CIENTO SIETE

Del otro lado, las explosiones habían cesado. Eso significaba que de momento yo me quedaría allí, abandonado. El plan era que nos fuéramos tan pronto terminara la obra. Teníamos un carro con un burro esperándonos. Con la excusa de meter en él el vestuario y llevarlo de vuelta a la posada, cargaríamos también el tesoro y nos dirigiríamos a la posada.

Pero a mitad de camino, daríamos media vuelta.

No sería posible salir de la isla por las calzadas elevadas porque los guardias nos registrarían. Así que habíamos comprado un bote indio para cargar en él el oro y la plata. Cruzaríamos el lago en el bote hasta un lugar donde nos esperaban unos caballos.

Mateo no me habría abandonado de buen grado, pero ¿qué podría hacer él cuando el canalla del lépero le informara de que el túnel se había llenado de agua y se había derrumbado? Sabía cómo funcionaba la mente de Mateo. Cuando me apresaran, haría algo para ayudarme; tal vez intentaría comprar mi libertad con parte del tesoro, o sobornaría a los carceleros.

Pero nunca tendría esa oportunidad. En cuanto el oro y la plata estuvieran en el bote, le clavarían un puñal por la espalda.

Me senté en el suelo y empecé a cavilar. Podía excavar otro pozo y otro túnel y salir. Pero no tenía ninguna pala y, por cierto, si bien el suelo era lo suficientemente blando como para poder cavar en él con una cuchara, me haría falta una pala para poder quedar en libertad por la mañana. Podía usar la barra de hierro y las manos, pero el avance sería demasiado lento y lo más probable era que el agua llenara el agujero con la misma rapidez con que yo lo excavaba; además, no tenía un cubo para achicarla.

Ay, maldije la educación clásica que el fraile me había dado. Una desagradable comparación con lo peligroso de mi situación me vino a la mente por los libros que había devorado con los ojos y el cerebro hacía tanto tiempo. El rey Midas sentía amor por el oro. Era famoso entre los griegos por su codicia y su necedad. Tuvo la oportunidad de demostrar ambas cosas cuando capturó a Sueno, un sátiro que era el compañero de Dionisos, el dios del vino y del éxtasis. Para obtener la libertad de Sileno, Dionisos le concedió un deseo a Midas. El deseo del rey fue que todo lo que tocaba se transformara en oro. Pero el Midas del toque dorado muy pronto lamentó haber pedido eso. Para poder comer debía tocar la comida, y ésta se trocaba en oro.

El oro había desaparecido, pero tenía plata más que suficiente para comer.

Si no podía abrirme paso por el túnel, sólo me quedaba una única salida: a través de la puerta. Ésta era gruesa, estaba cerrada con llave y blindada con planchas de hierro. Pero, atención, estaba reforzada por la parte de fuera. No había ninguna razón para reforzar la parte de dentro.

Examiné la puerta a la luz de una vela.

Había una pequeña grieta entre la puerta y el marco. Ejerciendo presión hacia un lado y el otro con la barra de hierro podría hacerla más grande. Y si lograba desprender suficiente madera, podría empujar hacia atrás la cerradura con la barra. Pero no contaría con el ruido de las explosiones para disimular mi tarea, y los guardias ya no estarían concentrados en la obra de teatro.

Durante la inspección nos habíamos olvidado de averiguar dónde dormían los guardias. Traté de recordar si había visto camas en alguna parte, pero no saqué nada en claro. Lo sensato habría sido que uno durmiera en la planta baja y el otro en el piso superior, pero cuando se trataba de la burocracia española, el sentido común y la práctica común no siempre coincidían.

También era preciso tener en cuenta la puerta de calle, pero eso sería más fácil que la de la cámara acorazada. Estaba sostenida por dos barras de hierro en lugar de una cerradura, porque una cerradura no sería lo bastante fuerte. Si alguien quería atacar la puerta de la calle de la Casa de la Moneda, lo haría desde fuera con un ariete. Pero desde dentro no resultaba difícil deslizar las barras hacia un lado.

No me quedaba otra alternativa que atacar en seguida la puerta de la cámara y rogar que los dos guardias hubieran decidido beber un poco de vino o de cerveza e intercambiar ideas sobre la obra antes de acostarse.

Con la ayuda de la barra, empecé a desportillar la madera intentando hacer el menor ruido posible. Cuando la barra rozó la cerradura de hierro, mi entusiasmo aumentó, pero sólo lograba rasparla; no podía hacer que la cerradura se desplazara hacia un lado. La ansiedad dejó paso al entusiasmo y el pánico amenazaba con apoderarse de mí. Hundí la barra hasta el fondo y la empujé hacia un lado. La cerradura se rompió y entonces abrí la puerta de par en par. Pero había hecho suficiente ruido no sólo para despertar a los guardias, sino también a las veinte mil víctimas del último gran festín humano de los aztecas.

Corrí por el salón de la Casa de la Moneda hacia la puerta de la calle y noté aire fresco sobre mi cara sudorosa. Desplacé los cerrojos y oí un grito detrás de mí. Un garrote golpeó contra la puerta en el momento en que yo la abría y salía corriendo a toda velocidad. Pasé por el corral: estaba desierto.

Los gritos me siguieron, pero yo no les presté atención mientras corría por la calle y doblaba una esquina. Tenía que llegar hasta el lugar donde cargarían el bote antes de que Mateo recibiera una puñalada por la espalda y yo fuera apresado por los soldados.

Había tres hombres junto al bote cuando llegué. En la oscuridad, eran sólo figuras informes. No pude distinguir si Mateo era uno de ellos.

—¡Mateo! —grité.

—¡Bastardo! Lo lograste.

¡Bravo! Mateo todavía estaba vivo.

—¿Te parece que…? —Oí pisadas detrás de mí y me aparté en seguida del sendero. Era Enrique, y su daga cortó el aire cuando lo esquivé.

Yo llevaba mi daga en la mano, cargué contra él y se la clavé en las entrañas. Él gruñó y se quedó mirándome. Vi el blanco de sus ojos y percibí un olor ácido en su aliento cuando jadeó.

Extraje el cuchillo y di un paso atrás. Otro de los bandidos estaba en el suelo en medio de un charco cada vez más grande de sangre. La espada de Mateo brilló a la luz de la luna, y el otro hombre recibió la hoja en el cuello. Se tambaleó hacia atrás y cayó al lago.

—¿Estás bien? —le pregunté a Mateo.

—Sólo tengo un rasguño en la espalda. En seguida sospeché que la historia de Enrique era falsa. Cuando empecé a interrogarlo con mi espada, empezó a divagar.

Se oyeron cascos de caballos y gritos.

—¡Vamos! —dijo Mateo—. Tenemos que cruzar el lago.

Después de llegar a la otra orilla, donde pastaban nuestros caballos, Mateo empezó a filosofar acerca de la pérdida de nuestros tres compañeros de armas.

—Tendríamos que haberlos matado igual, aunque no hubieran intentado apuñalarnos por la espalda. Después de dividirnos el tesoro, seguro que muy pronto los capturarían con su parte porque les habrían mostrado su botín a otros. Habría sido el colmo de unos ladrones tener que devolverle el tesoro al virrey después de robárselo con tanta astucia.

Cogimos la mayor parte de las gemas confiscadas por el Santo Oficio y suficientes ducados de oro para satisfacer nuestras necesidades de ser nobles caballeros durante toda la vida. El resto del botín, una gran cantidad de oro y plata y las demás joyas, lo escondimos en una cueva cuya entrada ocultamos con rocas y arbustos.

Emprendimos el viaje a caballo a Veracruz, confiando en que nuestro botín no fuera hallado por un indio que pensaría haber encontrado la mina perdida de Moctezuma.

Habíamos reservado pasajes en un barco rápido que cruzaba el océano en ambas direcciones entre los viajes anuales de la flota del tesoro.

Nuestro destino era Sevilla, la Reina de las Ciudades.