su elenco de actores. La gente no se lo permitiría. Don Quijote nos incitaba a la risa al burlarse de los hidalgos y del insano ensalzamiento de lo caballeresco que dominaba sus obras, pero La Celestina nos llegó al alma. Los españoles están hechos de sangre y fuego. Son codiciosos y generosos, tontos y brillantes. Llevan a Dios en su corazón y al demonio en sus pensamientos. Celestina, esa tortuosa prostituta, y los dos amantes, representan lo mejor y lo peor de cada uno de nosotros.
Llamada por lo general La Celestina, la Tragicomedia de Calixto y Melibea no era una obra nueva. Se había estrenado mucho antes, en 1499, siete años después del descubrimiento del Nuevo Mundo y más de veinte años antes de la caída del Imperio azteca. La tragedia de dos amantes se presentaba en nada menos que veintiún actos.
Celestina era una madame que servía de intermediaria entre dos jóvenes amantes, Calixto y Melibea. Calixto pertenecía a una nobleza menor; Melibea era de clase superior y mucho más rica, lo cual hacía que fueran una pareja nada apropiada para el matrimonio. Pero se unieron como amantes y desafiaron las convenciones sociales, no sólo al pronunciar palabras de amor, sino al consumar físicamente su pasión.
La verdadera protagonista de la obra era Celestina, una mujer al mismo tiempo malévola y astuta. Su tosco humor y sus comentarios irónicos fascinaron al público de todos los lugares. Pero, en última instancia, su astucia y su codicia la traicionaron. Cuando le pagaron por su papel de intermediaria, Celestina se negó a compartir ese oro con sus compañeros conspiradores. Después de matarla, también ellos fueron asesinados por una multitud furiosa.
Pero nada libraría a los amantes de su propio destino. Sus pasiones desenfrenadas fueron el instrumento de su perdición. Calixto murió al caer de una escalera que conducía a la ventana de Melibea. Melibea —con su amante muerto, su honor arruinado y su virginidad perdida— se arroja por la ventana de una torre.
—El intento de ambos de desafiar al destino estaba condenado al fracaso —explicó Ana en el carruaje cuando íbamos camino del teatro—. El destino y las costumbres determinaron el fin de los amantes; en realidad, determinan el fin de cada uno de nosotros y demuestran la inutilidad de oponernos a los dioses.
—¿Quién es el autor? —pregunté.
—Un judío converso, un abogado. Primero lo publicó anónimamente por miedo a la Inquisición.
Al presenciar la obra entendí el miedo del autor. El lenguaje era con frecuencia grosero. Celestina hacía comentarios obscenos acerca del pene con forma de «cola de escorpión» de un joven, cuyo aguijón provoca nueve meses de hinchazón. Un personaje acusaba a Celestina y a una muchacha que vivía con ella de tener «callos» en el vientre por todos los hombres que las visitaban. Había indicios de bestialidad femenina, aunque no con respecto a la hermosa e inocente Melibea.
Los pomposos inquisidores de Nueva España se habrían desmayado si hubieran visto los veintiún actos de La Celestina, obra en la que la lujuria, el vicio, la superstición y el mal eran sus personajes principales. Como una suerte de justicia divina, me imaginé atándolos, obligándolos a abrir los ojos y forzándolos a presenciar la obra repetidas veces.
¿Y los tomates? Os preguntaréis qué hicieron ellas con los tomates. Cuando entramos en el foso, estaba repleto de hombres que hablaban incesantemente. Todos parecían no sólo haber visto la obra antes, sino que algunos también parecían haber asistido a esa representación en concreto en más de una ocasión. Los vendedores ambulantes y los obreros discutían el trabajo de los actores y la manera en que pronunciaban sus parlamentos; sus errores y sus logros; como si fueran ellos los autores de la obra. La representación se hacía en mitad de la tarde para aprovechar la luz del sol. ¿Por qué razón aquellos patanes asistían al teatro por la tarde en lugar de trabajar?
Pero, pronto, también yo me acostumbré a esperar buenas actuaciones.
—Para eso pagamos nuestras entradas —dijo Ana—. La primera vez que yo actué, mi única paga fueron las monedas arrojadas al escenario durante mi interpretación. Sufrí hambre hasta aprender cómo encarnar un personaje. ¡Bolo! —le gritó a la actriz que interpretaba el papel de Areusa, y le lanzó un tomate cuando no dijo un parlamento a su gusto.
Ana y Felicia no eran las únicas que se sabían de memoria todos los diálogos de la obra. Algunos de los parlamentos preferidos, generalmente los que contenían términos deshonestos, eran pronunciados por los mosqueteros al unísono con los actores.
En seguida quedé subyugado por la obra y muy pronto yo mismo empecé a arrojar tomates…
Después de la función regresamos a la enorme casa de Ana. En el camino, noté que Felicia me observaba con una mirada seductora y me sonreía.
Cuando llegamos a su casa, Ana me dijo:
—Ven, nos daremos un chapuzón en la piscina para refrescarnos.
La «piscina» era un antiguo baño romano. En la ciudad había numerosas ruinas romanas y la de Ana no era la única casa construida sobre un baño o algún otro edificio.
Había tomado muchos baños con Ana en esa piscina climatizada, pero me sorprendió oírla sugerir que lo hiciéramos los tres juntos.
—El amante de Felicia se ha ido a Madrid por un mes —comentó Ana.
Se trataba nada menos que del hermano menor del conde, el benefactor y amante de Ana, el hermano que Ana dijo que prefería a los hombres.
—Pero tiene que guardar las apariencias —continuó—. De allí el papel de Felicia, que es un excelente actor.
No entendí qué quiso decir al comentar que Felicia era un excelente actor.
Ana estaba ya en el agua cuando yo me deslicé en la piscina y me despojé de la toalla al ser rodeado por el agua tibia. Felicia estaba sentada en el borde, con la toalla alrededor de la cintura, cuando Ana y yo nos reunimos.
Ana se apartó de mis brazos y le arrancó la toalla a Felicia antes de que se metiera en el agua; y entonces entendí lo que Ana había querido decir cuando había afirmado que Felicia era un excelente actor.
Si Catalina el Bandido había podido engañar a reyes y papas, ¿por qué no habría Felicia —o como se llamara— de engañar a los hidalgos de Sevilla?