La noche del estreno de la obra, todos estábamos muy nerviosos. No esperábamos que, en sí misma, la representación se ganara el favor del público. Debido a su tema religioso, los mosqueteros protestarían, pero temerían abuchear demasiado a Mateo cuando él, de pie en el escenario, hablara de la venganza de Dios.
Mateo era el narrador de la obra. Dos de nuestros bandidos lo ayudarían a presentarla. Nuestros bandidos actores repetidamente caerían muertos sobre el escenario, causarían explosiones a modo de falsos truenos y crearían relámpagos pasando una antorcha frente a un enorme espejo.
Mientras tanto otro trabajaría conmigo en el túnel.
Os he pillado por sorpresa, ¿eh? ¿Un túnel?, os preguntaréis. Sí, tal como habíais supuesto, las explosiones eran nuestra entrada a la Casa de la Moneda. ¿Acaso creíais que íbamos a entrar en el edificio haciendo un boquete con explosivos? No estábamos tan locos. Seguramente los guardias estarían en el primer piso o en el tejado, mirando la obra, pero una explosión en una pared haría temblar todo el edificio. Utilizaríamos las explosiones para atraer la atención de los guardias que había en el interior y hacer ruido para disimular nuestras actividades clandestinas.
Es cierto, las paredes eran gruesas y las ventanas del primer piso tenían barrotes, pero, amigos, ¿no os he dicho que el suelo de la planta baja era de madera? ¿No recordáis que la tierra de la ciudad es tan blanda y húmeda que se puede cavar en ella con una cuchara? Nos llevaríamos la tierra en los mismos carros en los que nos habían traído la madera para el escenario.
El túnel tenía sólo entre dos metros y dos metros y medio de largo y menos de un metro de ancho. Un desafío nada difícil para un topo humano como yo, que había cavado túneles en la dura roca de una montaña y me había arrastrado por un estrecho pasaje de una tumba antigua para saquearla. El túnel se iniciaba en un agujero cubierto detrás del escenario, pasaba por debajo de la pared y terminaba en una habitación que habíamos visto durante nuestra inspección y donde se almacenaban el oro y la plata hasta que se los llevaban para aquilatarlos o procesarlos.
Nuestro mayor temor era que se llenara de agua.
En situaciones como ésa, a veces tenía miedo de que los dioses aztecas se vengaran de mí por haber profanado su templo en el monte Albán.
Cuando la función comenzó, desde el telón busqué el rostro de Elena. La mayoría de las obras de teatro se presentaban durante el día, pero esa vez necesitábamos la oscuridad. El escenario estaba muy iluminado con velas y antorchas, para que el público viera cómo los rayos caían sobre Mateo y el resto de los actores.
Yo sabía que el tema no le interesaría demasiado a Elena, pero como eran tan pocas las obras que se representaban, tenía esperanzas de que asistiera por pura curiosidad. Como la dama que era, se habría sentado en la ventana o el balcón de un edificio, frente al escenario. En la oscuridad, no podía distinguir a ninguna de esas personas, no lograba ver bien al público, que estaba sumido en la oscuridad, mientras el escenario irradiaba luz. Pero sí alcancé a ver dos figuras conocidas en primera fila: el inspector de la Casa de la Moneda y su subdirector.
Entonces me di cuenta de que los indios habían calculado mal los días.
¡Ay! Para colmo, Mateo, maldita sea su alma de actor, no se limitaba a hacer una interpretación sencilla, sino que estaba decidido a recibir aplausos y críticas elogiosas. Mientras se pavoneaba de acá para allá por el escenario, se le había bajado la cogulla y su cara había quedado al descubierto.
¡Santa Madre de Dios! El inspector de la Casa de la Moneda había pasado días con nosotros cuando no llevábamos ningún disfraz. Ahora él podía verle la cara a Mateo. Se me subió el corazón a la boca y tuve un ataque de pánico. No podía huir sin avisar a mi amigo, pero cada vez que susurraba su nombre, las explosiones le impedían oírme. De todos modos, tendría que haber encendido el polvo negro debajo de sus pies para captar su atención; estaba tan concentrado en su papel de la voz de Dios que no me prestaría atención.
Mi mirada se dirigió al inspector, para ver si se encontraba de pie, listo para denunciar a Mateo. Pero para mi asombro, el hombre estaba sentado tranquilamente y miraba absorto el escenario como sí no pasara nada. A lo mejor no pasaba nada. Para él. El hombre era ciego como un murciélago, ¿no es cierto? Lo observé con atención. Nada en su expresión revelaba que algo extraño estuviera ocurriendo. Tenía la vista fija en el escenario y su cabeza se movía de acá para allá siguiendo los movimientos dinámicos de Mateo.
Pero ¿y si su criado se encontraba entre el público? Él sí tenía buena vista.
¿Y cuántos otros podían identificar al pícaro que, supuestamente, estaba en Manila sudando o enterrado?
Corrí hacia el boquete que había a mis espaldas. Allí me estaba esperando Enrique, el bandido que me ayudaba. Usamos un cubo atado a una cuerda para achicar el agua del túnel y para impedir que me ahogara si mi avance era lento.
Con una barra de hierro y un palo con un gancho en la punta me metí en el agujero. El túnel ya estaba lleno de agua, pero logré avanzar por él rápidamente hacia la oscuridad del otro lado. No veía nada, pero por el tacto en seguida supe dónde estaban las juntas. Adecué mi trabajo a las explosiones de la comedia y me apresuré a arrancar suficiente suelo para poder deslizarme en la habitación. Desde allí, las explosiones sonaban sorprendentemente amortiguadas.
Con la ayuda de pedernal, hierro y un pequeño frasco con aceite, encendí fuego y lo utilicé para encender unas velas en la habitación. Sabía, por la inspección, que las paredes tenían un grosor de alrededor de treinta centímetros, el doble que el resto de las paredes interiores de la Casa de la Moneda. La puerta había sido cerrada con llave y cerrojo por el director del establecimiento al marcharse por la noche, impidiendo así que los guardias tuvieran acceso al cuarto. Podía encender luz y moverme a mis anchas sin temor a molestar a los guardias, quienes sin duda asistían a la representación teatral desde las ventanas del piso superior.
Introduje el gancho en el agua y pesqué un pesado saco de cuero lleno de bolsas vacías que Enrique me había pasado con un palo también con gancho desde el otro extremo. Llené las bolsas vacías con oro, la mayor parte extraído de cajones llenos de monedas, porque era mucho más valioso que la plata. Cuando terminé de llenar un saco lo metí en el agua y salpiqué para indicarle a Enrique que lo sacara. Después de mandarle cinco sacos de oro, me dediqué a la plata y llené cinco más con monedas y lingotes.
Una caja metálica negra con la llave puesta me llamó la atención. La abrí y me quedé sin aliento. Estaba repleta de gemas, diamantes, rubíes y perlas. En su interior había también un papel con el inventario de esos valiosos objetos y el nombre de su dueño: el Santo Oficio de la Inquisición. También había una lista con los nombres de antiguos propietarios de esas gemas; personas que habían sido juzgadas y sentenciadas por el Santo Oficio y cuyas pertenencias les habían sido confiscadas.
Cerré la caja, me guardé la llave en el bolsillo y metí la caja en el último saco. Cuando Enrique lo cogió desde el otro extremo del boquete me puse boca abajo para regresar por el túnel. Ahora el agua cubría la mitad. Al iniciar mi avance me di cuenta de que algo no marchaba bien. Desde el otro lado del túnel venía hacia mí un montón de tierra y rocas.
Nuestro plan incluía una pila de tierra y de piedras para rellenar el túnel una vez que hubiéramos cometido el robo, para que si alguien entraba por la parte de atrás del escenario no se percatara de nada. Pero se suponía que Enrique debía rellenarlo después de que yo saliera.
Los léperos no eran seres inteligentes, pero, a diferencia de los indios, que habían liberado prematuramente al inspector de la Casa de la Moneda, ellos podían hacer operaciones aritméticas sencillas. Si dividían el tesoro en cuatro partes, sacaban más tajada que si lo dividían en cinco. No sé si encerrarme en la Casa de la Moneda había sido idea de Enrique o si lo había planeado con los otros dos. Era un plan demasiado inteligente como para que se le hubiera ocurrido a él sólito. Sospeché que los tres bandidos habían decidido matarnos a Mateo y a mí después del robo, y de pronto se presentó la oportunidad de empezar conmigo.
La tierra y las rocas arrojadas desde el otro extremo del túnel hicieron subir el nivel de agua de mi lado, hasta que llegó al suelo del edificio. Ni siquiera podía entrar en el túnel y tratar de cavar porque me ahogaría.
La puerta que daba al resto del edificio estaba cerrada con una llave que sólo poseía el director del establecimiento. Cuando él abriera esa puerta me encontraría a mí en la sala del tesoro, con un boquete en el suelo y una buena parte del tesoro que había desaparecido.
Incluso la Inquisición se sentiría ultrajada por la desaparición de la caja con las gemas. La única controversia que se presentaría sería si el virrey me metía en un calabozo o si la Inquisición me quemaba en la hoguera.
Estaba perdido.