—Don Cristo, le presento a doña Ana Franca de Henares.
—Señora mía —dije, y la saludé con una gran reverencia.
Eh, amigos, ¿acaso creíais que pasaría mucho tiempo antes de que Mateo y yo disfrutáramos de los encantos y los brazos de una compañía femenina?
Mateo me había advertido acerca de doña Ana. Su noble título de doña era tan genuino como mi propio «don» de caballero. Era la hija de un carnicero y un noble de edad la había retenido como su criada cuando ella tenía catorce años. La mayor parte de sus servicios los realizaba en el dormitorio del noble. Él era tan viejo que la usaba más que nada como «calientapiés»: disfrutaba enormemente de poner sus pies fríos en ese lugar privado que ella tenía entre las piernas.
Ella huyó a los diecisiete años con una compañía de actores itinerantes y en seguida asumió el rol de amante del autor. Pero tenía talento y muy pronto representaba papeles protagonistas en Madrid, Sevilla y Barcelona. Con la fama aumentó su poder, y sus liaisons fueron muchísimos.
Acepté la advertencia de Mateo de no involucrarme románticamente con ella. No porque fuera una caza fortunas; eso era algo que cabía esperar. No porque fuera inmoral; eso era deseable. Tampoco porque hubiera tenido muchos amantes; eso la hacía muy experimentada. Sino por el peligro que entrañaba.
—El conde de Lemos es su actual amante —me dijo Mateo antes de presentarme—. Es un mal amante y un peor espadachín. Compensa su falta de habilidad en la cama siendo generoso con sus mujeres en lo relativo al dinero. Y compensa sus deficiencias de esgrimidor contratando matones para que asesinen o dejen lisiados a aquellos que aspiran a desafiarlo.
—¿Por qué me cuentas todo esto?
—Porque ella es una vieja amiga que necesita un nuevo amigo. El conde rara vez la escolta a sus funciones o le da el amor que ella necesita.
—¡Bravo! Mateo, eres un manipulador genial. Cruzo el gran océano y establezco mi morada en esta maravillosa tierra, total, para que un amante celoso pueda contratar a un matón para que me asesine… ¿Eso es lo que habías planeado para mí?
—No, Bastardo. Lo que había pensado era que, por una vez en la vida, te relacionaras con una mujer de verdad, una mujer capaz de enseñarte cosas acerca de ser un caballero que yo no puedo transmitirte. Cuando ella termine contigo, la simpleza de la colonia habrá desaparecido y en su lugar aparecerá un caballero muy seguro del lugar que le corresponde en la sociedad. Esa mujer fue creada para el amor. Por desgracia, es también inteligente, calculadora y tan codiciosa como un hombre, pero en la cama es capaz de chamuscar las alas de Eros.
—¿Entonces por qué no te la quedas para ti?
—Porque pienso en la felicidad de mi amigo antes que en la mía.
Lancé una carcajada.
—Además —continuó—, yo tengo otra mujer, terriblemente celosa y que se venga de los amantes infieles clavándoles un cuchillo en los testículos. El conde sabe que Ana necesita una escolta para las funciones sociales pero quiere tener la seguridad de que nadie se apoderará de sus encantos. Ella te ha descrito a la perfección, pero yo no respondo para nada a su augusta descripción. —Mateo sonrió con astucia—. Me contó que su escolta prefiere a otros hombres.
Ay, y a mí me había elegido para el papel de sodomita. Aunque no tenía la menor intención de ponerme en ridículo con aquella mujer, Mateo me convenció de que, al menos, la conociera.
Después de mirarla a los ojos, estaba listo para hacer de payaso o de encarnar a un idiota si ella me lo pedía.
A diferencia de tantas famosas actrices, no había nada de coquetería en ella. Por lo general, esas mujeres flirteaban y se las ingeniaban para encontrar el camino hasta las billeteras y las cajas de caudales. Ana Franca, en cambio, era una mujer callada y reservada y se comportaba como una verdadera dama. Y, desde luego, lo era, con esas sedas elegantes, joyas deslumbrantes y ojos de mirada recatada que revoloteaban detrás de un abanico chino con el mango de marfil. Su principal atractivo no era su belleza, aunque sus facciones fueran exquisitas: cutis terso y blanco, pelo castaño con peinado alto sujeto con perlas, nariz aguileña y pómulos altos y sesgados que enmarcaban sus extraordinarios ojos color esmeralda. Sin embargo, no fue su belleza lo que me atrajo hacia ella, sino su radiante personalidad. Era una gran mujer.
Y digo esto no porque yo no apreciara la belleza, sino porque un hombre sabio pronto aprende que la belleza fría es indicio de una cama también fría. Lo que siempre me atraía más era la esencia de una mujer, su calidez y su fuego interior, y no el aspecto cautivador pero efímero de una piel estirada sobre el hueso.
El mayor encanto de Ana eran sus ojos. Al igual que las sirenas, las mujeres pájaro aladas de la Odisea, que hechizaban a los marineros y los arrastraban a la muerte por la dulzura de su canto, los ojos de Ana Franca me condenaban a la perdición. Pero mientras que a Ulises le advirtieron que se tapara los oídos para no oír el canto de las sirenas, Mateo había conseguido hacer que mis oídos y mis ojos estuvieran bien abiertos.
No puedo decir que me hubiera enamorado de Ana Franca: mi corazón pertenecía a otra mujer. Pero, al menos, a Ana le entregué mi lujuria. Entendía bien por qué era la amante de un conde. A pesar de sus humildes comienzos, no había en ella nada de la clase trabajadora. En nuestro primer encuentro, Ana Franca dejó bien claros cuáles serían los términos de nuestra relación.
—Mateo te describe como un palurdo de las colonias y afirma que sólo tienes experiencia con la tosquedad de Nueva España. Aquí, constantemente vemos a esos patanes nada refinados. Bajan de un barco con los bolsillos llenos de oro y están convencidos de que una fortuna recién amasada es el sustituto de la educación y los buenos modales. Pero se topan con sonrisas sardónicas y con desprecio.
—¿Y cómo se adquiere la apariencia de una persona culta?
—Sólo se es un caballero cuando se piensa como un caballero.
Ecos del Sanador. ¿Podía darse cuenta de que yo no era un caballero por mi olor?
—Llevas la ropa de un caballero. No eres especialmente apuesto, pero esa cicatriz de tus batallas con los piratas le confiere descaro a tus facciones. Si te quitas la ropa, en seguida uno se dará cuenta de que no eres un caballero.
La historia que yo había inventado tenía que ser romántica: un duelo por los encantos de una dama. Pero a Mateo no le gustaba nada lo del duelo porque otros hombres podían considerarlo un desafío y, por tanto, algo así como una sentencia de muerte debido a mi falta de habilidad con la espada. Una lucha con los piratas franceses, en cambio, poseía la medida apropiada de valentía sin amenazar la virilidad de los demás hombres.
La cara con esa cicatriz de pirata era desconocida para mí. Desde la época en que empecé a tener pelo en la cara había comenzado a dejarme la barba. Pero la barba ya no servía como disfraz. La mayoría de mis pecados los había cometido con pelo en la cara. Tampoco necesitaba ocultar la marca de esclavo porque Mateo, astutamente —y dolorosamente—, me la había borrado y la había convertido en la cicatriz de una lucha con un pirata. Ahora, con esa cicatriz y bien afeitado, un desconocido me devolvía la mirada en el espejo.
En el Nuevo Mundo había estado de moda llevar el pelo largo, pero, durante los últimos años, en España los hombres venían llevando el pelo corto. Y precisamente ese pelo corto contribuía a que me desconociera aún más. Me sentí tan seguro de mi aspecto que podría haber caminado por la mazmorra del Santo Oficio en la mismísima Ciudad de México sin ser reconocido.
—Doña Ana, ¿cuál es la cura para esa tosquedad del alma? —le pregunté.
—Para ti, no hay cura. Mírate las manos. Están ásperas y callosas, no son en absoluto las manos finas y suaves de un auténtico caballero. Sospecho que tus pies son aún más ásperos que tus manos, al igual que tus brazos y tu pecho. Los obreros, y no los caballeros, tienen esos desagradables músculos. Tu pasado militar podría explicar algunas de esas cosas, pero no una cantidad tan grande de defectos.
—¿Qué otra cosa estoy haciendo mal?
—¡Todo! Te falta la fría arrogancia de quien nunca ha tenido que luchar por nada. No muestras desprecio hacia las clases bajas, a quienes Dios les ha negado los privilegios de una buena cuna. Dios elige un lugar para todos nosotros. Las personas de alcurnia nacen para mandar. Las personas comunes y corrientes nacen para servir. Tu defecto más evidente es que sólo actúas como un caballero. No se puede interpretar ese papel. Tienes que pensar como un caballero. Si necesitas interpretarlo, entonces tus raíces se infiltrarán constantemente y la gente descubrirá que sólo se trata de una simulación.
—Dígale a este palurdo colonial un error que haya cometido —le pedí—. Dígame qué he hecho para que pueda tildarme de grosero y tosco.
Ella suspiró.
—Cristo, ¿por dónde quieres que empiece? Hace un momento, mi criada te ha traído una taza de café.
Me encogí de hombros.
—Está bien. ¿Me he tirado el café por encima? ¿Lo he re-movido con el dedo?
—Le diste las gracias a la sirvienta.
—¡Jamás! ¡No he pronunciado ni una sola palabra!
—Se lo agradeciste con tus ojos y una sonrisa.
—¿Qué tontería es ésa?
—Una persona de clase noble nunca le demostraría gratitud a una criada. Ningún verdadero caballero reconocería siquiera que ella existe, a menos, evidentemente, que se propusiera explotarla sexualmente. En ese caso la miraría de soslayo y, quizá, hablaría de sus atributos femeninos.
Ayyo. Pero, cuando lo pensé mejor, supe que doña Ana estaba en lo cierto.
—¿Y, aparte de mi cortesía hacia la servidumbre?
—Te falta arrogancia. ¿Has visto a Mateo entrar en una habitación? Entra en un salón elegante como si fuera una pocilga y se estuviera ensuciando las botas al hacerlo. Cuando tú entraste en mi salón, lo contemplaste con admiración.
—Ah, pero Mateo es mayor y más sabio que yo y tiene mucha más práctica desempeñando el papel de caballero.
—Mateo no necesita interpretar ese papel: nació caballero.
—¿Mateo? ¿El pícaro? ¿Un caballero?
Ella se cubrió la cara con su abanico chino. Sus ojos me dijeron que había dicho algo que no tenía intención de revelarme. Doña Ana no era una mujer a la que se le podía sonsacar información, así que lo pasé por alto, aunque de pronto me di cuenta de que yo no sabía nada de la vida y la familia de Mateo… ni siquiera dónde había nacido.
Pero ahora entendía que ella y Mateo tenían un pasado común.
—Cuando usted era una muchacha, huyó con el director de una compañía de actores. ¿Ese hombre es mi amigo?
Por toda respuesta, ella sonrió.
—Doña Ana, usted me da clases de cómo ser un caballero, pero ¿qué puedo ofrecerle yo a cambio?
El abanico aleteó de nuevo sobre su cara.
—La boca del conde alardea de sus propias habilidades como amante, mejor de lo que lo hacen sus partes viriles.
Se levantó de la silla y se instaló en el pequeño sofá, junto a mí. Su mano se deslizó entre mis piernas. Yo llevaba elegantes calzas ajustadas de seda en lugar de pantalones de lana. Mi miembro viril aumentó de tamaño cuando ella lo acarició.
—Él te mandará matar si descubre que eres mi amante. Eso hace que hacer el amor sea mucho más excitante, ¿no te parece?
Mateo me había advertido de sus encantos… y de los celos del conde. Pero confieso que soy demasiado débil para rechazar la seducción de una mujer.