CIENTO OCHO

Preferiría atravesar mil veces las montañas de Fuego montado en un dragón que cruzar un océano en barco. Durante tres semanas fuimos sacudidos como un corcho sobre olas del tamaño de montañas, empujados por vientos enviados por los dioses para castigarme por mis innumerables pecados. El mareo y los vómitos que me produjo el mar fueron terribles. Lo poco que podía comer después lo vomitaba. Cuando llegamos a la península que albergaba España y Portugal había perdido muchos kilos y también todo el interés que pudiera haber tenido en ser marino.

Mateo había servido al rey tanto en tierra como en el mar, y nada parecía afectarlo.

—Era apenas un muchacho cuando tuve que abandonar mi ciudad natal y escapar de una sangrienta reyerta y de los condestables del rey —me explicó durante el viaje—. Una flota zarpaba para luchar contra el sultán turco y yo conseguí un camarote en uno de esos barcos.

Declinó contarme qué había causado esa huida juvenil de la justicia, pero mi experiencia con Mateo me dijo que sin duda había tenido algo que ver alguna mujer.

—El capitán en seguida me cogió antipatía, seguramente por alguna indiscreción propia de mi juventud, y me asignó a los barcos bomba durante la batalla con la flota infiel. Los barcos estaban equipados con cañones de madera pintados de negro, y nosotros fuimos la vanguardia de una gran victoria naval sobre los turcos.

¿Cañones de madera? ¿Barcos bomba? Yo jamás había oído hablar de esas máquinas de guerra y me fascinó el relato de Mateo.

—En esta época de barcos del tamaño de pequeños castillos es difícil hundir un barco en batalla. Un disparo afortunado a la santabárbara mandará un barco a pique, hecho pedazos. Pero los barcos se construyen de madera, y la madera se quema, amigo mío. El fuego es una amenaza mayor para un barco que los cañonazos. Se puede alejar el barco hasta que quede fuera del alcance de los cañones del enemigo, pero es imposible huir del fuego a bordo. Y si el fuego se descontrola, uno no tiene adonde ir. He visto a hombres en llamas a bordo de una embarcación arrojarse al agua y ahogarse en lugar de permitir que el fuego les haga cosquillas en los pies.

Me explicó que un «barco bomba» era un navío preparado para incendiarse con facilidad y rapidez.

—Los barcos están equipados con el fin de minimizar el material inflamable que hay a bordo. Pero un barco bomba está equipado de manera que aumenten las posibilidades de que se incendie.

Esos navíos reformados eran por lo general barcos mercantes de poco valor en una batalla.

—Vaciamos la bodega del barco y construimos chimeneas de madera que partían desde allí y pasaban por encima de la cubierta principal. En la bodega construimos conductos de madera que estaban conectados con las portillas y las chimeneas; después rellenamos la bodega con cualquier cosa que ardiera con facilidad.

»Pero debíamos hacer que tuviera el aspecto de un barco de guerra. Pintamos troncos de negro y los montamos en las portillas para que pareciera que estábamos armados hasta los dientes cuando, en realidad, no lo estábamos en absoluto.

—¿Cuál era la finalidad de los conductos de la bodega?

—En ellos vertíamos aceite y lo encendíamos. Las llamas del aceite descendían por los conductos y se propagaban por la bodega hasta las portillas para incendiar también los costados del barco. Las chimeneas se rellenaban con sustancias inflamables y un poco de polvo negro.

Cuando la batalla naval daba comienzo se dirigía el barco bomba hacia la víctima. Recibía varios cañonazos al avanzar hacia el barco enemigo, pero cuando éstos se daban cuenta de que no era un buque de guerra común y corriente, el barco bomba ya estaba junto a ellos. Y entonces los ganchos de nuestra borda se enganchaban en las jarcias del otro barco y las sujetaban en un abrazo letal.

—Teníamos que encender los fuegos antes de que nuestras líneas se enredaran con las del otro barco, y el cálculo del momento apropiado debía ser perfecto —prosiguió Mateo—. Teníamos que abandonar el barco en un bote de remos y estábamos a merced de las armas del enemigo si lo hacíamos demasiado pronto. Y si lo hacíamos demasiado tarde, seríamos consumidos por el fuego y las explosiones.

Una vez que los ganchos quedaban entreverados con los mástiles del otro barco se encendía una carga de polvo en las chimeneas.

—Ese fuego era escupido por las bocas de las chimeneas sobre nuestras propias velas y los obenques del barco enemigo. Las velas en llamas significaban el final de ambos barcos. Sólo media docena de nosotros manejábamos el barco y, en cuanto las chimeneas estallaban, saltábamos a una barca que remolcábamos.

La tripulación de los barcos bomba ganaba el doble de sueldo y de primas.

—Pero nuestro porcentaje de bajas era del cincuenta por ciento. Con frecuencia las tripulaciones estaban formadas por hombres como yo, que cumplían condena por algún delito que habían cometido.

Mateo contempló el mar y recordó su pasado.

—Nosotros, los españoles, éramos los maestros de los barcos bomba y los usamos contra los infieles en muchas batallas, pero nos volvimos víctimas de nuestra propia astucia cuando luchamos contra los ingleses.

El rey español había reunido una gran armada de barcos y tropas para invadir Inglaterra y restaurar la religión católica en ese país blasfemo, dijo Mateo.

—Éramos la mayor potencia del mundo, en aquel entonces y también ahora. Dominábamos la tierra y el mar, y nuestro imperio abarcaba el mundo entero. La gran flota de nuestro rey reunida para la invasión era la Armada Invencible, la más numerosa y poderosa congregada jamás. Y cayó derrota-da. Pero no fueron los cañones ingleses los que lograron que nuestra flota rompiera su formación y prepararon el camino para nuestra derrota; fueron cinco miserables barcos bomba. Cuando nuestra flota estaba anclada cerca de Caláis, los ingleses enviaron cinco de esos barcos hacia nosotros. Nuestros capitanes quedaron tan aterrorizados frente a los barcos en llamas que muchos levaron anclas y huyeron sin disparar un solo tiro.

Hacía una semana que estábamos internados en el mar cuando Mateo me sorprendió con un ataque.

Al despertar, descubrí que mi amigo estaba inclinado sobre mí con su daga en la mano. Antes de que pudiera moverme, me cortó en la cara. Me levanté agitando los brazos y con la cara ensangrentada.

Cogí mi propia daga y me acurruqué en un rincón.

—¿A esto hemos llegado, eh, amigo? ¿Todo el tesoro es mejor que la mitad?

Mateo se sentó en su cama y limpió la sangre de su daga.

—Me lo agradecerás cuando lleguemos a Sevilla y ya no tengas la marca de la mina.

Mi mano se dirigió hacia el corte sangrante de mi mejilla.

—Los marineros saben que el aire fresco y salado cicatriza las heridas con menos infecciones que el miasma impuro de las ciudades. —Se tendió en su cama—. Si por la mañana no te has muerto desangrado, tendrás que pensar en una historia para contarles a las mujeres de Sevilla con respecto a cómo te hiciste esa cicatriz.

Cuando llegamos a Sevilla, mi primera sorpresa fue que su gran puerto no estaba en el mar, sino a unas veinte leguas por el río Guadalquivir, más allá de las llanuras pantanosas de Las Marismas.

—Sevilla es la ciudad más grande de España. Tal vez, en toda Europa, sólo Roma y Constantinopla la igualan en tamaño —dijo Mateo—. Es una ciudad de ricos. Por sus puertas se vertió todo el oro de los incas y la plata de los aztecas. En el Archivo de Indias hay documentos de todo tipo relativos al descubrimiento y la conquista del Nuevo Mundo, desde el manifiesto de embarque de su descubridor, Cristóbal Colón, hasta cartas de Cortés al rey y los pocos códices aztecas que sobrevivieron a la ira de los sacerdotes. Todo lo que se envía al Nuevo Mundo y se manda de vuelta debe pasar por Sevilla. La Casa de Contratación controla todos los aspectos del embarque, desde qué barcos pueden zarpar, qué les está permitido transportar y cuánto deben pagar. Incluso un barco portugués de esclavos debe tramitar un permiso para poder transportar esclavos desde la costa oeste de África hasta el Nuevo Mundo.

Amigos, Sevilla era más de lo que podría haber imaginado jamás. La Ciudad de México era una gema elegante engarzada en un lago azul. Sevilla era el bastión del imperio. Era más grande, más majestuosa, más importante, no sólo en tamaño sino también en estatura. Sus fortificaciones habían sido construidas para soportar ejércitos y los estragos del tiempo; gruesas, altas, desafiantes… Cuando desembarcamos y caminamos por las calles atestadas de gente, yo desempeñé el papel de bobalicón de una colonia: boquiabierto, los oídos atentos a cada sonido. Si Mateo no hubiera estado junto a mí, seguramente la gente rapaz de la calle me habría despojado de mi dinero, de mi ropa y de honor al poco rato.

—Ésa es la torre del Oro —dijo Mateo y señaló la torre de piedra de diez lados que había cerca del río. Parecía suficientemente fuerte como para haber alardeado frente a los ejércitos del Gran Kan, un asilo seguro para las riquezas que llegaban del Nuevo Mundo y de Extremo Oriente.

—Se podría reunir el importe del rescate de un rey con lo obtenido al barrer el suelo —dijo Mateo.

En el corazón de la ciudad estaba el palacio del Alcázar, la fortaleza castillo de los reyes. Estaba allí desde hacía cientos de años y había sido construido incluso antes de que Tula fuera saqueada por los bárbaros. Pensaba que el palacio del virrey en México era un edificio para reyes, pero era un cuchitril para peones comparado con el palacio de Sevilla. Y el Alcázar ni siquiera albergaba al rey.

Después de que el rey santo Fernando III conquistó Sevilla, convirtió esa ciudad en su capital. Pero la influencia morisca de su arquitectura le confería un sabor desconocido para mí, casi provocativo. Hasta que vi la herencia de los moros, los infieles habían sido poco más que un nombre para mí. Ahora comprobé que eran una raza imbuida de gracia y belleza y que sus arquitectos habían diseñado edificios con el donaire empleado por poetas y pintores.

Cerca del palacio estaba la catedral de Santa María, exótica y venerable, con influencias góticas y moriscas. Se decía que era la segunda iglesia de la cristiandad; sólo San Pedro, en Roma, era más colosal. Santa Sofía, de Constantinopla, no era comparable, desde luego, ahora que estaba en manos de los infieles, que la habían convertido en una mezquita. Al igual que la catedral de Ciudad de México, que se erguía desde lo que había sido un templo azteca, Santa María se había construido sobre terreno pagano, ya que ese lugar estaba ocupado antes por una mezquita. La ciudad en sí misma había sido en una época la capital de los moros. Correspondía entonces que algún día una iglesia cristiana se erigiera sobre las mezquitas conquistadas a los moros. Al contemplar Santa María casi podía creer en lo que tantos españoles profesaban: que Dios favorecía a España y, por consiguiente, la había convertido en la nación más poderosa de la Tierra.

La gente era tan diferente de los colonos de Nueva España como diferentes eran los edificios. La ciudad vibraba de poder, de arrogancia. Esa arrogancia se notaba en todas partes; en los carruajes que avanzaban por la ciudad transportando a hombres que decidían el destino de las naciones; en los mercaderes que tenían el monopolio de la mitad del comercio mundial, e incluso en la basura de la calle. ¡Dios mío! ¡Había tantos cerdos altaneros! Nada de gimoteos ni de súplicas, sino una exigencia de limosnas, como si ser pordiosero fuera una concesión real. Los aparté con el hombro y lo mismo hizo Mateo. ¡Aquellos holgazanes deberían trabajar para pagarse el sustento!

Las diferencias entre España y Nueva España eran abismales. Los colonos de Nueva España eran ambiciosos, sinceros, trabajadores, temerosos de Dios. Eran personas que trataban a su religión y a su gobierno con homenaje y temor; y a su vida familiar, con respeto y dedicación. En Sevilla vi lo opuesto: una sorprendente cantidad de irreverencia y libertad de espíritu. Los hombres vendían libros deshonestos abiertamente en la calle, ante los ojos de la Inquisición. ¡Y la irreverencia y la obscenidad! ¡Ay de mí! Si hubiera pronunciado esas palabras de joven, el fraile no me habría lavado la boca: ¡me habría cortado la lengua!

—En las ciudades pequeñas y las aldeas las personas son más temerosas de la Iglesia y del rey —me explicó Mateo—, y están más bajo su influjo, pero en las ciudades grandes, como Sevilla, Cádiz e incluso Madrid, son más mundanas. La mitad de los hombres que ves en las calles han luchado en guerras en el extranjero. Las mujeres más finas tienen que codearse en las calles con marineros y soldados que viajan alrededor del mundo. Los inquisidores tienen que tener mucho cuidado con a quién acusan en la Península. A menos que tengan la absoluta certeza de que la persona en cuestión es judía o mora, se mueven con mucha cautela porque pueden terminar con el cuello cortado.

¿Acaso se le puede cortar el cuello a un inquisidor? Me santigüé inconscientemente frente a ese sacrilegio. ¡Ojalá hubiera sido educado en las calles de Sevilla!

—Para ordeñar una vaca, debes mantenerla encerrada en un corral para que nadie más se quede con la leche —dijo Mateo—. El rey mantiene un control estricto de las colonias porque suyas son las vacas que allí se ordeñan. No sólo un control férreo de los barcos para que todo lo que entra o sale de España esté despiadadamente regulado, sino que los soldados del virrey, el Santo Oficio, los condestables de la Santa Hermandad, son todos expresiones del poder del rey. Todos estos controles se realizan también en la Madre España, sólo que la gente es poco tolerante para con las tiranías mezquinas.

En la Ciudad de México, miles de indios caminan arrastrando los pies, con dignidad y urbanidad, la cabeza gacha, los hombros encorvados por el derrumbe de su cultura y de su estilo de vida. Ninguna humildad parecida se advertía en la Ciudad de los Ricos. Tampoco se veía el sereno encanto de la capital colonial en las calles y callejuelas ruidosas, sucias y hediondas de Sevilla.

Sevilla, decidí, era un toro arrogante: rico y gordo, pero también grosero, vulgar y desagradablemente indecente.

—Eh, Bastardo, si crees que el público de las obras de teatro de la Ciudad de México era ruidoso y molesto, espera a ver cómo es el de Sevilla. A algunos actores los matan por la manera en que pronuncian su parlamento.

—Me prometiste que no nos veríamos involucrados en comedias —dije—. Algún visitante de Nueva España podría re-conocernos.

—Eres demasiado miedoso, amigo. Y yo no te prometí nada. Para que termines con tus gimoteos, confieso que simulé estar de acuerdo contigo.

—Me dijiste que tenías que mantenerte alejado del teatro porque debías dinero y habías acuchillado a un acreedor que te insultó.

Mateo tocó el oro que llevaba en el bolsillo.

—En una ocasión conocí a un alquimista que creía que el oro podía curar las enfermedades. Tenía razón, pero son sólo las enfermedades sociales y las deudas y ofensas públicas las que cura el dinero. Bastardo, espera a ver la gran sala de teatro de Sevilla. Esos pequeños corrales en los que hacíamos el tonto, bah, se podía meter la mitad de la Ciudad de México bajo el techo del corral de El Coliseo. Mi sala favorita es la Doña Elvira, construida por el conde de Gelves. Es más antigua que El Coliseo y no tiene un techo tan grande, pero la acústica es mucho mejor: a los actores se los oye bien en todas partes. En realidad, es la obra que se presenta la que determinará a cuál asistimos. Según las que estén en cartel, iremos a ver las Atarazanas, el Don Juan

Suspiré. Discutir con él era inútil. Las obras de teatro estaban en la sangre del autor. Y mis propias inhibiciones comenzaban a debilitarse. Había pasado años en el infierno, y ahora compartía su entusiasmo. Mi sangre hervía con sólo oír hablar de esas obras de teatro.

—Nuestro atuendo debe estar en consonancia con nuestra posición de ricos hidalgos. Nada que no sean las mejores sedas y el mejor lino, la lana más suave, para nuestros jubones, pantalones y capas. Botas de un cuero más suave que el culito de un bebé, sombreros con los plumajes más exóticos. ¡Y espadas! Finas hojas de Toledo que hacen brotar la sangre con la facilidad de un barbero torpe. Y dagas enjoyadas. ¡No podemos matar a otro caballero con el hacha de un leñador!

¡Ay de mí! Poseíamos suficiente oro para pagar el rescate de un rey, pero para un hombre cuya manera de ver el dinero se nutría de la majestuosa fantasía de Amadís de Gaula, incluso la riqueza de Creso era una miseria.

Nuestro plan de vivir modestamente y evitar atraer la atención ya estaba hecho jirones. Me sentiría afortunado si Mateo no entraba en Sevilla en un carro como César volviendo a Roma con sus legiones.