ONCE

Lo único que yo conocía en aquellos días eran las calles de Veracruz y los libros del fraile. No porque me faltara inteligencia o curiosidad. Como pordiosero, mi astucia era bien conocida, y si bien muchos léperos trabajaban las mismas calles difíciles, ninguno lo hacía con tanto ingenio como yo.

Hoy, un año después, yo cumplía con mi vigilancia en la puerta de una tienda cerrada a dos calles de los muelles, y que debería haber sido un lugar lucrativo. La flota del tesoro estaba por llegar, y cientos de espectadores caminaban hacia el puerto. Los barcos cargados de mercancías de la vieja España anclaban para descargar y volver a llenar sus bodegas con los tesoros de Nueva España.

Se decía que la Ciudad de México, el lugar que mis antepasados aztecas llamaban Tenochtitlán, era la Venecia del Nuevo Mundo, un lugar de canales y amplios bulevares y palacios para los ricos, mientras Veracruz era el conducto por el que fluían todas las riquezas, sin duda, algo así como una cueva del tesoro transitoria. Toda la riqueza de la colonia llegaba en plata y oro toscamente acuñado, en pequeños barriles de ron y toneles de melaza, que eran cargados a bordo de las flotas del tesoro, que transportaban esas mercaderías a Sevilla y al rey, que estaba en Madrid. Desde luego, nada de eso enriquecía nuestra Ciudad de la Verdadera Cruz. A pesar de toda su riqueza ilusoria, Veracruz siguió siendo un pestilente sumidero de arena, calor de la jungla y tormentas del norte, cuyos tesoros tenían que quedar ocultos de las hordas saqueadoras de piratas franceses e ingleses, que codiciaban el botín de nuestra ciudad del mismo modo en que algunos hombres codician la carne de una mujer.

En sí misma, la ciudad era casi siempre un caos. Sus edificios construidos con madera, adobe y lechada estaban en constante deterioro. Frecuentemente azotada por las tormentas y arrasada por los incendios, renacía una y otra vez de las cenizas como el ave fénix.

De todos modos, la flota llegaba todos los años, escoltada por flotillas de barcos de guerra, y este año la llegada de la flota era aún más espectacular. A bordo del barco del almirante viajaba el recientemente nombrado arzobispo de Nueva España, el segundo hombre más poderoso, casi igual al propio virrey. Si el virrey moría, o quedaba discapacitado, o lo llamaban de vuelta a la madre patria, con frecuencia el arzobispo asumía el cargo de virrey hasta que el rey elegía un sustituto.

Cientos de sacerdotes, frailes y monjas de toda Nueva España visitaban el puerto para darle la bienvenida al arzobispo. Las calles estaban atestadas de órdenes sagradas, que sudaban en sus sotanas de telas gruesas grises y blancas. Compartían las calles con un ejército de comerciantes que habían ido a reclamar sus mercancías de los barcos para transportarlas a la gran feria de Jalapa. En lo alto de las montañas, camino a Ciudad de México, el aire de Jalapa no estaba contaminado por nuestros pestilentes pantanos.

Sin embargo, mendigar dinero no era nada fácil, ni siquiera frente al arribo de la flota del tesoro. Las calles estaban repletas y la gente estaba distraída. Un corpulento mercader y su igualmente corpulenta esposa se abrían camino por entre la multitud. Lujosamente vestidos, irradiaban riqueza. Los léperos de todos los flancos gemían pidiendo limosnas, pero sólo recibían un cruel menosprecio. En cambio, a mí no me faltaban recursos. Un anciano de la India —enfermo en nuestro hospicio— me había enseñado el arte del contorsionismo, en el que muy pronto destaqué. Al relajar cada articulación, era capaz de dislocarme los codos, las rodillas y los hombros, y contorsionar mis extremidades en posiciones que ni siquiera Dios habrá imaginado jamás. Rápidamente y como por arte de magia, me transformaba en un monstruo.

Cuando el mercader y su esposa se acercaban al portal donde yo me encontraba, me arrastré hacia afuera y gemí. Los dos quedaron boquiabiertos. Cuando trataron de alejarse, yo rocé el vestido de la mujer y sollocé:

—¡Una limosna para este pobre huérfano desfigurado!

Ella dio un salto hacia atrás.

—Dale dinero —le gritó la mujer a su marido.

El hombre me arrojó una moneda de cobre. No cayó en la canasta trenzada, que yo llevaba colgada del cuello, sino que me golpeó el ojo derecho. Cogí la moneda con la única mano que no tenía contorsionada, antes de que alguno de los otros léperos cayera sobre ella como aves de presa.

En seguida enderecé mis extremidades.

¿Debería haberme sentido avergonzado de mi vida? Tal vez. Pero era lo único que podía hacer. Fray Antonio hacía cuanto estaba a su alcance por mí, pero eso era un jergón de paja detrás de una cortina sucia a un costado de la choza con el suelo de tierra, más allá de la cual no había ningún futuro posible. Por definición, un lépero vivía gracias a sus propios recursos: mendigar, mentir, robar y conspirar.

Ayya! De pronto, un golpe desde atrás me arrojó hacia la calle.

Un caballero jactancioso, del brazo de una mulata deslumbrantemente bella, me pisó sin siquiera bajar la vista. Para él, yo era menos que un perro. Él usaba espuelas y yo era algo para espolear. No obstante, pese a mi tierna edad, a mí me fascinó más aquella mujer sensual y exótica que la espada y la actitud fanfarrona de su acompañante. Ella era, sin duda, hija de padre español y madre africana; y lo más probable era que su padre fuera dueño de esclavos y su madre, una de sus esclavas.

«Ah, nosotros los españoles amamos a las mujeres atezadas», me había dicho en una ocasión el fraile un día que estaba un poco achispado, y parecía ser cierto. Las más atractivas se convertían en amantes de la buena gente, de los gachupines más ricos. Aquellas no tan exquisitas se convertían en sirvientas de la casa. Algunas mujeres eran pasadas de mano en mano, prestadas a amigos o alquiladas para la reproducción, como los caballos de pura sangre. Cuando el encanto de la belleza se desvanecía, muchas de ellas eran vendidas a casas de prostitución. Ser una amante mulata no era una profesión segura.

Sin embargo, la mujer que iba del brazo del español desempeñaba su papel con perfecto aplomo.

También ella pisó mis restos desparramados, meneando sus insolentes caderas como si fueran una mina de plata, mientras su vestido llamativo ondeaba, sus pechos botaban y su pelo teñido de rojo caía despreocupadamente sobre un hombro. Después de mirarme por encima de un hombro, me dedicó una sonrisa cruel y torcida.

No pude evitar admirar su vestimenta. Al igual que a las mestizas y a las indias, a las mulatas les estaba prohibido usar ropa de estilo europeo, pero si bien aquéllas usaban sencillamente ropas de peón —vestidos sin forma, por lo general, de algodón basto de color blanco—, la ropa de las mulatas era tan ostentosa cómodos vistosos mantos emplumados de los sacerdotes aztecas. Ésta usaba enaguas de seda largas y plenas y cintas dobles detrás como sostén. Su chaleco se ajustaba perfectamente al cuerpo como un corsé y estaba rodeado de perlas y nudos de oro; la falda tenía encaje color bermellón, adornado con hilo de oro. Las mangas eran amplias y abiertas en las muñecas, con adornos de seda plateada. Pero sus pechos atezados eran lo que más me atraía. Cubiertos sólo por largos bucles de pelo rojizo, en los que se habían entretejido prolijamente hilos dorados y plateados, sus pezones oscuros asomaban traviesa mente de sus escondites, espiaban un instante hacia el mundo que los rodeaba y, luego, discretamente volvían a ocultarse.

En estas áreas, las mulatas tenían más libertad que nuestras damas de alcurnia. Cualquier mujer española que se hubiera atrevido a exhibir su carne habría sido azotada, pero las mulatas eran consideradas propiedad exenta, no personas.

Tampoco el atuendo del caballero sufría de indebida reticencia. Desde su sombrero de ala ancha, brillantemente emplumado, hasta sus relucientes botas de caña alta, con espuelas de plata, su vestimenta era casi tan extravagante como la de la mujer.

«Mis hermanos de la Iglesia lamentan que tantos hombres prefieran a las mulatas por encima de sus esposas —me dijo en una oportunidad el fraile—. Pero muchas veces he visto a esas hermosas mujeres visitarlos a ellos por la puerta de atrás de la iglesia».

De todos modos, me sentó mal que el caballero me hubiera hecho a un lado. Los léperos eran tratados peor que los perros o los villanos, pero a mí me sentaba peor que a los demás mestizos porque fui educado, que era más de lo que podían decir la mayoría de los españoles y sus sedosas señoras, incluso los que vivían en casas palaciegas. De hecho, yo no sólo sabía leer y escribir español, sino que hablaba con fluidez el náhuatl, el idioma de mis antepasados aztecas. Además tenía conocimientos, mejor dicho, era un experto en latín y griego. Había leído los clásicos en tres idiomas, y en el muelle había adquirido nociones de otros idiomas. Mi oído para los idiomas extranjeros era tan agudo que a veces el bueno del fraile me llamaba «su Corito».

Desde luego, fray Antonio me había prohibido revelar esas habilidades a cualquiera.

«Nunca se te ocurra contar lo que sabes —me advirtió durante mi primera lección y en cada una de las siguientes—. La Inquisición no creerá que un lépero pueda ser instruido sin la complicidad de Lucifer, y ellos volverán a instruirte de acuerdo con sus principios, y harán lo mismo con los que te enseñaron. Créeme, las suyas son lecciones que ninguno de nosotros desearía aprender. Lo sé de buena tinta. Así que jamás hagas gala de tus conocimientos, a menos que desees pasar el resto de tu vida encerrado en los calabozos de la Inquisición; a menos que prefieras estirar tus miembros sobre sus estragadas, sus postes de flagelación y sus potros de tortura». La advertencia del fraile se convirtió en parte de mis lecciones, como amo, amas, ama.

El fraile también me enseñó —a través de mi dominio de los clásicos— la falacia de la pureza de sangre, algo tan importante para los portadores de espuelas. La sangre no define nuestra valía. Con la misma educación, un mestizo puede igualar e incluso superar a un caballero español de la más pura sangre. Yo era la prueba viviente de ello.

Pero, al igual que los indios, que ocultaban su odio detrás de estoicas máscaras de indiferencia, también yo reprimí mi rabia. Sabía que los gachupines no eran mejores que yo. Si tuviera plata y oro —y un elegante carruaje, el atavío de un caballero, una espada de Toledo y una amante mulata del brazo—, yo también sería un hombre macho y un gran gachupín.

Una jovencita española con un vaporoso vestido verde adornado con seda blanca salió de una joyería cercana. Yo crucé el muelle para interceptarla y me preparé para hacer mi interpretación de perro lisiado para ella. Hasta que vi su cara. Su mirada hizo que me frenara en seco. Ya no pude contorsionar mis manos y piernas y hacerme el tonto, del mismo modo que no podría hacer que el sol permaneciera inmóvil.

Ella tenía los ojos oscuros y la mirada tímida, y su pelo poseía la suavidad de las grandes señoras cuyas facciones nunca sufren los efectos del sol. Tenía el pelo renegrido, largo y brillante, que le caía en cascada sobre los hombros formando elegantes ondas. Apenas era una muchacha; tendría uno o dos años menos que yo, pero su porte era majestuoso. Dentro de algunos años, los españoles morirían bajo el filo de la espada para ganar sus favores.

Los caballeros trataban con galantería a las señoritas bien nacidas, incluso en Nueva España; y cuando un charco de la lluvia que había caído esa mañana temprano le cortó el paso, también yo me sentí tentado de desempeñar el papel de caballero tonto. Cogí la manta india que llevaba colgada del hombro derecho y debajo del brazo izquierdo y corrí hacia ella.

—¡Señorita! Bernardo del Carpio, caballero de Castilla, os saluda.

Desde luego, Bernardo era un héroe español inferior sólo al Cid en los corazones del pueblo de España. Él mató a Rolando, el héroe francés, en la batalla de Ronces valles, y salvó así la Península. Como en tantos relatos épicos españoles, Bernardo fue traicionado por su propio rey y terminó en el exilio.

Los ojos de la muchacha se abrieron de par en par cuando yo me acerqué a ella. Arrojé mi manta a modo de capa sobre el charco. Y, con una reverencia, le indiqué que pasara por encima de ella.

Ella se quedó inmóvil como una estatua y se le encendieron las mejillas. Al principio creí que iba a ordenarme que me apartara de su vista. Pero después me di cuenta de que trataba de reprimir una sonrisa.

Un joven español salió de la joyería detrás de ella, un chiquillo uno o dos años menor que yo, pero tan alto como yo y más musculoso. Tenía la tez oscura y la cara picada de viruela y estaba de muy mal humor. Al parecer, había montado a caballo porque llevaba pantalones de montar grises, una casaca roja sin mangas sobre una camisa de lino, botas hasta la rodilla de color ébano con espuelas malévolamente afiladas, y empuñaba un látigo.

Cuando el látigo me golpeó en la mejilla derecha me pilló desprevenido.

—Sal de aquí, lépero asqueroso.

Giré sobre mis talones, enfurecido. Si le pego, me atarán al poste de la flagelación, me azotarán hasta que pierda el sentido y después me enviarán a las minas para que muera. No había mayor ofensa que atacar a un gachupín. No me importó. Cuando por segunda vez levantó el látigo, apreté los puños y me abalancé sobre él.

Ella se interpuso entre los dos.

—¡Basta! Déjalo tranquilo.

Se volvió hacia mí. Sacó una moneda del bolsillo y me la dio.

—Cógela y vete.

Levanté mi manta del agua fangosa, arrojé la moneda al charco y me alejé de allí.

El orgullo precede a la caída, y, como la sonrisa de una mujer, el orgullo regresará para acosarme.